Poeta y profesora de Literatura, nacida en Durazno, Rocío Medina formó parte de la Antología virtual de poetas uruguayos ultrajóvenes. En el camino de los perros (2019) y publicó el libro de poemas Herrumbrada (La Coqueta, 2024). Su primera novela, Estampitas de la hija pródiga (2025), retoma el asunto central de la conocida parábola y la reescribe en clave no lineal.
En Le retour de l’enfant prodigue (1907), André Gide reinterpreta la parábola al presentar a un hijo que regresa movido por el fracaso e insta a su hermano menor a marcharse, desafiando así el desenlace tradicional. En el libro de Rocío Medina la hija es echada y la casa se fractura en breves relatos que funcionan como un enjambre de imágenes detenidas. Las historias invocan la forma de una memoria que confronta con la modestia popular de las estampitas religiosas. Estampitas-collages de Belén Echechury acompañan y dinamizan estas punzantes intermitencias.
La invitación no es volver al hogar, sino alejarse y sumirse en las paradojas del camino, registrando antes una turbulenta procesión de recuerdos. En algunas narradoras uruguayas contemporáneas, la provocación genealógica, la inestabilidad simbólica de la casa o la conflictiva cerrazón que se proyecta desde el corazón mismo de las familias parecen confirmar un punto de inflexión en la narrativa emergente. Tanto en Nuestra Manhattan (2021), de María Eugenia Trías, como en Irse yendo (2021), de Leonor Courtoisie, la casa resulta un estigma de densas rupturas comunitarias.
Las citas bíblicas funcionan como epígrafes irónicos que introducen los motivos de la culpa, el sacrificio y la redención, para luego desmentirlos y distorsionarlos al entrar en juego con la experiencia de las pequeñas narraciones que conforman la novela. Los múltiples desplazamientos hacia otras figuras (“la niña”, “mi madre”, “nosotras”) resultan de la construcción de un relato coral, mientras el trasiego familiar se va distribuyendo en los ambientes rurales y religiosos (Durazno, Tacuarembó, Rivera).
El entorno rural del interior uruguayo (rutas, chacras, ríos, animales, ranchos) se manifiesta con una materialidad intensa que también acerca la novela a Carnada, de Eugenia Ladra (2025), y a Desastres naturales, de Tamara Silva (2023). La voz recuerda sin sentimentalismo, y la violencia, aunque naturalizada, se revela, afianzando su efecto perturbador. Como señala de forma certera la contratapa, el libro presenta “un paisaje gótico emocional” que subyace al lenguaje y constituye una clara distinción narrativa.
El cuerpo femenino está atravesado por una cultura ligada al dolor: quemaduras de cera, cortes, golpes, autolesiones. El cuerpo infantil es territorio de control y castigo, pero también el único lugar de experiencia. Los animales (ovejas, caballos, conejos, vacas, perros, gallos) funcionan como espejos del cuerpo humano que mueren, sangran y padecen. Así, en “Raspadita”, la yegua se quiebra las patas en una carrera, en medio del entusiasmo de la narradora por los diferentes hipódromos. En “Perros y pollos”, un perro que permanece atado mata a unos pollitos sin comérselos y los niños, testigos del hecho, juegan con las vísceras.
El vínculo madre-hija organiza gran parte del libro, oscilando entre el amor sofocante, la dependencia y la incomunicación. Madre y padre funcionan como potentes recurrencias que saltan entre los escenarios narrativos. El padre castiga a sus hijos. La madre, una mujer apegada a la iglesia, busca un acercamiento con su hija, pero recibe el reproche silencioso de la distancia. Los acontecimientos violentos de las estampitas se perciben como efecto de las vivencias familiares o de la organización cultural religiosa de las comunidades.
Cada episodio parece reescribir un pasaje sagrado: el hijo pródigo, el sacrificio de Isaac, la oveja perdida, la crucifixión. Sin embargo, las referencias bíblicas aparecen invertidas, trastocadas o profanadas. La fe no salva, sino que legitima el padecimiento. La religión, en lugar de consolar, estructura la culpa.
Algunas anécdotas producen un efecto notable, como ocurre en “La renga”: una vaca lechera se fractura los huesos de la cadera al ser montada por un toro. El epígrafe del famoso pasaje bíblico dedicado a la multiplicación del sufrimiento de la mujer y la posesión de su deseo por parte del marido mueve la modorra didáctica y pone en juego otros empastes del sentido.
Otros relatos funcionan como lateralizaciones del texto sagrado. En “La vela”, unas niñas vestidas de ángeles participan en una procesión religiosa, sosteniendo velas que queman sus manos con la cera caliente mientras caminan hacia la iglesia. La escena reconfigura el motivo del calvario y el sacrificio, pero desde el cuerpo infantil femenino, a modo de una miniaturización de la Pasión de Cristo.
Los animales heridos, rotos y muertos armonizan con la brutalidad afectiva de la familia. El recuerdo parece moverse a través de los múltiples paisajes que también agitan ese vuelo turbulento que atraviesa la infancia. La hija no es pródiga; lo es el entorno, que, paradójicamente, conserva una cuidadosa caricatura del dolor, el arrepentimiento y la culpa.
Quizá este imaginario trágico pueda entenderse como un evangelio invertido, escrito en las estampitas. Los gestos del libro afirman una dura desconfianza hacia la misericordia. En “La estampita”, este pulso se vuelve sólido. La verdadera historia de la familia atravesada por los maltratos, el abandono y la muerte queda al descubierto. En este recorte se destaca una sentida oración a la madre, a la mujer que ha sufrido otras injusticias, un canto sombrío y a la vez comprensivo de la hija que nos recuerda aquel “vacío-pasión que arde en el deseo del expulsado” al que Juan Gelman recurre para aludir a la mística y al exilio.
Estampitas de la hija pródiga, de Rocío Medina. 80 páginas. Pez en el Hielo, 2025.