Entre la variedad de hábitos que introdujo en nuestras vidas la incorporación del teléfono celular como una ampliación del propio organismo –desde la geolocalización permanente hasta el pago de facturas, desde el consumo de información internacional a la visualización de memes de gatitos–, se encuentra la posibilidad de fotografiar lo que sea por el mero acto de ubicar la cámara y deslizar un dedo sobre la superficie de la pantalla. Dentro de la multiplicidad de imágenes que ha prodigado el universo del celular, la mayor novedad en cuanto a formato y opciones de registro la constituye el selfi (sustantivo popularmente referido en femenino), que encontró en la proliferación de opciones de las redes sociales su mayor caudal de difusión (y de saturación). El selfi posee también un elemento profundamente democratizador en cuanto a sus posibilidades materiales y a su significante: al final del día, da lo mismo el rostro en primer plano de un turista con la Torre Eiffel a sus espaldas que el semblante de un asistente a un asado con los otros comensales de fondo exhibiendo vasos y pedazos de achuras ensartados en un tenedor.

El escritor y fotógrafo británico Matt Colquhoun (1991) comienza su interesante ensayo Narciso desatado. Una historia alternativa del selfie con una polémica generada en las redes sociales en 2017, cuando Paris Hilton tuiteó dos fotografías suyas junto a Britney Spears bajo el mensaje “Hoy hace 11 años Britney y yo inventamos el selfi”. Más allá de la dudosa prosa de la millonaria bisnieta del empresario hotelero Conrad Hilton, su publicación fue centro de innúmeros cuestionamientos acerca de la presunta autoría del formato fotográfico. Un usuario señaló, aportando varias imágenes a modo de prueba, que en realidad fue Bill Nye the Science Guy quien se hizo el primer selfi, a bordo de un avión en 1999. Otro usuario salió al cruce señalando que aquello era un error: el primer selfi se lo tomó el personaje de Kramer (interpretado por el actor Michael Richards) en un capítulo de Seinfeld, en 1995. No faltó otro comentador que les tapó la boca a los anteriores al sostener que la autoría debía adjudicársele a un empate técnico en 1966 entre el músico George Harrison y el astronauta Buzz Aldrin.

En esos términos andaba la discusión cuando otro usuario aportó un selfi tomado en un espejo por un joven Colin Powell en la década del 50, mucho antes de convertirse en secretario de Estado de Estados Unidos. La polémica trascendió las redes sociales y fue pasto de una investigación sobre el tema a cargo de algunos periodistas de The New York Times, quienes contactaron a Mark Marino, profesor de la Universidad del Sur de California, quien por años ha impartido una clase sobre selfis. Marino no sólo les pinchó el globo a los comentaristas del posteo de Paris Hilton al afirmar que el primer autorretrato fotográfico (bajo la forma de daguerrotipo) fue tomado por el fotógrafo estadounidense Robert Cornelius en 1839, sino que, en cierta forma, le dio la razón a la millonaria al afirmar que con su declaración de maternidad del formato (compartida con Britney Spears) “no está siendo ahistórica, sino que está diciendo que ‘nosotras’ hicimos algo con las selfis que no se había hecho antes”.

Por supuesto que para abordar su “historia alternativa del selfi”, Matt Colquhoun, que supo ser un discípulo muy cercano del filósofo Mark Fisher (1968-2017), sobre quien escribió el libro Egreso (2021) y del que transcribió las clases de su último curso de posgrado en Mark Fisher: Deseo postcapitalista (2024), ambos volúmenes editados por Caja Negra, no se queda en las repercusiones de la polémica generada por el posteo de Paris Hilton, sino que retrocede en el tiempo para elaborar un ensayo por demás ameno y erudito sobre el tema.

En el origen, desde luego, se encuentra el mito de Narciso, que el autor desmonta y vuelve a armar de modos diversos, con variaciones que van desde la Metamorfosis, de Ovidio, a El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Y si bien la literatura le suministra a Colquhoun múltiples ejemplos del tratamiento del tema, es en el ámbito de la pintura donde su trabajo se adensa y alcanza los mejores momentos. Dedica, por ejemplo, varias páginas a analizar los autorretratos de Alberto Durero (1471-1528), a quien el siempre interesante crítico e historiador del arte (y en menor medida novelista) John Berger definió como “el primer pintor obsesionado con su imagen” y que con los cambios que introdujo en dos representaciones de sí mismo, fechadas en 1498 y 1500, embelleciendo su apariencia de una obra a otra, aparece como una suerte de creador de los filtros fotográficos. No menos exhaustiva (y por momentos incendiaria) es la aproximación que Colquhoun les dedica a los autorretratos de Caravaggio (1571-1610), “el provocador más infame del Renacimiento italiano”.

Sin perder la perspectiva histórica que permite, entre otros aspectos, relativizar la evolución de la representación de sí mismo que desemboca en el concepto central del análisis, Narciso desatado. Una historia alternativa del selfie ofrece reveladores abordajes a las obras de fotógrafos como el francés Hippolyte Bayard (1801-1887), que en 1840 se tomó un controvertido selfi –“Autorretrato como un ahogado”–, en el que escenifica su propia muerte, y el estadounidense Lee Friedlander (1934), que en su serie en blanco y negro Self-Portraits (1992) incluye diversas imágenes de sí mismo captadas durante varias décadas, en las que a veces aparece en primer plano, en otras como un reflejo en un vidrio e, incluso, como una sombra proyectada en la espalda de un transeúnte.

Narciso desatado. Una historia alternativa del selfie, de Matt Colquhoun. Mutatis Mutandis Editorial, España 2024. Traducción de Matheus Calderón Torres. 284 páginas.