Varias veces me he referido a la técnica del rejunte literario, esa práctica adoptada por muchos escritores vivos (o familiares y editores de autores muertos) que consiste en recopilar escritos aparecidos en sitios diversos –antologías, prensa, posteos en redes sociales, etcétera–, que en el mejor de los casos se agrupan con algún tipo de elemento unificador o, en su defecto, se acumulan cual trastos en una bolsa. En ambas variantes, las suturas del entramado o el efecto de la simple acumulación revelan cierta condición impura, que no necesariamente conspira contra el efecto total de la obra pero que, en sí misma, no deja de estar presente. Pero hay una tercera variante, menos obvia y mucho más difícil de concretar, que consiste en la conversión de esa suma de textos dispersos en una obra independiente, nueva, en la que las eventuales marcas y condiciones originales de escritura y publicación de las piezas se difuminan hasta desaparecer, cristalizando en un volumen autónomo. Es en esta categoría en la que hay que inscribir a Hasta el sol y todas las ciudades en el medio, de la escritora salteña, residente desde hace varios años en Australia, Rosario Lázaro Igoa.

Traductora del portugués y del inglés (especial destaque merece su traslación al español del volumen de cuentos Dinosaurios en otros planetas, de la escritora irlandesa Danielle McLaughlin) y autora hasta la fecha de una única novela –Mayito (2006)–, Lázaro Igoa se ha destacado especialmente en la ficción breve, reflejada en dos volúmenes de cuentos –Peces mudos (2016) y Cráteres artificiales (2021)– y en una serie de personalísimas crónicas, algunas de las cuales han aparecido en la sección “Miradas” de esta sección. Muchas de esas crónicas conforman el sustento de Hasta el sol y todas las ciudades en el medio. La no datación ni especificación de la publicación original, además de reforzar el carácter autónomo y nuevo del que hablé antes, permite una lectura más intensa, inmersiva, en la que el elemento autobiográfico, a saber, los desplazamientos entre ciudades y países, la juventud, la maternidad y la costa rochense, por nombrar algunos hitos, se convierte en la clave secreta de todo el libro.

En un pasaje de “El oleaje, el mar abierto”, el texto que abre el volumen y que desenvuelve su perturbadora estructura alrededor de un periplo costero en bicicleta de cara al océano Pacífico, en paralelo al sinuoso proceso de escritura, se cifra la clave del estilo de Lázaro Igoa: “El pampero en pleno azote de ese hogar improvisado (qué hogar no lo es) entraba por debajo de la puerta del balcón, chiflaba a través de las habitaciones impregnadas de butiá, hongos deliciosos, cigarrillo, ropa mojada, pañales de tela. Ella avanzaba en el escribir, una letra por vez, y no todas juntas como en las madrugadas insomnes. ¿Sería diferente si hubiera renunciado a aprender?”. Aparecen condensadas ahí la adjetivación precisa, la enumeración que incorpora elementos desconcertantes y hasta los localismos precisos y funcionales (el verbo chiflar, el butiá de las palmares de Rocha) que nunca se erigen en marcas de color local, cual simples pintoresquismos, sino que forman parte de una memoria personal que se desplaza y despliega página tras página.

En otros textos, la referencia a una obra literaria o musical se imbrica con la propia cotidianidad de la cronista, como en “En terra incognita”, escrito para un suplemento especial de la diaria sobre el bicentenario de Hermann Melville. Allí, la contemplación de un ejemplar de Las encantadas (1854) se entrevera con una cavilación acerca del propio hijo de la autora, que acaba de nacer, 200 años después que el autor de Moby Dick: “Hay un nuevo ser humano en casa. Nació en esta isla enorme, rodeada de mucho mar. Los límites de lo conocido han cambiado. Imposible no preguntarse cuáles serán las dimensiones del universo para él y sus contemporáneos; para él, que todavía no sabe casi nada y que tampoco le preocupa”.

Esa capacidad de atar lo íntimo con lo universal a partir de una mirada de tintes microscópicos que, supongo, debe ser una herramienta y, al mismo tiempo, un don del auténtico cronista, se ve especialmente graficada en el diario discontinuado o bitácora fragmentada que conforma la crónica que le da nombre al volumen, traducción literal de la canción “To the Sun and All the Cities in Between”, de City of Sun. Ubicado en el centro mismo del volumen, el texto engarza diversos momentos vividos a lo largo de tres años, en geografías variadas que se vuelven cuidada escritura a partir de la propensión al detalle, como la visión de la naturaleza durante un campamento familiar en la Península de Yorke, cuando la autora atraviesa su sexto mes de embarazo: “Los mapas mienten. Lo que parecían grandes lagos son charcos efímeros cuando cae la lluvia, es decir, nunca. Endorreicos, no desaguan, pues se secan antes. Más al sur, la costa de South Australia tiene tres penínsulas sucesivas y una isla llena de canguros. Dan de frente contra la inclemencia del Índico. Es como si el desierto cayera a pique a un mar demasiado turquesa”.

Con una escritura prístina, no exenta de algunos puntuales barroquismos que le otorgan a la crónica en que aparecen una muy controlada densidad, Hasta el sol y todas las ciudades en el medio es un libro sobre el desplazamiento y también sobre la opción o la necesidad de fijarse en un punto geográfico determinado, una reflexión arborescente del hecho de madurar y acerca del propio acto de escribir. Y también es, como se avizora en las líneas finales, una celebración de la nostalgia.

Hasta el sol y todas las ciudades en el medio, de Rosario Lázaro Igoa. 108 páginas. Criatura, 2024.