Aun antes de ser consagrada internacionalmente con Mugre rosa (2020), Fernanda Trías era una de las narradoras uruguayas destacadas por su profundidad y riesgo creativo. A su obra édita, que comprende las novelas Cuaderno para un solo ojo (2001), La azotea ( 2001), La ciudad invencible (2014) y la colección de cuentos No soñarás flores (2016), acaba de sumársele El monte de las furias.
Sostenida en el despliegue de voces narrativas femeninas de compleja dimensión interior, en que los contornos del yo y sus perspectivas cobran un relieve de extrañeza única, la narrativa de Trías desafía las veladuras de la realidad y las convenciones de escritura que suelen sostenerlas. El monte de las furias es una de esas epifanías, quizás la más extrema, la que comporta un nuevo límite en su mundo ficcional. La protagonista, narradora y escritora de un diario de notas penetra en las resistencias que desgarran al pensamiento en las palabras, se introduce en el recuerdo y en las violentas opacidades del pasado, pero también en el sueño y en los bordes de locura como espacios gravitantes que abren la llaga incurable de lo real. La novela plantea otra intemperie de la escritura y de la subjetividad, ambas inesperadas.
El monte de las furias irrumpe como una de las creaciones más elaboradas, en sus distintos niveles, de tu obra narrativa. Mantiene conexión, aunque no del todo evidente, con La azotea y Mugre rosa, así como con algunos de tus cuentos. De hecho, la singularidad constructiva y los efectos de sentido parecen alcanzar límites inéditos. Quizás estamos ante un giro de extrañeza más radical, exigente, en la narración, en la historia, en la trama, en la entidad de la protagonista y de los demás personajes. Quizás las instancias de ficción inesperadas consigan decir la excepcionalidad de un mundo.
El otro día recordaba aquello que dijo Cesare Pavese: “Un libro sólo nace al producirse la intersección entre una obsesión y la forma específica que le corresponde”. En la obsesión sin forma, no hay libro; y en la forma sin obsesión, sólo hay oficio. En los últimos años vengo notando que mis obsesiones exigen una forma de extrañeza radical, como decís, una forma que difícilmente pueda encajar dentro del realismo tradicional. Tal vez se deba a que el mundo ha dado un giro excepcional y la realidad parece desfasada. ¿Estos tiempos excepcionales nos están pidiendo un giro hacia la imaginación? En un momento de siniestra literalidad, tal vez la imaginación constituya un gesto revolucionario. Lo paradójico es que, en muchos lugares de América Latina, incluida Colombia, el hecho de que un día aparezca un cuerpo sin vida en tu jardín es algo que no provoca tanta extrañeza. Lo insólito, en zonas donde la mano del Estado está completamente ausente, se vuelve realista. Pero, sin ir tan lejos, recordemos que en nuestra región las personas desaparecían sin más. ¿No debería ser extraño eso? Y Videla salió en la tele diciendo: “Es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo”. Personas que no están ni vivas ni muertas: la realidad no puede enrarecerse más que eso.
El tópico de la montaña, de tantas manifestaciones en la tradición literaria, es un centro ambiguo del espacio, una potencia simbólica enrarecida que irradia toda la novela. La montaña es paisaje, es elevación, es salvajismo y destrucción, es tiempo y eternidad, pero también es “personaje” que habla y del que se cuenta su cosmogonía como hija de un cataclismo, “cicatriz de ese tajo” de la violencia de la naturaleza. ¿Acaso la montaña, bella y siniestra, segrega la violencia que la originó? El aislamiento montañés, cada vez más desharrapado, de la protagonista ¿es un estigma ontológico heredado de la madre montaña y de la madre biológica? ¿Es un destino del que no se sale?
El nacimiento de por sí es un momento de gran violencia: salís todo apachurrado, con la cabeza deformada por el tránsito (nuestro primer viaje) hacia la intemperie. En un segundo perdés tu paraíso y alguien corta de manera irremediable el cordón que te da seguridad y alimento. La formación de una montaña también es violenta: dos placas tectónicas colisionan, o se forma a partir de la erupción de un volcán… Yo creo que hay algo tremendamente poderoso en el encuentro de una persona con su destino. Una inevitabilidad tranquilizadora. Para mí ese destino, en principio prohibido, fue la escritura, y tal vez por eso en mi narrativa aparecen tantas mujeres que escriben, que narran o se narran, intentando entender quiénes son realmente. La mujer de la montaña lleva a cabo varias transgresiones, entre ellas la transgresión de la escritura. Se toma el atrevimiento de agarrar el lápiz (un lápiz que le quitaron de niña) para contar su propia historia, y esa decisión, si bien es empoderadora, también la termina de aislar en lo alto de la montaña. Si lo pienso, las protagonistas de mis novelas son todas transgresoras, rompen un tabú o van en contra de la corriente o hacen algo que no les corresponde por derecho propio. La mujer que escribe es sospechosa e indescifrable, o sospechosa por indescifrable. ¿Creo yo que el único destino posible para la mujer que escribe es ese aislamiento final? Un poco sí, aunque ojalá los tiempos estén cambiando. Pero, en todo caso, igual hay una soledad interior de la que no podés salir. Al mismo tiempo, la montaña –que todo lo escribe en su propio cuerpo, en sus capas geológicas, que son un tipo de escritura– también habita una soledad radical. Quiero creer que esas dos soledades pueden encontrarse allá arriba, de alguna manera.
Con esta novela, los lectores seguramente tendrán nuevos desafíos ante tu narrativa. Hay algo diferente que relaciona la estructura con una morosidad densa y magnética del estilo, construido no sólo por lo incanjeable de la voz narradora protagónica, sino por la carga sugestiva que la informa, conjugando dolor y paisaje, belleza y basura, impulso de trascendencia en la soledad y desamparo en la degradación. ¿Aceptarías que esa forma de difusión semántica inarticulada, que solemos llamar “atmósfera”, impregna fuertemente el texto y genera un vínculo sustantivo con el lector, en el orden de la sensación y de las intuiciones?
Sí, totalmente, porque la atmósfera no es, como alguien podría pensar, algo decorativo, que está ahí para ambientar la trama, sino que entreteje sentidos que impregnan la piel del texto. Aunque no estén enunciados, esos sentidos están ahí, tan presentes como la humedad del aire. Yo siempre he trabajado con el peso de lo no dicho. Cómo cifrar esos sentidos en todo lo que no se dice, ahí está la dificultad. Creo que los lectores leemos con todo el cuerpo y la construcción atmosférica para mí es muy importante, tal vez lo más recordable después de pasado un tiempo desde la lectura. Recordamos esa sensación difusa y olvidamos detalles de la trama. En este libro era esencial que la atmósfera fuera lo suficientemente densa como para sentirla en el cuerpo; quería intentar transmitir una experiencia sensorial de la montaña porque mucho del libro se juega en esa frase que la protagonista dice: “Yo no vivo en la montaña, sino con ella, y esa diferencia es más que una palabra”. ¿Qué implica ese cambio en apariencia minúsculo de una preposición? Por eso mismo, la precisión lo es todo en la literatura.
La protagonista consuma, con referencia a los demás personajes (el Celador, el hombre y los demás, las mujeres testigos de Jehová), un estado de separación absoluto, hilvanado progresivamente por el paso del tiempo. ¿Se puede pensar que este hiato con el mundo por parte de “la mujer de la montaña” es una variante del motivo del encierro que podemos rastrear en La azotea y en Mugre rosa? ¿Hay una continuidad, aunque la significación sea distinta? ¿O en la autonomía de esta novela la separación se relaciona con el tema de la madre ya muerta y el odio que la une ahora, sin cortar el cordón, en el recuerdo?
Yo sí lo veo como una continuidad desde La azotea, una variante del encierro. Porque aquí la mujer decide aislarse en lo alto de una montaña y no volver a bajar más a su pueblo ni a la ciudad. No va ni para hacer mandados; su rechazo a ese mundo que dejó atrás es total. ¿Se puede sentir encierro y claustrofobia en un espacio abierto, tan abierto como un monte entero? En un momento de la novela, la mujer queda aislada arriba de la montaña durante muchos días por unas fuertes lluvias que inundaron el terreno. Y ahí ella entiende que está encerrada, porque su aislamiento deja de ser voluntario.
Foto: S/d de autor, difusión
Por otra parte, el motivo del cordón umbilical que ata a la protagonista a la madre, por donde fluye ya no el alimento sino el veneno de la rabia, puede leerse como una variante del elástico que en Mugre rosa ata a la protagonista a sus afectos tóxicos. Ese elástico que, cuanto más lo estires, más fuerte te va a devolver al lugar del que querías alejarte. En general, yo siempre tengo la sensación de estar reescribiendo variaciones de ciertas obsesiones que vuelven y buscan otra forma. Cada tanto algunas mueren y se suman otras, por suerte.
No parece posible aceptar la novela en términos más o menos pactados de realismo. Tampoco sería plausible resolverla en las proximidades de lo fantástico, aunque algunos de sus rasgos (también los realistas) emerjan aquí. No obstante, hay irrupciones oníricas y otras de aspecto pesadillesco que no pueden reducirse a un mero “estado” del personaje, pues parecen surgir más como empuje de una subjetividad enunciativa que precede y habilita a la protagonista que de su mero psiquismo. ¿Es una apuesta de la escritura ante los lugares comunes de una representación estabilizada en lo realista? De pronto, la voz de la montaña, de impronta oracular, también es eso. También lo es el impulso de elaboración poética, de un lenguaje que siempre ha sido una búsqueda en tu escritura, y que después de Mugre rosa ahora redobla su lugar.
Sí, un rechazo a esos lugares comunes y una declaración de poética también. Puede ser que esa apuesta se haya radicalizado a partir del hartazgo que me producen ciertas narrativas demasiado literales, sin mayor vuelo imaginativo, y ciertas lógicas del mercado que destacan como un valor la prosa “económica”, “efectiva”, “sin adornos”, “veloz”. ¿Qué es esto? ¿La bolsa de valores? ¿La gerencia de una empresa? En tiempos en que el consumo ha impregnado las relaciones y también el arte, la elaboración poética del lenguaje se convierte en un espacio de resistencia. Lo que vos decís: no todo es parafraseable, canjeable, reemplazable. El lenguaje no es una herramienta, no es un vehículo. Así como un río no es un recurso y un bosque no es materia prima.
No me preocupa pensar cómo se podría etiquetar mi libro en términos de género. Mientras escribo, nunca me pregunto “qué es esto”. Las etiquetas son otro invento del mercado, algo para facilitar la digestión del texto: vas a leer terror, vas a leer ciencia ficción. La escritura debería ser un espacio de absoluta libertad. Incluso te diría que me gusta bastardear los géneros, tomar lo que necesito de este o de aquel sin pensar en términos de “pureza” (esa idea tan peligrosa). Puedo echar mano del gótico andino, del terror, del realismo rural, del fantástico y hacer mezclas que transiten y crucen, de ser necesario, esas fronteras. Creo que las propuestas más interesantes siempre nacen de irrespetar las nociones aprendidas sobre los géneros, sobre qué es la literatura nacional, e incluso sobre qué es escribir “bien”. Como uruguayos, somos el resultado de una serie de cruces bastardos, y es lógico que nuestra literatura también lo sea.
Uno de los acontecimientos más enigmáticos de la historia es la repentina y sucesiva aparición de cuerpos muertos arrojados por la montaña. De ellos se “encarga” la protagonista, quien, sin mayores interrogaciones, naturaliza su vínculo y la acción de los enterramientos mediante una ritualidad propia. La carga simbólica de estas figuraciones siniestras –que bien podrían desbordar la ficción novelesca– crece aún más cuando uno de los cuerpos de una niña revive, sin resolverse si se trata de un hecho real o de una proyección delirante de la protagonista. El subjetivismo radical de la perspectiva y de la voz narrativa persiste como rasgo distintivo de tu literatura una vez más.
Hace unos días una periodista colombiana me contó que, en las peores épocas del conflicto armado, era común que por los ríos bajaran montones de cuerpos no identificados y a veces la gente de los pueblos los recogía y los enterraba en sus cementerios. Como no sabían sus nombres, les ponían su propio apellido. Esto me pareció conmovedor, porque estas personas estaban adoptando un cuerpo muerto, estaban diciendo: este cuerpo no identificado es mi familia, este dolor también es mío. Yo no sabía esto al momento de escribir la novela, pero sin duda creo que hay una reparación simbólica en el ritual de nombrar y enterrar los cuerpos. Y fijate que en ningún momento de la novela utilizo la palabra “desaparecer” con relación a los cuerpos, me cuidé muy bien de eso. Acá los cuerpos sólo “aparecen” y la mujer encuentra su vocación (o destino) en el cuidado. Me han preguntado bastante qué significan estos cuerpos que aparecen. Yo no puedo responder eso porque este es el secreto de la novela, el núcleo del dolor. Lo que no se puede decir se muestra (o se calla). Por eso también hay un momento en que el lenguaje no puede sino derramarse hacia la imagen, la sintaxis quebrarse y la frase partirse en “versos”.
La cuestión del lenguaje y la escritura, decisivos en tu obra, cobra aquí una presencia fundamental, no sólo por cómo opera sobre el rigor creativo, sino que surge nombrada, tematizada como problema, como asunto dilemático y aun de consecuencias filosóficas, pero sin desmembrar la narración. Va más allá de una mera reflexión metalingüística, ya que su dramatismo se juega en la relación con el ser de las cosas. La inquietud de la protagonista, que escribe su vida en un cuaderno, se encrespa en el lenguaje. Para ella “hay una diferencia enorme entre las palabras y las cosas”; una palabra lo cambia todo al decir que vive “con” la montaña y no “en” ella. En un momento padece la impotencia de la palabra “frío” porque esta no comprende todas las posibilidades de sus efectos. Hay un deseo platónico de acercar las palabras a la esencia de las cosas. Esto genera una forma de furia o de melancolía. A fin de cuentas, esta es una novela en que el pensamiento inalcanzado es un tema tanto o más poderoso que los sucesos de la acción. “Yo quería alcanzar los pensamientos enloquecidos”, escribe la protagonista. Así la escritura, pues cuando “tocan el cuaderno, las palabras se marchitan”. La intensificación de dicho conflicto en el personaje ¿es convergente con el drama de tu propia escritura?
Sí, mi humilde épica personal. Me esfuerzo por que eso que imagino, esa chispa original, no se marchite al tocar la página. Como en la experiencia mística (y acá pienso en Levrero y la imposibilidad de escribir esos “momentos luminosos”), la sensación original que precede a la escritura siempre aterriza en la página mucho más deslucida de lo que esperábamos. Y en el caso de esta novela tenía sentido que la mujer emprendiera esa misma lucha porque ella estaba intentando comunicar un tipo de intimidad con la montaña que no tiene nombre, “inaudita”, en el sentido etimológico de “nunca antes escuchado”. Y más que una intimidad, una hibridez. No sé si la escritura es la única de las artes en la que sólo se puede fracasar mejor. Pero si no fuera por eso, tal vez nadie terminaría una novela y se lanzaría enseguida a escribir otra. La escritura de una novela es exigente en más de un sentido, incluida la espalda. Al menos yo siempre salgo de esa experiencia agotada, aunque con la euforia de haber sobrevivido. Cuando terminé Mugre rosa me pregunté si acaso podría haber escrito algo aún más enrarecido, más arriesgado, más centrado en el lenguaje, más incómodo. Cuando publiques un libro, fijate a quién incomoda. Si no incomoda a nadie, tal vez te vaya muy bien. Pero si incomoda a las personas correctas, hay que tomarlo como un halago.
El monte de las furias. 240 páginas. Random House, 2025.