El caballo del lechero, la novela fragmentada a dos voces de Mariano González, alterna el tiempo vital de un niño con el esfuerzo de un anciano por acomodarse al tránsito abreviado de la memoria. El título alude a una técnica, a un ajuste frente a la pérdida. Como el caballo, la memoria avanza por rutas familiares, incluso si el lechero, como el propio sujeto, se adormece en el trayecto.

El desgaste de la memoria, que insiste en ocupar el centro narrativo, está determinado y complicado por la estructura dual de la voz de la novela. Un juego de contraparte y enlace se revela, en ciertos momentos, como esencia del relato. Pero esa dualidad complementaria también separa los extremos. Mientras las experiencias del niño se multiplican en amistades, vínculos familiares y contextos diversos, la vejez se define como un campo de repliegues y destellos que se deslizan bajo la sombra de un incómodo olvido familiar.

Los narradores se articulan en dos líneas que se desarrollan paralelamente. Esta elección permite considerar otros accidentes impostados por la ficción, ya que la falta directa de una referencia de unión entre los protagonistas funciona como un innegable contexto de sentido. Ocasionalmente, la infancia vuelca un mensaje material, aunque oblicuo, en la vejez. Otras veces se habilita la idea de que se trata de dos experiencias independientes. En todo caso, se mantiene la ambigüedad sobre la identidad única de la voz narrativa. Las experiencias se responden, pero nunca llegan a mezclarse del todo.

Así, si el personaje adulto se refiere a una película sobre el futuro, en el cuadro siguiente, perteneciente al niño, aparecen dibujos animados de viajes en el tiempo. Cuando el personaje viejo es atropellado por un auto, el niño se cae en un campamento. En otra ocasión, mientras los niños coleccionan listas políticas como si fueran parte de un álbum de figuritas, el otro extremo confiesa su desagrado por una idea patológica de las elecciones. Estas conexiones pueden incrementar su distancia o materializar su cercanía. En la casa de los abuelos del niño hay jaulas con pájaros; el anciano, en cambio, hereda de su hermana una caja con un loro de plástico llamado Memoria.

Esa correspondencia nunca es enteramente proporcional ni equilibrada. En el niño, todas las vivencias se transforman en experiencias vitales, en potencias naturales de la comunidad: la catequesis, un Jesús rockero, el fútbol, los autitos, los juegos de guerra, los scouts del barrio, la bolita. Por su parte, la vejez hace explícita la soledad, la vergüenza, los rastros obsesivos, el ensimismamiento de la imaginación y del lenguaje, aunque el afán de descubrimiento siga presente. Llama la atención, en este período, cómo la exploración de la idea de inmortalidad se vuelve, como dice el personaje, “un falso diálogo con el eco de lo que fuimos”. Esta inmortalidad puede barajar eternidades, pero, a la vez, sufrir constantes incomodidades por la inercia solitaria del pensamiento.

El olvido, el descuido y la lateralización de las referencias juegan un papel fundamental, muchas veces golpeando la composición de las voces narrativas, así como la apuesta cultural y material de los personajes. En El caballo del lechero, este efecto está íntimamente ligado a la memoria, a su desarrollo y precariedad. El contraste con la virulenta referencialidad de la anterior obra narrativa de González, Las memorias de Ramón Quiebrayugos (2019), es notorio.

En la vejez, las explicaciones son mecánicas; las conclusiones, lógicas, se resuelven casi por proximidad; el desgaste físico resuena en la pobreza de los sueños. Un diccionario de sinónimos confirma el reducto de las conexiones, y los ejercicios de clasificación de palabras confinan la escritura. Podríamos sumar la descripción simplificada de películas sin título, la idea de que ya no se recuerda, sino que simplemente se piensa; las fotos sin nombres; o la afirmación de que quien ha dejado de imaginar se ha convertido en imaginación pura. Por su parte, el niño aporta a la falta de respuesta una sorpresa constante, marcada por preguntas exploratorias en torno a situaciones y palabras. Choca, contrasta, absorbe, problematiza, imagina en el trayecto.

La defensa de la soledad y la imaginación como obstáculo se presentan, para el anciano, como un rasgo gregario de la especie. Su propia energía crítica se resuelve en un gesto de desprecio, pero también de exploración íntima. Por otro lado, el contraste que encarna el niño va impregnando de juego aquello que parece agotarse. Al leer la novela, uno puede intuir una potencia retrospectiva que avanza sobre la pesadumbre, con una lengua mutua que descarrila el instante.

El caballo del lechero, de Mariano González. 138 páginas. Pez en el Hielo, 2025.