El mundo vive un profundo trastorno. Una era de cambios autoritarios apoyados por mayorías. Donald Trump ganó una elección histórica, pero no fue el giro copernicano que pretende afirmar y menos aún esto implica que el resultado lo autorice a cambiar todo. En democracia la victoria electoral no significa la delegación del poder. Lamentablemente, esta confusión entre legitimidad y legalidad tiende a ser aceptada sin pensamiento crítico. El resultado de esta aceptación de la anormalidad afecta la calidad democrática presente y futura.

El hecho de que un 50,4% de los votantes eligiera a Trump no lo hace menos autoritario o aspirante a fascista, y esta gran victoria no debería asumirse como una delegación de poder, algo de por sí totalmente antidemocrático. Dicho sea de paso, Kamala Harris obtuvo el 48% de los votos.

Este no es el momento para explicaciones unicausales o asignaciones de culpas. Trump ganó por muchas razones, como la propaganda eficaz, la demonización, la misoginia, el racismo, la militarización de la política y la falta de justicia con respecto a su intento de golpe de Estado. La legalidad es central para la democracia y fue abiertamente ignorada. El sistema político de Estados Unidos negó que Trump hubiera promovido un golpe de Estado y decidió que podría volver a candidatearse.

Normalizar la ilegalidad

Además, muchos medios de comunicación terminaron por normalizar la ilegalidad de Trump. Su extremismo pasó a formar parte del panorama mediático y el contexto internacional ciertamente lo ayudó. Sus cómplices globales lo apoyaron, como era de esperar.

Por otro lado, muchos se decidieron por el expresidente por considerar que era mejor para la economía y otros decidieron que no había gran diferencia entre la candidata prodemocracia y el candidato antidemocracia. Como siempre pasa con el populismo, la crítica real al elitismo y la tecnocracia de los gobernantes de turno se fusiona con una respuesta mesiánica, autoritaria y jerárquica. El mensaje antipolítica de Trump fue muy efectivo, pero esto no quiere decir que su solución termine con el elitismo y mejore la situación económica del país. De hecho, sus planes proteccionistas y promesas de deportaciones masivas empeorarán en muchos sentidos la vida de la gente.

Es de esperar que en su próximo gobierno Trump intensifique la distorsión de la legalidad en aras de la legitimidad del líder. Su voluntad de ponerse por encima de la legalidad se convertirá en la regla.

La historia parece repetirse: a lo largo de su campaña electoral de 2016, Trump fue duramente criticado por sus comentarios fascistas y racistas, pero tras las elecciones suavizó su discurso drásticamente. Al comienzo de su presidencia, muchos periódicos dudaron en tildarlo de misógino y racista a pesar de la creciente evidencia, y la palabra “fascismo” a menudo fue eliminada del léxico. Muchos creían entonces que las instituciones, la ley y la tradición de legalidad obligarían al nuevo presidente a comportarse presidencialmente y a respetar los valores constitucionales fundamentales del país. Por supuesto, sucedió todo lo contrario. Trump nunca llegó a ser “presidencial”. Los aspirantes a fascistas nunca lo hacen y su mandato terminó con el fracasado golpe de Estado del 6 de enero de 2021.

A pesar de todo esto, su narrativa volvió a normalizarse y las lecciones de su primer período fueron olvidadas.

Al menos para los expertos en fascismo y populismo, el autoritarismo de Trump nunca ha sido una estrategia política, sino más bien auténtico, según datos de la realidad. Como Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orbán en Hungría y Narendra Modi en India, Trump es un populista extremo, un aspirante a fascista.

Un punto de inflexión

Al negar los resultados de las elecciones de 2020 y fomentar la Gran Mentira sobre el fraude electoral, Trump marcó un punto de inflexión en la política populista, permitiendo e inspirando a otros líderes a negar la legitimidad electoral de sus oponentes. Bolsonaro en Brasil y Benjamin Netanyahu en Israel han utilizado falsedades sobre la legalidad y el engaño electoral para crear una realidad alternativa donde puedan gobernar sin las cargas y limitaciones de los procedimientos democráticos.

Es de esperar que en su próximo gobierno Trump intensifique la distorsión de la legalidad en aras de la legitimidad del líder. Su voluntad de ponerse por encima de la legalidad se convertirá en la regla, y los derechos humanos y políticos quedarán gradualmente a un lado. Los fascistas, y a menudo también los populistas, justifican la ilegalidad más absoluta en términos legales. Esto no implica, por supuesto, la destrucción de la democracia estadounidense, pero no hay duda de que esta sufrirá los embates del líder.

El aspirante a fascismo es una versión incompleta del fascismo, característico de quienes buscan destruir la democracia para obtener beneficios personales a corto plazo. Gane o pierda, Trump sigue siendo una figura autoritaria, un populista extremo, ejemplo ideal de la antidemocracia que amenaza al pluralismo y la tolerancia a nivel global.

Federico Finchelstein es profesor de Historia de la New School for Social Research (Nueva York). Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com.