En una plaza de Alepo que lleva su nombre, Bassel al-Assad, el hermano mayor del actual dictador sirio, quien debería haber reinado en su lugar de no haber muerto en un accidente de tránsito en enero de 1994, estaba representado por una enorme estatua. En ella aparecía vanagloriándose sobre su caballo. Hoy, el jinete está en el suelo. Una cuerda tirada por los rebeldes lo arrancó el sábado 30 de noviembre de su montura, que permanece en su pedestal.
La bandera verde, blanca y negra de la “revolución siria”, con sus tres estrellas, ondea sobre la ciudad. Otra señal de que la segunda ciudad de Siria, con una población de unos dos millones de habitantes y ubicada en el norte del país, está ahora controlada, aparentemente en su totalidad, por insurgentes de la vecina provincia de Idlib.
La ciudad ha caído como un castillo de naipes, incluida la antigua ciudadela mameluca que la domina –que hace una década fue escenario de encarnizados combates entre el régimen y la resistencia siria–. La toma de la ciudad fue tan rápida e inesperada que el sábado pudo verse en la plataforma X a un soldado aturdido al ser detenido en la calle cuando salía de su casa para comprar cigarrillos. Era evidente que ignoraba que la ciudad vieja había sido conquistada durante la noche. El día anterior, los rebeldes sólo controlaban un tercio de la ciudad.
Los insurgentes impusieron el toque de queda. Según varios testigos presenciales, la Policía llegó del reducto rebelde de Idlib, en el noroeste del país, y se desplegó por todo Alepo para tranquilizar a los residentes asegurándoles que sus vidas y propiedades estarían protegidas. El miércoles, tras una ofensiva relámpago, los rebeldes abatieron al ejército sirio. Los combates fueron escasos, pero la explosión de dos coches suicidas les permitió romper las defensas de las fuerzas gubernamentales. Estas opusieron muy poca resistencia antes de negociar su rendición.
Incluso la importante base aérea de Abu al-Duhur, situada entre Alepo e Idlib, fue tomada rápidamente por los insurgentes, algo que les había costado casi tres años de asedio cuando lo intentaron en 2012 –fue recuperada por el régimen en enero de 2018–. Desde este aeródromo militar partían muchos de los drones que bombardeaban casi a diario el enclave de Idlib. Al parecer, un operador ruso fue hecho prisionero.
La ofensiva fue lanzada para poner fin a estos ataques contra Idlib –que habían vuelto recientemente a intensificarse– apoderándose de las bases aéreas del régimen, de ahí su nombre: “Poner fin a la opresión”. Es posible que los insurgentes no tuvieran como objetivo inicial tomar Alepo y que aprovecharan la falta de espíritu de combate de las fuerzas gubernamentales para avanzar.
“La ofensiva se presentó como una campaña defensiva contra una escalada del régimen”, confirma Dareen Khalifa, investigadora del think tank International Crisis Group, citada por la web libanesa Ici Beyrouth [Aquí Beirut]. Pero, prosigue, los rebeldes también están “observando el cambio regional y estratégico”. La ofensiva coincidió con la entrada en vigor de la tregua entre Hezbolá y el ejército israelí.
Los insurgentes han lanzado ahora una nueva ofensiva hacia la provincia de Hama, donde seis ciudades parecen haber caído ya en sus manos. Ya se encuentran a unos 25 kilómetros de esta gran ciudad, que se ha levantado a menudo contra la familia Assad –en 1982, la represión dejó unos 20.000 muertos–. Para intentar frenar el avance de los rebeldes, la aviación rusa está bombardeando Alepo. Los primeros ataques comenzaron al amanecer del sábado pasado. Por la tarde, una bomba mató a 16 civiles, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH). Es la primera vez desde 2016, cuando el régimen sirio recuperó el control de la ciudad de manos de la oposición, que los aviones rusos reanudan sus ataques contra la ciudad.
“Todo está sucediendo a una velocidad vertiginosa, las líneas de defensa del régimen caen una tras otra”, afirma el politólogo y abogado Firas Kontar, autor de Syrie, la Révolution impossible [Siria, la revolución imposible] (Aldéia, Nantes, 2023). Asistimos al hundimiento del ejército sirio, que ha abandonado cientos de vehículos blindados. Los soldados no quieren morir por un régimen que les paga 20 dólares al mes. En cuanto a los combatientes de Hezbolá, aliados del régimen sirio, muchos han sido retirados de Siria para reforzar las unidades que luchan en Líbano, donde muchos de los más aguerridos han muerto, y los que se han quedado ya no quieren luchar para defender a un régimen que consideran que les ha fallado durante la guerra contra Israel”.
A esto se añade el hecho de que Israel ha contribuido al debilitamiento de Hezbolá en Siria con ataques a sus entregas de material militar procedente de Irán por intermedio de Irak. En esas ocasiones Damasco no reaccionó. “Bashar al-Assad –añade Firas Kontar– tenía tanta confianza en sus aliados que ni siquiera intentó reorganizar o reformar su propio ejército. Se contentó con cantar victoria y pavonearse en las cumbres de la Liga Árabe mientras dejaba que miles de heridos y discapacitados se hundieran en la más abyecta pobreza. Ahora está pagando el precio de todos sus errores”.
Incluso Rusia, que en otoño de 2015 desempeñó un papel decisivo –junto con Irán– en la salvación del régimen de Bashar al-Assad, parece tener ahora dificultades para ayudar, ya que la mayoría de los pilotos que operaron en Siria han regresado a Rusia para luchar en Ucrania.
En el bando rebelde, una coalición muy amplia lucha hoy contra el régimen sirio. El nombre de su líder se mantiene en secreto. Esta coalición está dominada por el grupo yihadista salafista Hayat Tahrir al-Sham (HTS) [Organización para la Liberación del Levante], antes conocido como Jabhat al-Nosra, afiliado durante mucho tiempo a Al Qaeda. Pero el grupo afirma haber roto sus vínculos con esta organización y eliminado a sus dirigentes en la región. Junto a HTS, hay una serie de organizaciones cercanas o controladas por Turquía. “De hecho, todos los combatientes antirrégimen están allí –insiste Firas Kontar–. Todos los que fueron expulsados de las zonas leales y encontraron refugio en el enclave de Idlib. Pero también hay jóvenes que sólo tenían 15 o 16 años cuando tuvieron que refugiarse allí, y que ahora tienen 25”.
Dada su magnitud, no cabe duda de que la ofensiva rebelde llevaba al menos varios meses preparándose. Lo sorprendente es que ni los omnipresentes servicios secretos sirios, ni Moscú ni Teherán estuvieran al corriente. El viernes, Moscú reprendió al régimen sirio pidiéndole que “pusiera las cosas en orden lo antes posible”, y Teherán denunció un complot urdido por Washington. En cuanto a Ankara, que controla indirectamente el enclave de Idlib gracias a las formaciones proturcas, ha dado sin duda su visto bueno a la ofensiva que se está llevando a cabo, en un momento en que acaba de fracasar un intento de acercamiento entre Turquía y Siria –Damasco reclama desde hace meses la retirada de las tropas turcas desplegadas, a lo largo de la frontera, en el norte de Siria–.
Una primera versión, en francés, de este artículo se publicó en Mediapart el 30 de noviembre. Fue publicada en español esta semana por Nueva Sociedad. Traducción: Pablo Stefanoni.