En mayo de 2023, el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva tuvo que enfrentar un conflicto inesperado. Una medida provisional, cocinada en el Congreso, le restaba atribuciones al Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático. Por si fuera poco, el recién creado Ministerio de los Pueblos Indígenas perdía la capacidad de declarar tierras indígenas. La medida provisional 1154/23 contenía una auténtica bomba de relojería para mermar la capacidad política del gobierno. El artífice del jaque al Poder Ejecutivo no era otro que el conservador Arthur Lira, presidente de la Mesa del Congreso, elegido durante el mandato presidencial de Jair Bolsonaro.

A pesar de que Lula da Silva selló un pacto para renovar su cargo en 2023, Lira incrementó la tensión entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo. El presidente de la Cámara de Diputados demandaba cargos políticos para el Centrão (la poderosa bancada de diputados de centro y centroderecha que negocian con todos los gobiernos a cambio de ministerios y recursos), algo común en la política brasileña. Sin embargo, el quid de la cuestión giraba alrededor de otro factor: las enmiendas parlamentarias, presupuesto público que los diputados gestionan directamente y aplican en sus respectivas regiones electorales. Estos instrumentos alcanzaron una cifra récord durante la presidencia de Jair Bolsonaro y por su opacidad son conocidos como “presupuesto secreto”.

La principal dificultad del tercer mandato presidencial de Lula está directamente relacionada con el presupuesto secreto, una clara deformación del equilibrio de poderes. Bolsonaro aprovechó la composición conservadora del Congreso de 2018 para dotarlo de recursos a cambio de su complicidad política. Tras la crisis de mayo de 2023, Lula da Silva distribuyó ministerios y cargos políticos entre los partidos del Centrão, apelando a una moneda de cambio que ya había sido habitual en sus anteriores mandatos –el gobierno de Lula tiene ya 38 ministerios–. A pesar de ello, el “súper Legislativo” continuó en pie de guerra contra el Poder Ejecutivo, pero también contra el Poder Judicial. Tras las jornadas antidemocráticas del 8 de enero de 2023 –en las que grupos de bolsonaristas tomaron violentamente las instituciones en Brasilia, en una remake del asalto al Capitolio en Washington–, el Supremo Tribunal Federal (STF) se alineó con el gobierno de Lula en la defensa de la democracia, algo que no gustó al ala más derechista del Congreso. La aprobación en el Senado del Marco Temporal, que decreta ilegales las tierras indígenas que no estuvieran ocupadas antes de la promulgación de la Constitución de 1988, es el mayor ejemplo de la revuelta del Legislativo. El Senado aprobó el Marco Temporal justo un día después de que el STF declarase su inconstitucionalidad. El mismísimo Lula da Silva tuvo que vetar con posterioridad el texto, que está siendo reescrito en el Congreso y ya es un verdadero dolor de cabeza para el gobierno.

La reapertura del año legislativo el pasado 5 de febrero estuvo marcada también por la sombra del presupuesto secreto. El Congreso aprobó para 2024 una cifra de “enmiendas parlamentarias” similar a la de la era Bolsonaro, pero a finales de enero el presidente vetó parte de ellas. Por ello, en su discurso de reapertura del Congreso, Arthur Lira lo acusó de incumplir sus acuerdos. Su tono era de guerra.

Lula da Silva debe negociar con un Congreso y un Senado no sólo más conservadores que los que tenía en la década de 2000, sino además viciados por las dinámicas autoritarias de la era Bolsonaro y que pretenden excederse de las funciones que les atribuye la Constitución.

Jaque al consenso lulista

El impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff y el irregular proceso judicial que acabó con el ingreso en prisión de Lula no sólo mermaron el capital político de ambos líderes, sino que transformaron radicalmente las alianzas políticas del país. Se ha generado un movimiento tectónico del Centrão hacia la (extrema) derecha. El Partido Progresista (PP), formación política de Arthur Lira, una pieza fundamental de los dos primeros gobiernos de Lula, se convirtió en aliado de Bolsonaro en 2018. Lo mismo ocurrió con la miríada de pequeños partidos del centro, que suelen orbitar alrededor del poder. No es casual que Lula, uno de los más habilidosos negociadores de la política latinoamericana, haya hecho especial hincapié durante su primer año de gobierno en la reconfiguración de una base aliada similar a la que le permitió gobernar entre 2003 y 2011. Seducir de nuevo al Centrão es la espina dorsal de su receta para gobernar Brasil. No obstante, la reconstrucción del consenso lulista está revelándose una tarea más ardua de lo previsto.

Desde el inicio de su gobierno, Lula se esforzó en abrir espacio tanto a los nueve partidos del frente democrático Vamos Juntos Pelo Brasil liderado por el PT, como a aquellas fuerzas que apoyaron su candidatura en el segundo turno, como el MDB. A su vez, forzado por el apretadísimo resultado electoral de 2022 (Lula superó a Bolsonaro por apenas 1,8 puntos), el presidente entregó ministerios a partidos centristas, como el Partido Social Democrático (PSD) e incluso al derechista Unión Brasil, partido del exjuez Sérgio Moro, figura central de su encarcelamiento, algo que disgustó al propio PT.

La crisis de mayo de 2023 y la contienda constante con Lira forzaron nuevas reformas ministeriales. Lula cedió y entregó ministerios a Republicanos (un partido vinculado a la Iglesia Universal del Reino de Dios) y al PP. Uno de los nombramientos más polémicos fue el de Celso Sabino, de Unión Brasil y antiguo aliado de Bolsonaro, como ministro de Turismo. Resultado: la receta “Lula 2023” tuvo un sabor más derechista del esperado. No obstante, tras meses de ajustes ministeriales, el presidente controla el Congreso: los diputados de 24 de los 27 estados de Brasil apoyan habitualmente las medidas de su gobierno.

Tras la tensa reapertura del Congreso, surge una espiral de preguntas. ¿Será suficiente la mayoría tejida por Lula para garantizar la estabilidad del gobierno? ¿Será posible desarrollar políticas públicas progresistas contando con tantas fuerzas conservadoras en el Congreso y en el propio gobierno?

Restauración simbólica

El pragmatismo político ha venido imperando en el Poder Ejecutivo brasileño. La principal prioridad ha sido, hasta ahora, la de cuadrar las cuentas fiscales e hilvanar un discurso económico moderado. Los mercados recibieron bien la aprobación del arcabouço fiscal (techo del gasto público que equilibra ingresos y gastos) y la primera reforma tributaria desde el retorno de la democracia brasileña. Además de unificar impuestos, la reforma incluía nuevos tributos al alcohol y al tabaco y exoneraba ligeramente a los más humildes, algo que dejó satisfechas a todas las partes. Mientras tanto, el presidente restauraba la imagen internacional de Brasil viajando a 24 países del mundo.

Ante la dificultad de aprobar medidas netamente progresistas, el gobierno brasileño se ha esforzado por mostrar una restauración de políticas públicas suprimidas o reducidas por la administración bolsonarista. Revertir el legado de Bolsonaro ha sido una de las prioridades gubernamentales. Primero, le tocó el turno al histórico Bolsa Família, la ayuda directa que sacó de la pobreza a millones de brasileños durante los gobiernos del PT. Después, Lula resucitó el Minha Casa Minha Vida (un programa de vivienda social que fue vaciado de contenido por parte del gobierno de Bolsonaro) y el programa Mais Médicos (que pretende cubrir la escasez de profesionales de la salud en regiones remotas). El renacimiento del Ministerio de Cultura, rebajado a secretaría por Bolsonaro, con su batería de editais (fondos públicos distribuidos mediante concursos) y leyes de incentivo cultural, ha sido especialmente celebrado. Por otro lado, el decreto que acaba con la flexibilización del uso de armas tiene un estratégico valor simbólico y ya exhibe resultados contundentes: el registro de armas para defensa personal de 2023 fue el menor desde 2004. Por su parte, la reactivación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología acabó con la política bolsonarista de debilitar instituciones científicas claves. Lula aprobó, además, la Ley de Igualdad Salarial entre Hombres y Mujeres, propició un nuevo impuesto para millonarios que llevan al país dinero de fondos offshore e implementó un aumento del salario mínimo levemente por encima de la inflación. El legado de los primeros meses del gobierno de Lula se redondea con medidas en favor de la protección ambiental, la educación superior y la investigación científica.

Paradójicamente, el gobierno de Lula da Silva va más lento precisamente en las medidas relacionadas con las minorías. La creación del Ministerio de la Mujer, del Ministerio de los Pueblos Indígenas y del Ministerio de la Igualdad Racial fue celebrada por las fuerzas de izquierda y los movimientos sociales que apoyaron la campaña del PT. Sin embargo, a pesar de su peso simbólico, de la restauración de un clima de respeto por los derechos humanos y de algunos programas lanzados, las políticas públicas identitarias no han tenido el protagonismo esperado. Cuando los intereses de las minorías han chocado contra los aliados conservadores del gobierno, como en la crisis que disminuyó la capacidad política del Ministerio de los Pueblos Indígenas, Lula no los ha defendido con la suficiente firmeza. Por si fuera poco, el intento de aproximación del gobierno a las iglesias evangélicas escoradas a la derecha aleja del horizonte la legislación asociada a temas como el aborto. El propio presidente ha reiterado en diversas ocasiones que, además de ser contrario al aborto, esa cuestión no depende del gobierno, sino del Poder Legislativo. A pesar de ello, el nuevo gobierno ha conseguido evitar que el Estatuto do Nascituro [estatuto del nasciturus], un proyecto de ley que restringía al máximo el derecho al aborto, se aprobara en la Cámara de Diputados.

Pujanza ultra

La encuesta de Datafolha de setiembre de 2023 reveló que la polarización permanece prácticamente intacta en Brasil: 29% de los entrevistados se declara absolutamente petista, mientras que 25% afirma ser totalmente bolsonarista. Los porcentajes de aprobación o rechazo a Lula de todas las encuestadoras confirman la profundidad de la polarización. Según la encuesta de Atlas Intel difundida a inicios de febrero de 2024, mientras que 42% de los brasileños aprueba la gestión del presidente, 39% la desaprueba.

Tras la inhabilitación política de Jair Bolsonaro –la Justicia electoral prohibió al expresidente ser candidato durante ocho años–, el PL apostó todas sus fichas al victimismo. Sin posibilidad de candidatearse nuevamente, Bolsonaro entraría en campaña como mártir, dándose baños de masas en ciudades de todo Brasil. Y sería, en palabras de su propio hijo Flávio Bolsonaro, el “mayor cabo electoral de la historia” (los cabos son personas que apoyan una candidatura).

La primera estación serán las estratégicas elecciones municipales de 2024. Por paradójico que parezca, los múltiples casos de corrupción vinculados a la gestión de Bolsonaro y los procesos judiciales contra su propia familia parecen no mermar el apoyo al expresidente. A pesar de que las investigaciones de la Policía Federal (PF) confirman que Bolsonaro modificó y aprobó el documento que autorizaba a dar un golpe de Estado, el expresidente se limitó a afirmar que sufre una “persecución implacable”, alimentando la estrategia victimista.

El libro recién publicado 8/1: A rebelião dos manés, de Pedro Fiori Arantes, Fernando Frias y Maria Luiza Meneses, centrado en la repercusión de los actos antidemocráticos del 8 de enero de 2023, repasa cómo los sentimientos antisistema asociados a la izquierda han cambiado de lado en Brasil. Para Fiori, Frias y Meneses, la llamada al orden de la izquierda institucional en un momento caótico y confuso sería una de las razones de la resistencia del bolsonarismo. Señalan que “después de un largo período en el poder y en la gestión del capitalismo en Brasil, la izquierda institucional se convirtió en el orden. La izquierda, confinada por la pandemia, estuvo políticamente perdida. La derecha radical se transformó en una fuerza insurgente, antisistema, que impone su visión del mundo reaccionaria, militarista y religiosa”. El frente democrático tejido por Lula para las elecciones de 2022 carece de sex appeal para millones de ciudadanos que dejaron de confiar en las instituciones hace años. La furia, el repertorio de ritos vitalistas (paseos multitudinarios en moto, coche y jet ski, en muchos casos, con la presencia del propio Bolsonaro) y la postura lenguaraz y políticamente incorrecta del bolsonarismo continúan siendo mucho más atractivas para mucha gente.

Octubre de 2024 será, en todo caso, un nuevo test electoral para Lula, que buscará recuperar poder territorial para el PT y para los diferentes actores de la política brasileña.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Nueva Sociedad.