Julian Assange, fundador de Wikileaks, está libre. Ha llegado a un acuerdo con el Departamento de Justicia norteamericano, pero para ello ha tenido que sufrir 12 años de durísimo cautiverio y declararse culpable de espionaje ante Estados Unidos, que lo demandó. Ya nada será lo mismo. A partir de ahora, como explica la periodista de elDiario.es Olga Rodríguez, “Estados Unidos reclasifica como espionaje el periodismo que exponga crímenes de Estado con pruebas facilitadas por fuentes o documentos estatales”.
Cuando comenzó su persecución, Assange, que ahora tiene 52 años, se refugió inicialmente en la Embajada de Ecuador en Londres para evitar su extradición a Estados Unidos. Cuando este país –en un cambio a un gobierno conservador– le retiró su apoyo, fue detenido e ingresado en la prisión de máxima seguridad de Belmarsh en Londres, donde “ha pasado más de cinco años en una celda de 2x3 metros, aislado 23 horas al día”. “Pronto se reunirá con su esposa e hijos”, explica Wikileaks.
Julian Assange fue un profundo revulsivo en los años del inmenso hartazgo que se extendía en primaveras árabes, 15M por doquier, con una fuerte contestación al sistema. Programador y profundamente crítico con la información que ya entonces se suministraba, llegó a decir en una entrevista: “Dado el estado de impotencia del periodismo, me parecería ofensivo que me llamaran periodista”.
El impacto mundial de Wikileaks parte de un video, Collateral Murder. Es una grabación tomada por el propio ejército norteamericano en Bagdad. Varias personas caminan por la calle, entre ellas un reportero de la agencia de noticias Reuters que porta una cámara que los militares confunden con un arma. Inician un tiroteo en el que matan al periodista, a su colaborador y a diez iraquíes, entre ellos, un niño. Como en la peor película bélica, los soldados les gritan: “Bastards”. Cuatro millones de personas lo vieron en Youtube en apenas tres días. Otro video posterior del mismo comando muestra al piloto comentando tras haber matado a una niña: “Es culpa suya por traer a sus hijos a la batalla”. En realidad, habían sido los ejércitos de los gobiernos de invasión los que llevaron la guerra a Irak.
Wikileaks publica 92.000 documentos clasificados. Aporta datos sensibles sobre numerosas acciones derivadas de la política internacional. Por ejemplo, los documentos que prueban la quiebra y el fraude del banco islandés Landsbanki, que van a provocar una enorme reacción en el país del norte europeo, otro de los revulsivos de aquellos años. O el saqueo de los mandatarios de varios países árabes que estallarían también por entonces. Sobre los crímenes de guerra en Afganistán, con atrocidades de tal calibre que no se comprende que no se les diera relevancia informativa de primer orden. La opinión pública está atenta pero no se conmueve. Y, sin embargo, Wikileaks hace temblar al Pentágono, salir a la palestra a Barack Obama y afilar las críticas de los privilegiados del sistema.
Assange decide utilizar cinco grandes medios tradicionales –El País, The Guardian, The New York Times, Le Monde y Der Spiegel– para difundir 250.000 notas de las embajadas estadounidenses. Lo más llamativo del abultado paquete de datos es su visión de conjunto, esa porquería cotidiana en las alturas, a la que asistimos perplejos. Individualmente, se encuentran también revelaciones de diferente interés, algunas de trascendencia. Cada noche, cada mañana aguardábamos con impaciencia las nuevas revelaciones. El periodismo va a remolque de Wikileaks, que es quien hace su trabajo. Pero también necesita para su difusión a los medios tradicionales. Las redes se sitúan entonces como un poderoso amplificador.
Supimos que el gobierno estadounidense mandó espiar al secretario general de la Organización de las Naciones Unidas y a algunos de los miembros de la organización, hasta incluyendo sus ADN en las pesquisas. Confirmamos que Silvio Berlusconi era el correveidile de Vladimir Putin en Europa. O que la administración estadounidense recibe informes serios, como el de un golpe de Estado en Honduras, y nadie dice nada en la administración norteamericana.
Julian Assange llegó a ser señalado como el enemigo público número 1. Los políticos se encrespan. Hillary Clinton declara: “Estas revelaciones son un ataque a la comunidad internacional”; el ministro francés de Exteriores las califica de “un atentado contra la soberanía de los estados”; Tom Flanagan, asesor del primer ministro de Canadá, en una entrevista con la CBC, propone asesinar a Assange “por el bien de la seguridad mundial”. Validan, por tanto, la veracidad de las informaciones hechas públicas, olvidando que soberanía es, también, el derecho de los pueblos a estar informados.
De las reacciones variopintas señalemos la tendencia, que iría a mucho más después, por la que periodistas consolidados crean opinión en numerosos países: Wikileaks “sólo cuenta trivialidades y cotilleos”, “son demasiados impactos, la gente se cansará”, “por encima de la información está la seguridad nacional”. Y el “total, no dicen nada nuevo, ya lo sabíamos”, “¿alguien pensaba que la diplomacia y el mundo funcionan de otra manera?”.
Doce años de prisión demuestran lo que importaba mantener los secretos de tanta trampa. La muerte espantosa de inocentes. No pueden ser, no deben ser un código de seguridad a preservar. ¿Y cómo se llama ese misterioso ente que cuenta a la sociedad lo que los poderosos quieren ocultar? Periodismo. Algo vivo que pugna siempre por salir entre la podredumbre o la mediocridad. El sueño de mejorar el mundo. Un peligro. Una y otra vez demuestra que no se rinde.
Pero ya nada es lo mismo. Assange ha cumplido sobradamente su pena por informar. Sale libre. A curar sus muchas heridas. Las del periodismo y la justicia también precisan ser profundamente saneadas. Y puede que la indiferencia de la sociedad también necesite tratamiento.
Rosa María Artal es periodista y escritora española. Este artículo fue publicado originalmente en elDiario.es.