La Convención Nacional Demócrata confirma muchas características de la campaña estadounidense y abre caminos, discursos, narrativas que depararán unos 70 días de batalla discursiva por imponer el marco en el que se va a generar el contraste entre demócratas y republicanos.

La campaña estadounidense condensa todo lo que esta época, efímera y de hiperestimulación informativa, nos muestra cada vez que un país es llamado a las urnas. La concatenación de hechos que acaparan la atención (y delinean un escenario aparentemente definitivo) que son rápidamente superados por otros que otorgan titulares parece una cadencia infinita. En tan sólo dos meses Estados Unidos vivió un debate entre un -ahora- excandidato y un expresidente, tuvo un intento de magnicidio, la Convención Republicana, la renuncia del presidente Joe Biden a su candidatura, la confirmación de Kamala Harris por parte de los demócratas, la elección de ambos vicepresidentes y finalmente la convención demócrata con la participación de todas las figuras partidarias que buscaban apuntalar la candidatura de Harris a la Presidencia: los Obama, los Clinton, el propio presidente Biden, pero también figuras del deporte y la cultura como Oprah Winfrey o Steve Kerr.

De la enunciación colectiva a la hiperpersonalización de la campaña, de las emociones de enojo y frustración a la presentación de una -nueva- esperanza posible, del Save America al We are not going back, esta elección, más que un ejercicio de contraste ideológico y programático, se presenta como un choque de dos mundos. Dos mundos que paradójicamente conviven con mucho menos conflicto y sobreactuación en la vida diaria de los estadounidenses.

Es que los protagonistas, esta vez sí, representan dos procedencias, historias, recorridos que no podrían ser más distantes. Un hombre blanco y conservador cuyo primer puesto electivo fue la presidencia de Estados Unidos se enfrenta con una mujer negra de ascendencia asiática que ocupó diversos puestos de elección popular hasta llegar a la vicepresidencia. Una mujer que persiguió el delito (y este es el contraste que mejor intentan construir los demócratas) contra el primer expresidente de la historia procesado por delitos durante su administración. Y se enfrentan en un momento en el que el Partido Demócrata parece haber decidido dejar de esconder determinadas posiciones ideológicas que, se supone, podrían alejar a los votantes moderados tan necesarios para ganar esos puñados de votos que definirán la elección en tan sólo cinco o seis estados determinantes. Los derechos reproductivos, el tratamiento a las políticas migratorias o el tratamiento hacia las minorías son algunos de los ejemplos de temáticas que, en la candidatura de Harris, encuentran un espacio naturalmente más directo para confrontar sin tantas especulaciones con las propuestas de Trump, su partido y -ahora también- su vicepresidente.

En la confrontación de modelos el contraste no es una novedad, y tampoco la apelación al riesgo que representa el otro si llega al poder o se mantiene en él. Salvar América o No volver atrás son proposiciones que explicitan el contenido emocionalmente negativo de elegir al otro. El otro es malo por ser otro y nada más. La novedad es cómo la tensión de las campañas puede llevar a un sinceramiento estratégico que ante la disrupción y provocación constante construya, o más bien muestre, una plataforma programática que dé respuesta a esos peligros. Son, además de las personas, las ideas. Claro está que esa decisión estratégica parece tener detrás un entendimiento de que las bases propias requieren de motivación para salir a defender su visión y que la nueva candidata logró un momentum que potencia la alegría colectiva de volver a sentirse con posibilidades.

Esta elección, más que un ejercicio de contraste ideológico y programático, se presenta como un choque de dos mundos. Dos mundos que paradójicamente conviven con mucho menos conflicto y sobreactuación en la vida diaria de los estadounidenses.

Los populismos de ultraderecha se presentan, y han sido alimentados por sus adversarios, como una disrupción, una ruptura de la normalidad que provoca y concentra atención. Pero tanto por su acceso y ejercicio del poder (Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Giorgia Meloni, Javier Milei) como por una pérdida de novedad en sus métodos han tenido que adaptarse programática y estratégicamente a un tablero que ya no les garantiza la centralidad tan necesaria para llegar a los ciudadanos decepcionados con la política en su conjunto. Y sus adversarios parecen haber encontrado una manera de enfrentarlo, denunciando sus peligros, sí, pero logrando también ocupar la centralidad mediática por características propias y no por respuestas a las provocaciones constantes.

Quienes analizamos la política estamos constantemente preguntándonos si el avance de la ultraderecha es definitivo o si es suficiente con las respuestas que el resto del sistema democrático da a esas amenazas. Con la salvedad de que todo es tan efímero como parece, hoy podemos ver un escenario inesperado en el que una candidata que no esconde sus posturas puede convertirse en la primera presidenta de uno de los países más poderosos del mundo, que el presidente de Francia se arriesga en un llamado adelantado a elecciones legislativas logrando frenar el avance o que el presidente español teje, una y otra vez, delicadas alianzas para lograr la tan mentada centralidad mediática y traducirla en resultados electorales.

El riesgo sigue ahí, y en algunos casos puede ser doble, ya que alimentar al adversario, polarizando de manera funcional la victoria coyuntural, puede fortalecer su presencia estructural. Lo que sí parece haber cambiado es la forma en la que se batalla contra la centralidad y la concentración discursiva que atraen estas fuerzas y sobre todo sus candidatos.

Aunque parezca poco, falta mucho, y la elección está lejos de tener un favorito claro, pero el escenario político y de campaña tiene nuevos elementos que no responden, pero dejan abierta la pregunta de si estamos ante un cambio en las convenciones de cómo enfrentar este tipo de candidaturas o es un momento más en su normalización y ascenso no lineal al poder.

Julián Kanarek es consultor en comunicación política, docente y CEO de Ciudadana.