No es original pensar la política como una representación teatral. La metáfora funciona porque todo el mundo la entiende. El espectáculo evoluciona según cambia la humanidad, sus artes y técnicas. Lo novedoso está de acuerdo con esas transformaciones y su mayor o menor adaptación está en función de la velocidad y del alcance de los cambios. Hoy la tramoya de lo virtual diseminada por todo el mundo a enorme rapidez depara una forma de hacer política a la que la gente poco a poco se va habituando. Los mensajes breves, apenas de un par de frases que abordan un asunto medianamente conocido, con un fuerte componente emocional y catapultados de modo instantáneo a millones de personas, es lo que funciona.
Entre los muchos personajes que han dado forma a la actual Kakistocracia (gobierno de los peores) Donald Trump es sin duda el más relevante por su pertenencia al país hegemónico por excelencia. Se trata de una figura que, cuatro años más tarde de haber dejado el poder animando subrepticiamente a una rebelión popular por no reconocer el mandato de las urnas, el 20 de enero volverá a asumir el mando. Su gran argumento para alcanzar el triunfo electoral se articuló en torno a cuatro letras –MAGA– que resumen cuatro palabras –Make America Great Again–. Un sencillo guiño capaz de arrastrar e ilusionar a multitudes alienadas por las distintas crisis económicas y por el devenir sociocultural de los últimos lustros.
Pero no todo es marketing político ni las soflamas son meros estimuladores de las emociones. Detrás del texto siempre hay un relato, un argumento. Quienes pensaron que era simplemente una añagaza no quisieron percibir el significado profundo de la oferta de un proyecto de recuperación de la grandeza imperial. Hoy, de pronto, muchos se dan de bruces con una realidad incómoda y escuchan atónitos las proclamas que leyeron en los libros de historia. ¿No fue el canal de Panamá la prueba más evidente del destino manifiesto? ¿Es que el lema precedente de América para los americanos no era sino el sello de la entrada en la historia con consecuencias dramáticas para el vecindario? ¿No era el gran garrote el mecanismo para imponer la voluntad por encima de los acuerdos, de la negociación?
Por otra parte, políticamente hablando, de acuerdo con la lectura realizada por los trumpistas, la debilidad de presidentes en apariencia frágiles como el demócrata Jimmy Carter debería ser definitivamente enterrada en la Historia por ignominiosa. De lo que se trata ahora es de recuperar la señal inequívoca del liderazgo global. El rescate del control del canal de Panamá es por excelencia el gran símbolo de ello. Como siempre lo fue y nunca debió dejar de serlo, según sus rezos.
Por qué extrañarse entonces de la reciente amenaza vertida por el presidente electo, y más aún si en el mismo contexto se formula la reivindicación de Groenlandia, territorio que, a diferencia del canal, nunca fue estadounidense. Cuando el orden internacional lleva socavándose tanto tiempo y su deterioro se ha agravado en los últimos tiempos, la presente ley de la selva facilita todo tipo de exabruptos, máxime si son proclamados desde el proscenio. El espectáculo mina la confianza y prepara el terreno para lo peor.
Panamá se independizó de Colombia en 1903, tras una más de las numerosas guerras civiles que enfrentaron a liberales y conservadores. No obstante, la intervención de Estados Unidos fue decisiva. Eso se vio reflejado en la firma de un tratado expedito que diera luz verde a la construcción del canal interoceánico dando continuidad a la obra iniciada un par de décadas antes por los franceses, algo que en las condiciones propuestas nunca habría aceptado Colombia. Poco más de 70 años después, el gobierno de Omar Torrijos canalizó el viejo reclamo existente en amplios sectores de la sociedad panameña de la reivindicación de la soberanía del canal y de la franja de seguridad que estaba en manos de Estados Unidos. Torrijos y Jimmy Carter, el 7 de setiembre de 1977, firmaron los tratados que entraron en vigencia un año más tarde, una vez aprobados por un margen muy estrecho por el Congreso estadounidense. La consecuencia fue la salida norteamericana del país, el 31 de diciembre de 1999, con el consiguiente reconocimiento de la soberanía panameña y de su capacidad para la administración del canal.
El canal no fue sólo un oprobio para la sociedad panameña, sino que durante décadas fungió en el imaginario latinoamericano como un símbolo del poder colonial norteamericano. Intelectuales del primer tercio del siglo XX como José Enrique Rodó, Rubén Darío, José Vasconcelos y Víctor Raúl Haya de la Torre dieron buena cuenta de la situación con una abierta denuncia en la que demandaban la retirada norteamericana. Por su parte, el gobierno de Estados Unidos consolidó más sólidamente su presencia al ser el canal y su zona aledaña decisivos durante la Segunda Guerra Mundial. El establecimiento allí del Comando Sur y de la Escuela de las Américas tuvo igualmente efectos dramáticos en la expansión de la doctrina de la seguridad nacional en la región y en la consolidación de los regímenes autoritarios que la socavaron entre 1960 y 1980.
Panamá es uno de los eslabones más débiles en la cadena de la globalización cada vez más cuestionada que ahora el MAGA amenaza directamente para conseguir sus objetivos. El nacionalismo sobre el que este se asienta promueve el viejo y conocido imperialismo en el que el intervencionismo de nuevo cuño se presenta como el corolario inevitable. Hoy la excusa es el maltrato a los intereses estadounidenses por las elevadas tarifas a los barcos de su bandera y el supuesto trato de favor que recibe China, aspectos ambos no contrastados con ningún tipo de evidencia. La fuerza que las redes sociales poseen prepara el terreno para avalar la demanda azuzando el honor patrio. También es una estrategia que sirve para dulcificar el trauma y lograr que las cosas se despojen de todo tipo de dramatismo que la exhibición ya no teatrera sino real pudiera acarrear. Elon Musk, el inseparable y reciente amigo de Donald Trump, facilitará el proceso.
No es tiempo de ser espectadores silentes ni de activismo digital banal. La Historia se escribe cada día y sus eslabones se construyen a veces con pequeños gestos. El silencio suele ser uno de ellos, pero también, en sentido opuesto, la denuncia, el repudio y la manifestación explícita. No sólo la soberanía es inalienable, sino también los mecanismos muy variados que hacen viable día a día la administración del canal por manos expertas y profesionales como se ha venido demostrando a lo largo de exactamente el último cuarto de siglo. Es tiempo de orgullo y de repudio a la injerencia impulsada por megalómanos.
Este artículo fue publicado originalmente por Latinoamérica21.