En la última década, la expansión del crimen organizado se ha consolidado como un desafío fundamental para los estados latinoamericanos y sus democracias. Si en el pasado pensábamos que este problema superaba sólo a estados débiles, con poca capacidad de proyectar su autoridad y presencia en amplias zonas de sus territorios, hoy es claro que también genera graves problemas entre los más fuertes de la región, como Costa Rica, Chile y Uruguay, países que han visto incrementar notoriamente los niveles de violencia criminal en la última década. Lo mismo ocurre con naciones del primer mundo que son emblema de la socialdemocracia, como Suecia, Países Bajos y Bélgica, que enfrentan niveles de violencia “narco” sin precedentes.

Para entender la naturaleza del crimen organizado y su relación con la democracia y el Estado, es necesario problematizar una serie de supuestos que subyacen a nuestra visión convencional sobre el tema. Por un lado, usualmente asociamos crimen organizado a altos niveles de violencia visible (por ejemplo, a homicidios). Pero, en realidad, la violencia es mala para el negocio porque genera visibilidad social y atrae la atención de la opinión pública. El mejor crimen organizado y el más próspero es el que no se ve.

Por otro lado, cuando pensamos en crimen organizado tendemos a asociarlo al narcotráfico, y cuando pensamos en narcotráfico tenemos en mente a los grandes carteles mexicanos o colombianos, que controlan toda la cadena de valor del negocio. Es decir, imaginamos una sola organización, integrada verticalmente, que produce, distribuye, vende localmente, exporta y lava dinero. Sin embargo, la realidad del crimen organizado es sumamente compleja, varía rápidamente y se adapta a las nuevas oportunidades y a las ventajas competitivas que ofrecen distintos países y economías locales. En esa realidad conviven, compiten y cooperan múltiples organizaciones (algunas locales, algunas transnacionales) que explotan una diversidad de mercados ilegales. Es decir, el “narco” es sólo uno de esos negocios.

Las estructuras criminales pueden lograr la integración horizontal (desarrollando varios negocios) y la integración vertical (controlando distintas etapas de un mismo negocio), pero también pueden funcionar de forma más atomizada. Entender mejor los niveles de integración horizontal y vertical de los intercambios que ocurren en un territorio determinado es una de las claves para comprender su “lugar” en el mapa del crimen organizado, así como el tipo de estructura criminal que desafía y coopera con agentes estatales y actores políticos en cada país.

Como dijimos, los mercados ilegales son variados. Incluyen actividades como la trata de migrantes y la trata sexual, la explotación laboral, el sicariato, el microcrédito, la extorsión (desde el impuesto de seguridad y la “vacuna” a comercios locales hasta el secuestro extorsivo), el tráfico de terrenos y lotes para vivienda, la explotación de productos primarios como la madera, la fruta y la minería, y el tráfico de especies protegidas. El tráfico de arena, catalizado por la expansión de la industria de la construcción, constituye otro negocio próspero en la región. El reportaje “La noche de los caballos”, ganador del Premio Gabo en 2024, que relata la operación de un enorme negocio de exportación de equinos robados desde Argentina hacia Europa, nos ha vuelto a mostrar la variedad que alcanza el negocio ilegal.

En América del Sur, la tala, la minería ilegal, el tráfico de hidrocarburos, el mercado de apuestas, la extorsión a negocios y el tráfico y explotación de migrantes se han convertido en negocios prósperos de importantes organizaciones que sólo identificamos como traficantes de droga. Aunque por sus altas rentas y la violencia que suele generar en el ámbito barrial el narcotráfico acapara la atención en el debate sobre seguridad en nuestros países, lo cierto es que la expansión de los “nuevos negocios” nos obliga a pensar en el crimen organizado de otra manera. A continuación, expondré cinco argumentos para perfilar las características que tiene el crimen organizado en nuestro continente hoy.

Primero, como dijimos, en nuestros países asociamos el crimen organizado al narco, y el narco al microtráfico, el cual ubicamos especialmente en las periferias urbanas. A partir de esto se argumenta que la lucha contra la venta de droga (microtráfico) impactará en la vitalidad de las organizaciones criminales. Esta idea es engañosa. Aunque tiende a ser muy visible, pues produce violencia en las periferias urbanas, el microtráfico es hoy la actividad narco que menos renta genera. Esas ganancias se redujeron durante la pandemia, a partir del exceso de stock de droga que se generó en la región con el enlentecimiento del comercio internacional. Esa caída en los réditos generó incentivos para la diversificación de negocios criminales locales como la extorsión a comercios (las llamadas “vacunas”) y personas.

Ese giro ha ocurrido en varios países de la región y ha tendido a que las organizaciones busquen aumentar su control territorial (lo que hace posible la extorsión) e integren horizontalmente sus negocios (es decir, que multipliquen los mercados ilegales que explotan). También ha sucedido que bandas especializadas en alguna actividad transversalmente útil para la operación de mercados ilegales (el sicariato es un ejemplo) pasen a ser subcontratadas por otras bandas para operaciones específicas. Una consecuencia de este proceso es que en el ámbito territorial ha llevado a un aumento de la competencia entre bandas que pujan por el control de estos lugares, lo que conduce a una escalada de violencia y corrupción (porque las bandas buscan mejorar las condiciones en que operan comprando voluntades en la política y en las agencias estatales relevantes). Sin embargo, enfocarse solamente en el microtráfico, y, más ampliamente, en los mercados criminales que operan en las periferias urbanas, reduce la atención pública sobre actividades mucho más lucrativas para las organizaciones criminales, como son la venta de droga en sectores altos, el tráfico internacional y el lavado de dinero. Estos negocios son menos violentos que el microtráfico porque no dependen del control territorial, pero generan más potencial de corrupción e infiltración de la política y el Estado en las zonas en que se realizan (los puertos, las aduanas, las fronteras, el sistema financiero, etcétera).

Así, mientras los operadores del microtráfico en las periferias urbanas tienden a comprar estructuras políticas y agentes estatales en el nivel local, quienes operan otros mercados y actividades tienden a infiltrar la institucionalidad política y estatal a más alto nivel.

Segundo, el debate público de los distintos países suele activar las alarmas cuando la Policía detecta la operación en el territorio de alguno de los grandes carteles de droga. Hoy preocupan especialmente el Tren de Aragua de Venezuela y el Primer Comando de la Capital (PCC) de Brasil, como hace una década generaban miedo los carteles mexicanos o colombianos. Esta idea también resulta engañosa.

Lo cierto es que los grandes operadores del mercado ilegal pueden o no integrarse verticalmente con los pequeños traficantes locales. En los casos emblemáticos de Colombia y México, las grandes organizaciones sí tenían integración vertical de sus negocios, y también lo tienen hoy las grandes bandas carcelarias brasileñas –como el Comando Vermelho o el PCC– que operan en buena parte de la región y son jugadores clave en el tráfico hacia el mercado europeo. Sin embargo, países por los que pasan grandes cargamentos, como Uruguay y Chile, pueden no contar con integración vertical, siendo escasos los vínculos orgánicos entre operadores internacionales y bandas que operan en el territorio.

Tercero, los equilibrios asociados a la interacción entre el crimen organizado y el Estado pueden cambiar con bastante rapidez. Un ejemplo es Ecuador, que pasó de tener una baja tasa de homicidios a convertirse en el país más violento de América Latina, con 45 homicidios cada 100.000 habitantes en 2023. Este cambio se explica por la combinación de dinámicas internas y factores externos que transformaron a Ecuador en el epicentro de las actividades de tráfico y lavado de bandas internacionales con alto poder de fuego (¡y de compra!).

Otro caso de cambio rápido entre un equilibrio poco violento y una espiral de violencia homicida es Rosario, Argentina. Desde hace más de una década, esa ciudad constituye una excepción en un país que cuenta con los índices más bajos de homicidios en la región. Aunque la espiral de violencia ha sido influida por la posición estratégica de Rosario en la hidrovía que enlaza zonas productoras en Bolivia y Paraguay con zonas exportadoras que se han vuelto más relevantes (los puertos de la propia Rosario, Buenos Aires y Montevideo), las causas más importantes tienen más que ver con dinámicas internas del mercado ilegal.

Cuarto, el crimen organizado explota debilidades en cada país, pero también saca ventaja de las fortalezas que ellos poseen respecto al desarrollo de negocios legales. En algunos casos esto pasa por reconvertir (o utilizar) viejas rutas de contrabando o corredores logísticos entre países. A modo de ejemplo, Paraguay tiene una larga tradición de importar vehículos usados desde Japón y Estados Unidos, los que ingresan a Chile por los puertos del norte del país. Esos autos son luego conducidos, por tierra, hacia Paraguay, por pilotos paraguayos. En los últimos años, parte de esos vehículos han alimentado el mercado de autos “chutos” en Bolivia (autos que ingresan ilegalmente a ese país y que circulan sin patente, hasta que son eventualmente legalizados por el Estado boliviano, con el objetivo de cobrarles por el trámite y la oficialización). El mercado de “chutos” también se alimenta de autos de alta gama sustraídos en Argentina, Brasil y Chile, los que en ocasiones son transados en Bolivia a cambio de algunos kilos de cocaína. Sin embargo, las ventajas que cada país ofrece al crimen organizado no sólo se vinculan con “vacíos” estatales, sino también con el tipo de actividad legal que desarrollan. Por ejemplo, los países mineros poseen un amplio stock de químicos con los que los narcos pueden cocinar drogas sintéticas. También resultan interesantes para el crimen organizado los países que destacan por su capacidad logística. En ese sentido, los puertos de Chile y Uruguay, que poseen alto volumen de tráfico y buena reputación en los puertos de llegada, se han convertido en atractivos para el negocio de la exportación de droga hacia destinos del primer mundo. Más aún si estos les dan un trato de fast track (asociado a menos controles) pues exportan grandes cantidades de mercaderías perecibles.

Quinto, más que un problema de seguridad, el crimen organizado debe comenzar a considerarse un problema de desarrollo. Usualmente se argumenta que los países de ingreso medio, como lo son Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, enfrentan una “trampa” que está dada por la explosión de expectativas (y de descontento) ante una trayectoria de crecimiento sostenido que aún no logra satisfacer la demanda ciudadana que ese mismo recorrido estimuló. Las protestas sociales que ocurrieron en Brasil en 2013, así como el estallido chileno de 2019 (también una ola de protestas masivas), suelen ser descritos como episodios que ilustran esa trampa.

Mi impresión es que los países latinoamericanos enfrentan un problema de desarrollo diferente y eventualmente complementario. Por una parte, el crecimiento económico que trajo el boom de los commodities estimuló el desarrollo de múltiples mercados ilegales. Esos mercados terminaron siendo dinamizados por la circunstancia de la pandemia de covid-19 y por el estancamiento económico que trajeron las restricciones de movilidad, así como por el frenazo del boom. Ante una economía menos dinámica, que no logra satisfacer las demandas de amplios sectores de la ciudadanía, los mercados ilegales comenzaron a ofrecer una alternativa de empleo y movilidad social.

Además de generar crecimiento económico y proveer empleo y recursos a quienes no logran obtenerlo en el mercado formal, la expansión de mercados informales e ilegales también incrementó la infiltración de instituciones estatales y de los sistemas políticos de la región. Si los economistas argumentan que el crecimiento económico requiere instituciones de buena calidad, el crecimiento económico en la región (inestable, con altos niveles de desigualdad) ha contribuido más bien a minar la calidad de aquellas instituciones. Como confesó un entrevistado en Uruguay, mientras la ilegalidad genere crecimiento económico y no aumente la violencia, “el político” tiene todos los incentivos para “hacerse el gil y mirar para el costado”. Los límites de este razonamiento están en que la fuerza de los mercados ilegales y la debilidad de nuestros estados, paulatinamente colonizados por la ilegalidad, van dejando sin margen de acción a los sistemas políticos.

Además, es importante subrayar una obviedad que, sin embargo, usualmente pasamos por alto debido a nuestros sesgos normativos. Mientras buena parte de nosotros tendemos a ver una demarcación clara entre lo legal y lo ilegal, entre la política institucional y la violencia, en la realidad, esas esferas poseen interfases porosas. Lo legal y lo ilegal se determinan mutuamente y constituyen, en conjunto, el tipo de orden que observamos en distintos niveles sociales y territoriales.

La Policía como coordinadora de mercados ilegales

América Latina es la región más violenta del mundo. Nuestras ciudades figuran entre aquellas con mayores tasas de homicidios a escala global. En el top de la tabla suelen estar localidades de México, Colombia, Venezuela y de los países del triángulo norte de América Central, pero recientemente la violencia ha aumentado fuertemente en localidades de países como Costa Rica y Ecuador. La violencia también ha aumentado en otros países que solían tener niveles bajos de homicidios, como Chile y Uruguay. Este último es un caso muy preocupante, pues tiene más del doble de homicidios cada 100.000 habitantes que Chile. Entre los países menos violentos de la región encontramos a Argentina, Bolivia y Paraguay. La situación paraguaya, sin embargo, posee varias similitudes estructurales con la configuración observada en México antes del 2000, es decir, poco antes de que estallara la guerra contra el narco y comenzara un proceso en cuyos primeros diez años murieron unas 170.000 personas. Hoy se calcula que México ya ha superado las 250.000 muertes. Mientras tanto, la ciudad de Rosario en Argentina constituye la excepción más flagrante al patrón de baja violencia homicida que tiene ese país. En esa ciudad de la provincia de Santa Fe, la tasa de homicidios sobrepasa los 22 cada 100.000 habitantes y es aproximadamente cinco veces mayor que el promedio argentino. La escalada de violencia coincide con la ruptura del pacto de protección tradicional entre policías, políticos y operadores del crimen organizado que caracteriza el “manejo” de la violencia en el resto del país. Ese pacto se rompió (sin que haya sido posible reinstaurarlo) hacia 2007, luego de la alternancia entre el peronismo (que había estado en el poder provincial desde el retorno a la democracia y durante seis períodos consecutivos) y el Partido Socialista (que terminó gobernando la provincia por tres períodos, hasta que se produjo alternancia primero hacia el peronismo y, más recientemente, hacia la Unión Cívica Radical en 2023). Los trabajos de Hernán Flom, Marcelo Sain, Matías Dewey y Javier Auyero y Katerine Sobering permiten entender cómo funciona la coordinación del crimen organizado en el caso argentino. El siguiente pasaje del libro de Sain, estudioso del fenómeno, así como exfuncionario del gobierno provincial, permite entrever cómo funcionaba el viejo pacto. La cita corresponde al testimonio de un narcotraficante en una audiencia judicial: “[Acá] nadie vende drogas si no es con el permiso de la Policía. La Policía controla el narcotráfico. Dice quién vende y quién no y todo el mundo lo sabe (...) la Brigada de Drogas Peligrosas, no toda, pero la gente más fuerte, es la que maneja la droga. Ellos dicen quién vende y quién no vende, ellos dicen ‘este arregla y este no’, y va preso. La Policía arregla con las personas que le sirven. Al resto de los que venden drogas y no pueden arreglar los utilizan para hacer procedimientos que le son útiles para limpiarse. El razonamiento de ellos es: a algunos los tenemos para meterlos presos y a otros para trabajar. Es sencillo. Si uno no tiene drogas, ellos [la Policía] se la proveen. Y si la tiene, se le paga mensualmente a la Policía para poder trabajar”.

Como puede colegirse del pasaje citado, el pacto de protección tiene a la Policía como actor fundamental, que articula y organiza el mercado criminal de venta de droga. Esta coordinación policial, que, según muestran estudios como el de Dewey, opera en otros mercados criminales (como el robo de vehículos, la venta clandestina de autopartes, la producción, explotación laboral y venta de textiles falsificados, etcétera), hace posible que los mercados ilegales funcionen “ordenadamente”, reduciendo los niveles de violencia abierta.

El trabajo de Matías Dewey también muestra cómo las policías actúan con poderes delegados por parte del poder político, pero asimismo en concertación con otros actores como las compañías textiles legítimas, o las aseguradoras de autos (ambas eventualmente negocian beneficios por debajo de la mesa, o, en el caso de las aseguradoras, umbrales máximos para el robo de autos, de forma tal de hacer rentable y viable su negocio). Las policías también obtienen beneficios monetarios directos de esta coordinación, que proveen la base para el enriquecimiento ilícito de la oficialidad y sus jerarquías.

El nivel de comunicación entre las distintas fuerzas policiales (provincial, de la ciudad y federal) y las bandas de crimen organizado es tal que, para uno de los operativos clave en contra de una de las principales organizaciones delictivas de Rosario, conocida como Los Monos, se tuvo que llevar desde Buenos Aires una Policía especializada en otra área (la gestión de aeropuertos) para evitar que el operativo fuera avisado desde la propia fuerza a los miembros de la banda.

La bukelización de América Latina

En el caso chileno, la configuración del debate público y de la competencia política que está emergiendo es similar a la que ha facilitado la irrupción del “modelo Bukele” en El Salvador y su difusión en la región. Aunque sabemos que el “populismo punitivo” no funciona en términos de proveer soluciones sostenibles de política pública, sí lo hace como lógica de competencia electoral para actores orientados al corto plazo. ¿Con qué argumentos afirmar que la “mano dura” no es solución, ante el “éxito” de Nayib Bukele en cuanto a la reducción de la violencia en El Salvador? Los argumentos son tres. Primero, por varias razones, el experimento Bukele no es replicable en buena parte de la región. Por un lado, El Salvador es un país muy pequeño, en el que además operaban organizaciones criminales con una estructura de liderazgo piramidal con las que Bukele negoció treguas, así como la entrega de miembros de cada organización. Países de dimensiones mayores, con estructuras criminales y aparatos de seguridad más complejos, no tienen condiciones que hagan posible cuadrar una estrategia de este tipo “desde arriba” y en los plazos (muy comprimidos) en que Bukele desarrolló su estrategia de encarcelamiento masivo. La evidencia con que contamos respecto a enfoques de “mano dura” y militarización de la seguridad en contextos de mayor complejidad es apabullante: en Brasil, Colombia y México, la “mano dura” terminó escalando simultáneamente la violencia y la corrupción.

Segundo, el esquema de encarcelamiento masivo de Bukele no tiene una estrategia de salida. Las cárceles en América Latina son criminógenas, en el sentido de que expanden y complejizan el fenómeno criminal, más que atenuarlo y prevenirlo. ¿Por cuánto tiempo son sostenibles, entonces, los logros de Bukele en cuanto a seguridad? ¿Quiénes y en qué condiciones comenzarán eventualmente a salir de las cárceles salvadoreñas? La falta de respuesta a estas interrogantes anticipa el tercer argumento: la estrategia Bukele implica la caída de las libertades civiles y de la vigencia de los derechos humanos que son constitutivos de un régimen democrático. Un porcentaje importante de la ciudadanía salvadoreña se siente, no sin razón, más segura que en el pasado. Sin embargo, ellos y sus hijos corren el riesgo de encontrarse en cualquier momento con la arbitrariedad de las autoridades salvadoreñas y terminar en las mazmorras de Bukele. Y ante esa eventualidad, no tendrán a quién recurrir sin correr el riesgo de empeorar aún más su condición.

Recientemente, ante el alza de precios y enfrentando una caída en su popularidad por la situación económica, Bukele amenazó a los empresarios (que hasta entonces lo apoyaban abiertamente) con perseguirlos judicialmente si no bajaban los precios. Lo hizo afirmando que “todos estaban fichados”, a lo que añadió: “Ustedes saben los delitos que han cometido. No va a ser la multa por el incremento de los alimentos lo que les vamos a poner. No es broma. Como se lo dijimos a las pandillas en 2019, y se dieron cuenta de que no era broma. Entonces, importadores, distribuidores, comercializadores y mayoristas de alimentos: paren de abusar”. Es probable que, al igual que como obró con las pandillas, al tiempo de hacer pública su amenaza, Bukele haya estado negociando la política de ajuste de precios con las empresas por debajo de la mesa.

En suma, que un porcentaje relevante de la población prefiera vivir con incertidumbre respecto de las arbitrariedades del régimen de Bukele antes que preservar sus libertades civiles dice mucho más de los déficits de la democracia salvadoreña que antecedió al mandatario (y, por extensión, de varias de las democracias latinoamericanas contemporáneas) que del éxito de este último en generar una alternativa sostenible y normativamente razonable de política pública.

Evité aquí, de modo consciente, referirme a los vínculos evidentes entre el crimen organizado y las dictaduras hoy vigentes en la región, porque lo que me interesaba era explorar las relaciones entre regímenes democráticos y las dinámicas del crimen organizado. Desde esta perspectiva, el caso Bukele es relevante porque señala una vía electoral y democrática hacia el autoritarismo. Esa vía ilustra cómo un sistema de partidos que se encontraba entre los más estables e institucionalizados de la región (junto con los de Argentina, Chile y Uruguay) terminó siendo barrido en una elección por un outsider que logró explotar la desesperación de la ciudadanía ante el problema de la seguridad.

Este texto forma parte del libro ¿Democracia muerta? Chile, América Latina y un modelo estallado, Ariel, Santiago de Chile, 2024. Una versión más extensa de este fragmento se publicó en Nueva Sociedad.