Con el tradicional retraso de una hora comienza un concurso de pintura al aire libre. Está dirigido a estudiantes de quinto de secundaria y su propósito es concienciar sobre las consecuencias de las actividades ilícitas que amenazan el medioambiente: minería y tala ilegal, especialmente; este año también se mencionan los incendios. Estamos en Iquitos (región de Loreto, en Perú) y el evento reúne, además de a los participantes, a la habitual colección de representantes de organismos y departamentos públicos empeñados en la lucha por la protección ambiental.
El concurso de pintura al aire libre grafica perfectamente la situación del combate contra las amenazas: es en el interior de un hotel y los estudiantes dibujan y colorean sobre las mesas del comedor. También la lucha contra la minería ilegal se desarrolla más en despachos que al aire libre. La suma de logos y siglas es un clásico de la respuesta estatal al incremento de las actividades ilícitas. El ejemplo más significativo tiene nombre de decreto: Decreto Supremo 143-2023 PCM, “un paso inequívoco de la voluntad firme del gobierno peruano para enfrentar de una vez por todas la minería ilegal”. La fórmula vuelve a ser la creación de una comisión multisectorial que reúne a la Fiscalía de la Nación, el Poder Judicial, siete ministerios entre los que se encuentran Defensa, Energía y Minas y Medio Ambiente, la Asamblea Nacional de Gobiernos Regionales, Sunat, Surnarp, y las declaraciones contundentes de la ministra de Medio Ambiente, Albina Ruíz: “Vamos a erradicar la minería ilegal con la Comisión Multisectorial”.
La noticia no parece haber llegado a las cuencas de los ríos amazónicos cuyos fondos se dragan en busca de oro; el río Nanay, por ejemplo, permanece inaccesible a las autoridades, e incluso a la población, según los testimonios de los moradores, desde la Comunidad de Puca Urco, donde comienza la aparición de las primeras dragas. Sucede igual en su afluente, el Pintuyacu, que concentra balsas dedicadas a la extracción de oro en las comunidades de Villa Flor y Atalaya, y más allá, entrando desde este curso de agua al Chambira, el último de los ríos que componen el Área de Conservación Regional Alto Nanay-Pintuyacu-Chambira.
La ley de la draga
No es sencillo determinar el alcance de la amenaza. El río Nanay nace en la propia selva, no inicia su curso en los Andes como el Marañón o el Ucayali. Sus aguas, aguas negras, albergan dos tesoros de difícil compatibilidad: dan de beber a la población de la ciudad de Iquitos, más de 600.000 habitantes, y esconden en su lecho oro de 24 quilates, que en la actualidad se puede vender en Iquitos a 280 soles el gramo (75 dólares aproximadamente), para luego llegar a los 100 o 120 dólares en Lima, cifra que ya se acerca a los datos proporcionados por el Banco Central de la Reserva de Perú según la cotización del oro en Londres (2648,59 dólares a enero de 2025).
Llegar hasta Albarenga, la última de las comunidades del Nanay, puede implicar más de ocho horas con un potente motor de 150 CV y un gasto de 1.000 galones de gasolina. Cuando la Marina o la Policía llegan, las 51 dragas que se han contabilizado satelitalmente, según la ONG Conservación Amazónica – ACCA, ya han tenido tiempo de buscar refugio en alguna de las cochas o tahuampas (lagunas de mayor o menor tamaño) que rodean el río. La tecnología minera permite incluso sumergirlas para su ocultamiento tras retirar motores y alfombras. La información de que una patrulla va a realizar una interdicción llega de inmediato a las dragas a través de los teléfonos satelitales o las conexiones a internet proporcionadas por equipos de Star Link que todas las balsas poseen.
A pesar de la ilegalidad de la actividad de las dragas, la vida en ellas se desarrolla con rutina; entre cinco y siete trabajadores conviven y trabajan en un espacio mínimo, de lunes a sábado con horario de 18.00 a 2.00. El manguerero gana un gramo y medio de oro por día; el buzo, cuatro gramos. En ocasiones puede haber cocinera, que suele ser la pareja de alguno de los mineros, y gana un gramo. Cuando “pinta” oro, se riega el río con una botella de cerveza en la parte en la que aparece y toda la producción de esa noche se gasta en fiesta. Es la ley de la draga. Lo dice un exmanguerero que ha tenido que cambiar de rubro porque la balsa en la que trabajaba voló por los aires con los explosivos de la Marina; los que tenían que pasar el aviso en la ciudad se pasaron de trago y avisaron tarde, sólo les dio tiempo a retirar sus objetos personales.
La draga en la que él operaba tenía un motor petrolero y una manguera de cuatro pulgadas; con ese equipo la producción diaria podía ascender a 35 o 40 gramos. Las dragas que trabajan con motores eléctricos y mangueras de seis pulgadas alcanzan los 60 gramos diarios. Hay información suficiente para hacer una estimativa del músculo económico real de la actividad minera ilegal y saber a qué se enfrenta el Estado y quién tiene más recursos. Perú exportó en 2023 legalmente 10.942 millones de dólares, según el BCRP. A esta cantidad habría que sumar una estimación del 44% que se exporta ilegalmente, 77 toneladas en 2023 (4.833 millones de dólares), según el Instituto Peruano de Economía.
Las consecuencias de no enfrentar la minería ilegal y a los “oreros” que la practican con la contundencia necesaria en el campo, no en despachos y comisiones multisectoriales, empiezan a ser visibles: montañas de arena se acumulan en los cauces de los ríos y las cochas que los rodean. No son como las playas naturales que aparecen en los períodos de vaciante, son túmulos que ya recuerdan el paisaje de la Pampa en Madre de Dios, arañado por la maquinaria pesada que mueve la tierra de las orillas en busca del metal amarillo.
En el Nanay no hay carretera como en Madre de Dios que facilite el acceso de ese tipo de maquinaria, pero se empiezan a ver mejoras técnicas en la construcción y funcionamiento de las dragas. Las mangueras anaranjadas de cuatro pulgadas empiezan a ser sustituidas por otras de color plomo, de fabricación norteamericana, más eficientes. Los pongos, botes sobre los que descansa la plataforma que sirve de base a la draga, van pasando de ser peques de construcción rústica de madera a ser metálicos, los denominados “botes japoneses”; la seguridad e impunidad con la que los patronos sienten que pueden operar les hace ser más confiados para hacer inversiones, lo que significa el incremento del número de dragas y su mejora.
La continua subida del valor del oro, con una demanda estable en los mercados internacionales, hace de la minería aurífera una de las actividades más prometedoras en un país como Perú, que el explorador y escritor italiano Giovanni Raimondi (1824-1890) definió como un mendigo sentado en un banco de oro, una metáfora que se vuelve literal. El propio gobierno peruano y el Congreso de la República dan muestras, a través de sus acciones, de preferir el desarrollo económico que implica la minería por sobre el detalle de si se practica de modo legal, informal o ilegal. Así parece demostrarlo, entre sus últimas acciones, la presentación de un proyecto de reforma de la Ley de Extinción de Dominio, que es una de las herramientas más eficaces contra el lavado de activos de origen ilegal y que ha sido rechazado por la propia Corte Suprema de Justicia de la República, institución que publicó un comunicado en el que puede leerse: “Retrasar o debilitar la extinción de dominio sólo fortalecería las estructuras criminales, poniendo en riesgo la seguridad, el mercado justo, las finanzas limpias y la justicia en nuestro país”. Otro ejemplo de por dónde van los intereses gubernamentales actuales ha sido la apelación presentada por el Ministerio de Energía y Minas y el Instituto Geológico, Minero y Metalúrgico de la sentencia que anulaba la concesión a la empresa Gadafi, en 2024, sobre el río Nanay.
Negocios son negocios
La buena noticia es, paradójicamente, que a los “oreros” del Nanay cada vez les salen menos las cuentas. Por un lado, el precio de los insumos necesarios para la operación no deja de subir, llegando a alcanzar los 5.000 soles el kilo de mercurio –más del doble que hace unos meses–, mientras el combustible va incrementando su precio en cada control de policía o marina que encuentra a su paso. Por otro lado, y según informantes de la zona afectada por la actividad draguera, los financistas empiezan a pensar en desistir de la actividad en el río Nanay porque las autoridades empiezan a multiplicarse. El pago de diez gramos por draga al mes a los distintos puntos de control en el río es vox populi, y al encarecerse la operación hace cada vez menos atractivo invertir en dragas. El beneficio de la inversión merma cuando se cuentan el incremento de los gastos y las coimas necesarias.
La corrupción en torno a la actividad se traduce en que perseguir el delito se dificulta: cuando las embarcaciones con miembros de la Fiscalía, la Marina de Guerra o la Policía Nacional del Perú salen del puerto de Santa Clara o Santo Tomás, el aviso ya ha llegado a las cabeceras de los ríos, y cuando las alcanzan, ocho o diez horas más tarde, las dragas ya están ocultas. Aprobar los operativos en helicóptero sería una de las soluciones posibles, pero son decisiones que dependen de un gobierno más interesado en aumentar las exportaciones que en defender la legalidad y el medioambiente.
Paralelamente a la minería ilegal se habla de la degradación social y de la peligrosidad de la zona, pero determinar la gravedad de ambos aspectos se hace complicado, si no imposible, porque los que podrían hacerlo no pueden entrar a las áreas de operación de las dragas. Afirman que la propia población, junto a los mineros, no lo permite. Se sabe que en diciembre fallecieron dos buzos por desprendimiento de las paredes de arena junto a las que trabajaban dirigiendo la manguera en el fondo del río, pero no hay información oficial; apenas salió una nota en un medio local.
El Nanay provee de agua potable a la población de la capital loretana, pero los líderes ambientalistas, y entre ellos el ya histórico Pepe Manuyama, tienen claro que si esta no toma conciencia y se moviliza en defensa de su río y sus aguas, será difícil solucionar un problema cuyo origen se remonta a los años 80.
Recientemente la dimensión de este problema ha encontrado cifras en declaraciones de Barbara Fraser, coordinadora de la Vicaría del Agua del Vicariato Apostólico de Iquitos: según datos del Instituto Nacional de Estadística e Informática, 93,5% de los loretanos consumen agua que no cumple con estándares de potabilidad en la ciudad de Iquitos, y según la Defensoría del Pueblo, sólo 50% de los moradores cuenta con conexión a la red de agua.
Además, el problema se extiende fuera de fronteras y se vincula a las pugnas armadas entre grupos colombianos y sus relaciones con los brasileños y el narcotráfico, como explica la periodista Juanita Vélez en su artículo “Narcos, mineros ilegales y disidencias: la triple alianza que devasta a la Amazonía” (publicado en El País de España), en el que afirma: “En la frontera entre Perú, Colombia y Brasil, una alianza entre disidencias colombianas, grupos de crimen organizado brasilero y narcos peruanos sobrepasa a las autoridades”.
De momento, la solución en el río Nanay no parece próxima; sería necesaria una contundencia en el accionar desde todos los niveles de gobierno que en este momento no existe ni es esperada. Esas acciones deberían, además, ser dirigidas con el mismo ímpetu tanto hacia la persecución del delito como a la creación de actividades económicas compatibles con la protección del entorno natural, la Amazonía, que el mundo reclama como primera medida para la lucha contra el cambio climático.
Juanjo Fernández es periodista independiente y se ha especializado en extractivismo en la Amazonía peruana tras diez años de residir en Perú. Es autor de los libros Residuos del insomnio. Crónicas desconfinadas (2020) y Parana Tsawa/Alma del río. La vida de las comunidades ribereñas del Marañón (2024).