A las 20.30 del 8 de diciembre de 2024, en la comunidad de Las Malvinas, al sur de Guayaquil, un grupo de 11 adolescentes regresaba a casa después de un partido de fútbol. El grupo fue interceptado por una patrulla de la Fuerza Aérea del Ecuador en dos camionetas oficiales. Según las evidencias de videos proporcionados por el sistema de cámaras de vigilancia municipal, cuatro jóvenes, Josue Didier Arroyo Bustos, de 14 años; Ismael Arroyo Bustos, de 15; Steven Gerald Medina Lajones, de 11, y Nehemias Saul Arboleda Portocarrero, de 15, fueron detenidos por los uniformados, quienes los golpearon fuertemente antes de introducirlos en los vehículos. Empezó para las familias una pesadilla de vaivén entre fiscalías, comisarías y la Unidad de Secuestros. Finalmente, el 24 de diciembre la jueza Tanya Loor Zambrano aceptó la acción constitucional de hábeas corpus presentada por el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) y calificó la desaparición forzada de los cuatro adolescentes en manos de agentes del Estado. El mismo día se encontraron restos de cuerpos seccionados y carbonizados en un manglar de la localidad de Taura, a más de 40 kilómetros del lugar del secuestro. El 31 de diciembre se confirmó la identidad de aquellos cadáveres: eran los cuatro chicos de Malvinas.

Estos cuatro jóvenes, cuya historia conmocionó a Ecuador, no son las únicas víctimas de la violencia institucional. Según los datos que reporta el CDH, en los últimos seis meses se han registrado 16 casos de desaparición por patrullas de las Fuerzas Armadas del Ecuador que involucran en total a 27 personas, nueve de las cuales son niños. Y en 2024, la Fiscalía General de Ecuador, según lo que refiere InSight Crime, reportó 237 casos de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura por parte de funcionarios, lo que representa un notable aumento en comparación con los 70 casos de los dos años anteriores.

En todos los casos se observa un patrón común de intervención militar caracterizado por violaciones de los derechos civiles como ingresos no autorizados a viviendas privadas, operativos indiscriminados de control en vía pública, uso excesivo de la fuerza y obstáculos en el acceso a la justicia, como la demora en la recepción de denuncias, la ineficiencia en las labores de investigación inicial y la tipificación errónea de la investigación por procesar las denuncias por secuestro o investigación involuntaria, a pesar de haber identificado indicios claros de participación de las Fuerzas Armadas.

El CDH, a través de su director, Billy Navarrete, denuncia que el recrudecimiento de la violencia institucional tiene como raíz el Decreto 111 del 9 de enero de 2024, con el cual el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, declaró un estado de excepción por conflicto armado interno, promoviendo un uso de la fuerza letal contra “grupos terroristas”. “Esta movilización militar –dice Navarrete– refuerza un enfoque punitivista y pone en peligro derechos humanos fundamentales. En su lugar se necesitaría una política pública integral para abordar las causas del crimen organizado”.

La situación del narcotráfico en Ecuador se agravó durante la pandemia de 2020, cuando el flujo de droga proveniente de Colombia se redujo para después, al abrirse las fronteras, aumentar considerablemente, generando nuevas rutas hacia Europa además de las tradicionales hacia Estados Unidos. Durante este período, se hizo evidente la presencia de varias bandas que entraron en conflicto por el control del territorio y del comercio.

Navarrete subraya la tremenda encrucijada en la que se encuentra Ecuador, azotado por una ola de violencia debido a la expansión del poder de las bandas ligadas al narcotráfico, y por un Estado que refuerza medidas securitistas y mediáticas para resolver una situación que es mucho más compleja.

“A pesar de la declaración del estado de excepción por conflicto armado interno, la violencia sigue: sólo en enero en Ecuador murieron en hechos violentos 732 personas”, cuenta Navarrete, que destaca cómo la falta de un manejo adecuado de los temas de seguridad y justicia por parte de las instituciones ha llevado a un aumento de abusos y violaciones a los derechos humanos: “Frente a las demandas de seguridad ciudadana, el gobierno ha respondido, de forma recurrente e indiscriminada, con la implementación de planes que básicamente se han centrado en la suspensión temporal de las garantías a los derechos humanos”.

Uno de los lugares en que primariamente se ha visibilizado esa interrupción de derechos son las cárceles, donde se vive un conflicto entre bandas criminales y fuerzas armadas. Navarrete refiere las numerosas denuncias por parte de familiares de reclusos: “Manifiestan tratos inhumanos, torturas, violencias sexuales, restricciones de alimentos y medicinas. Todo esto está justificado por parte de las Fuerzas Armadas con la necesidad de usar la mano dura en contra de la delincuencia. Pero aunque se implementaron estas medidas, las bandas continúan, desde las cárceles, controlando el narcotráfico y extorsionando incluso a los internos. La violencia y la muerte han dejado una marca indeleble en estos lugares, con al menos 80 asesinatos en las cárceles durante el período de militarización”.

Otro target en disputa entre bandas armadas y ejército son los jóvenes: “Hay un tema de racialización y criminalización de los chicos pobres –sigue Navarrete–. La tremenda crisis económica que estamos viviendo es otro elemento que juega un rol importante en ese asunto. La falta de trabajo y de recursos facilita a las bandas el reclutamiento de chicos que en su mayoría provienen de comunidades marginadas y son presa fácil. Oponerse no es sencillo: las familias enfrentan la extorsión y amenazas constantes de las bandas. Hay que añadir que los menores de edad no son punibles y ese es un factor de gran atractivo para las bandas. Los chicos son utilizados como sicarios, y también son atrapados en redes de explotación sexual, de trata de armas, de comercio de drogas. De esta manera todos los adolescentes de barrios empobrecidos se convierten en objetivos para las fuerzas armadas. Es un mecanismo perverso que atrapa a la sociedad y alimenta la inseguridad y la pobreza sobre todo en las zonas más afectadas por el comercio de droga, donde las bandas tienen mano libre”.

Mientras tanto, a un mes de la segunda vuelta electoral del 13 de abril, en la cual el actual presidente, Daniel Noboa, enfrentará a la candidata de Revolución Ciudadana, Luisa González, la ola de violencia no para. En los últimos días los diarios ecuatorianos manejan cifras de 1.700 muertes violentas desde el principio del año. La respuesta del gobierno en funciones es siempre la misma: Noboa anunció una alianza con Erik Prince, fundador de Blackwater, la más grande empresa militar privada en el mundo, conocida por su implicación en la masacre de 17 civiles en Bagdad, por violaciones de leyes de exportación de armas y objeto de controversias por su uso excesivo de la fuerza. La empresa fue renombrada como Academi después de su implicación en la masacre en Bagdad, y posteriormente fue absorbida por Constellis.

Una hoja de vida que no deja lugar a dudas sobre el panorama que se está preparando.