Esta semana Perú se ha levantado con la noticia del asesinato de 13 trabajadores de seguridad en un socavón minero de la provincia de Pataz, en el departamento de La Libertad. El número de víctimas mortales, la crueldad del asesinato, cometido a sangre fría, y la difusión de un video en el que se podía ver el momento de las ejecuciones han indignado a todo un país que lleva más de un año alarmado por el incremento de la criminalidad vinculada al crimen organizado y las extorsiones.
La frialdad de los datos sirve, en este caso, para dar perspectiva al problema: en 2024 se produjeron 2.057 homicidios, 35,9% más que el año anterior, y en lo que va de 2025, hasta la fecha en que se escribe este artículo (primera semana de mayo), se contabilizan 750, 21% más que en el mismo período de 2024. En La Libertad se registraron 250 de los asesinatos de 2024, vinculados a la minería ilegal. Los 13 cuerpos hallados el 4 de mayo con un disparo en la nuca no son más que la punta de un témpano que crece bajo tierra y cuyas consecuencias se expanden sobre ella en forma más parecida ya a la de un conflicto bélico que a la de una crisis de seguridad por incremento de la delincuencia.
Los detalles del suceso han ido apareciendo en redes sociales y medios locales y nacionales. Por ellos sabemos que la desaparición de los trabajadores contratados por la empresa R&R se produjo el 25 de abril. Los 13 trabajadores eran parte de dos patrullas de seguridad que ingresaron para recuperar una zona de mina de la concesión que tiene la minera La Poderosa y que estaba controlada por mineros ilegales.
La aparición de los cadáveres precipitó la de informaciones que hablaban de un primer pedido de rescate de cuatro millones de soles y el desmentido del primer ministro de Perú, Gustavo Adrianzén, que cuestionó la existencia de trabajadores desaparecidos o secuestrados en Pataz (en conferencia de prensa tras el Consejo de Ministros del 30 de abril). En las redes circuló la noticia de que la segunda patrulla había encontrado los cuerpos, pero desde la gerencia de R&R se ordenó no intervenir y esperar para, presumiblemente, evitar responsabilidades.
La Policía señaló enseguida al responsable de los asesinatos, Miguel Antonio Rodríguez Díaz, alias Cuchillo, de 34 años y vinculado a la banda La Gran Alianza. Pronto se supo que el 17 de diciembre de 2023, tras los asesinatos del 2 de diciembre, fue detenido en Ancash con posesión de armas y puesto en libertad por el Ministerio Público por falta de pruebas.
La zona se encuentra en estado de emergencia desde el 12 de febrero de 2024 con una fuerte presencia policial y militar; sin embargo, los episodios violentos no dejan de repetirse. El 29 de marzo de este mismo año cuatro personas fallecieron y nueve resultaron heridas en un ataque perpetrado por mineros ilegales contra mineros artesanales; el día anterior fue destruida una torre de alta tensión con otro fallecido, y con esa suman 17 las torres derribadas en tres años. El 2 de diciembre de 2023 otro ataque dejó el cómputo de nueve personas asesinadas y entre 13 y 20 heridos.
Mientras se acumulan noticias y declaraciones de indignación o de intenciones en torno al suceso –el gobierno de Dina Boluarte declaró el toque de queda y la instalación de un cuartel en la zona–, empiezan a aparecer las preguntas y el cuestionamiento sobre cómo es posible algo así. Para entender el problema de la minería ilegal y la violencia asociada a su práctica hay que hacer un triple análisis: económico, político y social.
Todo por el oro
Con la cotización del oro alcanzando 105.046 dólares por kilogramo en mayo de 2025, la minería ilegal en Perú vive momentos de esplendor (y miseria). La noticia de que el oro bate récords de cotización se ha convertido ya en recurrente en los resúmenes financieros mensuales. En este contexto, en el que Perú ocupa el puesto de décimo país productor a nivel mundial, el detalle de la procedencia del oro, si es legal o ilegal, pasa a un plano casi irrelevante, y el interés por exprimir al máximo este nuevo ciclo alcista es lo que predomina. La seguridad que da el valor del oro en un tiempo caracterizado por las crisis, desde la de la covid a la de la guerra de Ucrania o la reciente de aranceles iniciada por Donald Trump, hace que los compradores presten poca atención a la trazabilidad y a considerar si el mineral viene manchado de sangre, contaminación o marginalidad, lo que da a los estados productores facilidad para mirar, igualmente, hacia otro lado.
Como actividad económica ilegal, el oro ya ha superado al narcotráfico en Perú (primer productor de hoja de coca del mundo, junto con Bolivia), y la gran dificultad para su combate es que mientras en el narcotráfico es legal una pequeña parte de la cadena de producción y comercialización –el cultivo de la planta– y el resto está penalmente castigado, en la producción y venta del oro apenas una parte del proceso –el relacionado con la contaminación o la titularidad de las minas– está penado por ley. El resto, ya sea la posesión, comercialización o exportación de oro, encuentra fácilmente su legalidad.
El accionar del Estado peruano, a través de su gobierno y su Congreso, da pruebas del mencionado deseo de aprovechar el momento de bonanza, que, aunque no es nuevo, se ha visto incrementado en este último período con Dina Boluarte en la presidencia de la República y Eduardo Salhuana en la del Congreso. Boluarte llegó a la presidencia porque era vicepresidenta de Pedro Castillo, quien, en un acto inexplicable, anunció la disolución del Congreso, tras lo que fue detenido por su propia escolta y acusado de intento de golpe de Estado. Las protestas, especialmente en el sur del país, se saldaron con 50 muertos por disparos de la Policía y el Ejército que nunca han llegado a ser investigados o juzgados. Salhuana, abogado, exministro de Justicia con Alejandro Toledo, ha representado a mineros ilegales en la zona de Madre de Dios y ha sido vinculado en investigaciones periodísticas con el clan Baca Casas (entre otros), que opera en esa zona, donde posee 18 derechos mineros y es investigado por lavado de activos y trata de personas. Durante este período, desde diciembre de 2022, se aprobaron leyes y reformas que permiten a los mineros informales la tenencia de explosivos (PL 07278/2023-CR), además de las continuas ampliaciones del Registro Integral de Formalización Minera, que permiten a los mineros ilegales actuar como informales (por la sola inscripción) y evitar las responsabilidades penales de su actividad mientras la solicitud está en trámite.
Desde el punto de vista social, la aparición de riquezas en el subsuelo de cualquier territorio se convierte más en maldición que en oportunidad para los habitantes más cercanos. No importa si es oro, cobre, petróleo o cualquier otro recurso, si se da en la sierra o en la selva: el Estado trocea en lotes y hace las concesiones pertinentes. Es cierto que mecanismos como el canon minero o petrolero deberían contribuir al desarrollo de las zonas afectadas, pero la realidad es que al ser manejados por gobiernos regionales, en un entorno de corrupción galopante, lo que les queda a los “afortunados” vecinos de la riqueza es pobreza, contaminación, marginalidad y conflictos sociales. En este sentido, es significativo analizar las dotaciones presupuestarias, destinadas por el gobierno y aprobadas por el Congreso, en los dos últimos años, comparando lo destinado a combatir la minería ilegal –81 millones de soles en 2024 y 64 millones en 2025, un 8,5% menos– con lo destinado paraa combatir la conflictividad social – 682,96 millones de soles en 2024 y 1.125 millones en 2025, un 64% más–. La minería ilegal no es un problema menor: si sólo hablamos de oro, estamos haciéndolo de 4.800 millones de dólares sólo en exportaciones de mineral procedente de la actividad ilegal en 2023, según un informe del Instituto Peruano de Economía.
El músculo económico del oro ilegal hace que se relacione con bandas criminales con presencia transnacional, en lo que más parece un escenario bélico de enfrentamientos subterráneos, literalmente, por el control de bocaminas y galerías, que la concatenación de sucesos aislados. Además de ser invertido en armas, el dinero de procedencia ilegal también se invierte en política, en candidatos a puestos en todos los niveles administrativos (local, regional y nacional), algo especialmente preocupante al coincidir el ciclo alcista del oro con procesos electorales en todo el país a partir de diciembre de este año.
Una de las voces que con mayor contundencia han venido denunciando la situación es la de Pablo de la Flor (gerente general de Asuntos Corporativos de la Minera Poderosa), en sus múltiples apariciones públicas. Además de denunciar el incremento de ataques y víctimas relacionadas con la minería ilegal –y su vínculo con el crimen organizado–, señala el alto grado de indefensión: “Es inaceptable que, con más de 300 policías delegados en Pataz, sigamos expuestos a este tipo de situaciones”, declaraba antes de los 13 asesinatos en la emisora de noticias RPP. “Hemos tenido más de 600 detenidos dentro de nuestras operaciones, pero, pese a eso, sólo se logró una condena judicial”.
Entre todos los testimonios surgidos tras la aparición de los 13 asesinados, el del alcalde de Pataz, Aldo Carlos Mariño, en todas las redes sociales, se eleva por su contundencia y claridad: “No hemos tenido con qué evacuar a los heridos de bala; ayer desde las seis de la tarde viendo ambulancias malogradas para llevarlos a la ciudad de Trujillo (diez horas). Esto jode, esto tiene que parar. [...] ¿Cómo es posible que no tengamos carreteras? ¿Cómo es posible que no tengamos ni un centímetro de tela asfáltica? Nosotros le aportamos todo al país, le damos todo el oro, sólo queremos que nos devuelvan el desarrollo. No sean miserables”.