Artemis Ghasemzadeh, una joven iraní de 27 años, debió huir de su país tras convertirse al cristianismo. En Irán la conversión del islam a otra religión puede ser castigada con la pena de muerte. Al igual que los puritanos del Mayflower que buscaban escapar de la persecución religiosa en Europa, Artemis huyó rumbo a Estados Unidos buscando asilo. Su ilusión se derrumbó cuando, a minutos de pisar suelo estadounidense, la detuvieron y la dejaron varios días incomunicada para luego subirla esposada a un avión militar con destino desconocido. A las cinco horas aterrizó en Panamá. Era el día de su cumpleaños.

Esta no es una historia aislada. Artemis es una de los cientos de personas víctimas de deportaciones masivas de la administración de Donald Trump hacia terceros países. A mediados de febrero, el gobierno estadounidense expulsó a 299 nacionales de países asiáticos, Medio Oriente y África a Panamá, país que se encuentra ante una gran presión estadounidense por el control del Canal de Panamá. Al llegar a Ciudad de Panamá, fueron detenidas en un hotel sin orden judicial. Allí permanecieron incomunicadas y sin acceso a asistencia legal durante una semana. Dos intentaron suicidarse, una se quebró la pierna cuando intentaba escapar. Dadas las condiciones, la mayoría aceptó ser repatriada a sus países, aunque en algunos casos hay serios cuestionamientos sobre el carácter voluntario de dichos regresos.

Artemis y más de un centenar de personas que no aceptaron ser repatriadas fueron trasladadas a un centro de detención de migrantes ubicado al borde del Darién, una selva pantanosa cerca de la frontera con Colombia. Allí permanecieron detenidas en condiciones inhóspitas. Según testimonios, el calor y la humedad eran asfixiantes, no se podían abrir las ventanas, las picaduras de mosquitos provocaban alergias y erupciones cutáneas, la comida era escasa y de muy mala calidad, y el agua olía a desinfectante. Las condiciones eran especialmente duras para niños y niñas.

Gracias a la presión internacional y a una denuncia presentada por una coalición de organizaciones ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, estos migrantes en busca de protección fueron finalmente liberados. Luego de permanecer casi un mes detenidos ilegalmente en la selva, las autoridades los abandonaron a su suerte en una estación de ómnibus en Ciudad de Panamá. Gracias a la solidaridad de personas desconocidas, tuvieron techo y comida los primeros días. Organizaciones de la iglesia y de la sociedad civil luego habilitaron albergues para alojarlas.

Las autoridades panameñas les han dado un máximo de tres meses para dejar el país, pasados los cuales corren el riesgo de ser deportadas a sus países de origen. Para un grupo de ellas, esto significaría enfrentarse a una posible detención arbitraria, tortura e incluso la muerte. Las organizaciones no gubernamentales Human Rights Watch y Physicians for Human Rights viajaron a Panamá para documentar la situación de estas personas.

A mediados de febrero, el gobierno estadounidense expulsó a 299 nacionales de países asiáticos, Medio Oriente y África a Panamá, país que se encuentra ante una gran presión estadounidense por el control del Canal de Panamá.

El horror que han vivido en estos meses se suma al horror del que intentaban escapar. Stephanie (los nombres utilizados son seudónimos), una mujer camerunesa, fue violada en su casa por un grupo de policías que atacó su pueblo. Los policías asesinaron a su padre y detuvieron a su hermano. El motivo: pertenecer a una minoría anglófona. Unos meses más tarde su pueblo fue nuevamente atacado, su casa incendiada, su tía recibió un tiro en la espalda y ella perdió un embarazo de 29 semanas. Stephanie lleva consigo copia de la orden de detención y pruebas en su celular de las atrocidades vividas. Senayit, una mujer etíope, fue violada por tres milicianos, detenida tres semanas y luego arrojada en la calle. Su esposo, padre y hermano fueron desaparecidos por la misma milicia.

Una joven afgana que trabajaba para una organización de derechos humanos debió esconderse luego del retorno al poder de los talibanes. Un grupo de hombres la encontró y la violó. Le advirtieron que volverían por ella para matarla. Ling, una mujer china, y su familia fueron arrestadas y golpeadas por la Policía por profesar el cristianismo. Boris, un disidente político ruso, está siendo perseguido por las autoridades por sus opiniones críticas publicadas en redes sociales tras la invasión de Ucrania. Asha, una joven etíope víctima de matrimonio infantil forzado y de violencia doméstica, corre riesgo de ser asesinada por su marido si regresa a Etiopía.

Estos son sólo algunos ejemplos de las historias de persecución de las personas entrevistadas, quienes se encuentran en un limbo. Según Álvaro Botero, abogado parte del colectivo que ha denunciado esta situación a nivel internacional, “la nueva política migratoria de Estados Unidos no sólo está reconfigurando el panorama regional en materia de migración y asilo, sino que también está poniendo a prueba los límites del marco jurídico internacional y de las respuestas que nuestros estados y sociedades pueden dar a estos nuevos desplazados”. La única alternativa para estas personas es que algún país las reciba y con ello dé un ejemplo de autoridad moral en un contexto regional de erosión democrática y creciente autoritarismo.

Analía Banfi Vique es abogada experta en derecho internacional de los derechos humanos, y profesora de derecho de la Universidad de Georgetown, Estados Unidos.