Cada año que llega este día encontramos menos motivos para celebrar. El Día Mundial del Refugiado se ha convertido en un eufemismo: no porque haya menos personas forzadas a huir, sino porque cada vez hay menos personas reconocidas como refugiadas.

Mientras que los factores que impulsan el desplazamiento forzado aumentan –conflictos, violencia generalizada, inestabilidad social y económica y los impactos del cambio climático– los instrumentos jurídicos creados para proteger a estas personas están siendo cuestionados, debilitados o, simplemente, ignorados. A finales de 2024, el número de personas desplazadas por la fuerza alcanzó los 123,2 millones, un aumento del 6% respecto a 2023. Sin embargo, sólo 42,7 millones fueron reconocidas como refugiadas. En América Latina y el Caribe se ha observado en el último año un incremento en las solicitudes de asilo de países como Colombia y Venezuela, pero también de Haití, México y Honduras y un aumento de las personas desplazadas internamente en Ecuador y Haití.

Peor aún, erosionar estos marcos normativos parece dar rédito electoral. La idea de un Estado-nación fuerte reaparece con fuerza como respuesta desesperada –y profundamente ineficaz– ante fenómenos que son transnacionales por naturaleza. Quienes trabajamos en el ámbito del desplazamiento y refugio sabemos que las soluciones no son unilaterales. Exigen acuerdos multilaterales como el Pacto Mundial sobre los Refugiados, el Proceso de Quito y el Marco Integral Regional para la Protección y Soluciones Duraderas.

Afortunadamente, en América Latina y el Caribe contamos con un instrumento pionero: la Declaración de Cartagena, que hace 40 años amplió la definición del concepto de “refugiado” para incluir a personas afectadas por la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos, la violación masiva de los derechos humanos y otras circunstancias que perturban gravemente el orden público. Esto permitió a los estados proteger a un número más grande de personas desplazadas en la región. Aunque no es legalmente vinculante, está en vigor en 14 países. En diciembre del año pasado, Chile adoptó el Plan de Acción 2024-2034, incorporando temas clave como el desplazamiento por desastres y los impactos del cambio climático. Próximamente se pondrá en marcha un mecanismo de seguimiento gracias al trabajo conjunto de la sociedad civil.

El universalismo que sustentó el derecho internacional de los derechos humanos, el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los refugiados está tambaleándose.

Este 20 de junio, el lema del Día Mundial del Refugiado es “solidaridad con las personas refugiadas”. Pero seamos claros: la solidaridad no basta. El sistema humanitario atraviesa una crisis sin precedentes, con recortes de personal y recursos que ponen en riesgo la respuesta a necesidades urgentes, y con efectos devastadores en la atención de las necesidades más urgentes. La solidaridad con las personas refugiadas es necesaria, pero no suficiente. El universalismo que sustentó el derecho internacional de los derechos humanos, el derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los refugiados está tambaleándose.

Los cambios recientes en la política migratoria de Estados Unidos –la suspensión de CBP One, el aumento de las deportaciones y restricciones al asilo– han llevado a muchas personas a emprender la ruta Norte-Sur dentro del continente. Las dinámicas migratorias y los perfiles de quienes se desplazan han cambiado, pero hay una constante cruel: la ausencia de mecanismos efectivos de protección.

La protección de las personas refugiadas no puede limitarse a respuestas reactivas. Debe ser entendida como un proceso transversal: empieza en las fronteras, se sostiene en las comunidades y se garantiza con voluntad colectiva y responsabilidad compartida. Nadie elige convertirse en una persona refugiada, pero sí está en nuestras manos que la solidaridad sea el punto de partida, no el premio de consuelo. Si queremos proteger los derechos de las personas desplazadas hoy debemos comprometernos política, jurídica y financieramente a garantizar su dignidad y su futuro.

Gerardo Carballo Barral es trabajador social, máster en Cooperación Internacional para el Desarrollo. Especialista en desplazamiento y refugio, con más de una década de experiencia profesional en diferentes ONG, agencias del Sistema de Naciones Unidas y redes de la sociedad civil en América Latina y el Caribe. Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com.