Hace bastante tiempo que se ha puesto en cuestión el sentido que tiene la educación para las y los uruguayos. No solamente por los estudiantes que no culminan los ciclos educativos, sino también por los docentes que no siempre logran conectarse con sus alumnos como esperaban o por las familias que quieren tener una mayor participación en la educación de sus hijos.
La experiencia escolar en muchos centros educativos parece estar pautada por la fugacidad y el desencuentro, en particular en la enseñanza media. Muchas personas corriendo de un lado a otro, de una clase a otra, entre cantidad de tareas y actividades, que vuelve difícil conocerse, conectar y construir comunidades que, por definición, surgen de vínculos interpersonales que se afianzan en el tiempo compartido.
Esta realidad es cada vez más frecuente no sólo en la educación. Según el sociólogo Hartmut Rosa, la experiencia cotidiana es la de la aceleración: realizamos las tareas cada vez más rápido, pero igual sentimos que tenemos menos tiempo disponible. Esto nos hace sentir mal, solos y desconectados de los demás y nos lleva a perder el sentido de lo que hacemos. Rosa también postula que el “remedio” a la aceleración es la resonancia como experiencia de conexión con los demás, con uno mismo y con el hacer.
Esto es particularmente importante en la educación por las profundas fibras que moviliza, mucho más que lo prescriptible en un currículum o un plan de centro. ¿Será posible, entonces, que la institución educativa actual sea resonante? ¿Qué desafíos enfrenta? Veamos algunos datos y perspectivas.
En relación con la experiencia docente, la idea del malestar, tan escuchada, mantiene su vigencia, dada la intensidad del trabajo, la multiplicación de tareas y las formas de organización laboral.
Según reporta el último censo docente (realizado en 2018, es decir, antes de la pandemia, la transformación curricular y otros eventos importantes), los docentes expresan amplia satisfacción con su tarea (según expresan el 91,2% de los docentes de la Administración Nacional de la Educación Pública [ANEP] y el 94,9% de los de centros privados), menor satisfacción con las horas trabajadas (58,3% y 59,2%, respectivamente) y menor aún en relación con el reconocimiento que reciben por su trabajo (31,4% y 38,3%, respectivamente).
En este contexto, una cuestión que reiteradamente ha llamado la atención es la rotación docente, es decir, el trabajo en varios centros y por poco tiempo. Según el citado censo, dos terceras partes de los docentes de la ANEP trabajan en dos o más centros, de modo que, en ellos, casi la mitad del plantel se renueva cada tres años. La forma del contrato docente (especialmente en la enseñanza media, por horas de asignatura) determina la necesidad de sumar centros para mejorar la carga de trabajo.
La disposición de los tiempos escolares parece encontrarse todavía altamente fragmentada, tensa y fuertemente estructurada según los espacios curriculares.
Dentro de cada centro, además, la dinámica también es agitada: con la excepción de la enseñanza primaria, más de la mitad de los docentes tienen anualmente seis o más grupos y 100 o más estudiantes (Instituto Nacional de Evaluación Educativa [Ineed], Estudio de salud ocupacional docente, 2020). Así las cosas, ¿cómo participar, en detalle, de tantas realidades, experiencias, historias de vida, cambiando entre lugares, territorios y comunidades? Todo eso sin mencionar el conjunto de actividades no reconocidas dentro de la actividad docente (planificar, corregir, coordinar, entre tantas otras). No sorprende, por tanto, la problemática de la “sobrecarga de trabajo” que expresan en particular los docentes de enseñanza media.
La experiencia estudiantil también es conocida. Para 2023 casi la mitad de los jóvenes de 21 y 22 no había culminado la enseñanza media superior (Ministerio de Educación y Cultura, Logro y nivel educativo alcanzado por la población, 2023). Y entre los desvinculados, casi la mitad expresa “no tener interés, o tener interés en otras cosas”, siendo el principal motivo para discontinuar los estudios. Estos son sólo dos datos que esconden una realidad más amplia: que las y los jóvenes uruguayos no siempre encuentran sentido a su experiencia escolar, en muchos casos no le encuentran utilidad, sienten que el formato escolar está alejado de sus tiempos vitales o es incompatible con su necesidad de trabajar o de cuidar a otros.
Esto es parte, además, de nuevas dificultades que expresan las adolescencias en la pospandemia. Tal como reporta el Ineed en los informes Aristas de este año, entre la pre y la pospandemia se observa el deterioro de múltiples habilidades socioemocionales de los estudiantes, tanto en la escuela como en la enseñanza media. Eso se reporta, particularmente, en las habilidades intrapersonales (el autocontrol, la regulación emocional), pero también en el relacionamiento interpersonal (el relacionamiento, la empatía).
Parece importante que el centro educativo sea un lugar donde estas realidades puedan ser expresadas, así como las múltiples demandas de las adolescencias al mundo adulto, que incluye el ser incorporados en las decisiones educativas y apoyados en sus problemas cotidianos, en sus dudas e intereses. Y esto es particularmente importante si consideramos que la educación es la principal política educativa en infancia, adolescencia y juventud, y que son estos momentos de especial vulnerabilidad, en los que se experimentan situaciones de alto impacto en el resto de la vida. Sin embargo, ¿qué participación tienen las infancias y adolescencias en su realidad educativa? ¿En qué espacios pueden interpelar a la institución en función de sus necesidades e intereses? ¿Los formatos escolares actuales permiten esto?
Finalmente, en relación con las familias, una primera constatación es la escasez de estudios sistemáticos y de larga duración sobre su rol como parte de la comunidad educativa. Eso ya da cuenta de las dinámicas políticas que persisten. El acumulado del que disponemos hace pensar que su incorporación en la cotidianidad escolar es poca y dispar. Sin embargo, en los últimos años las familias han ganado espacios colectivos y tomado posturas importantes en relación con las políticas educativas, a debates como los de convivencia, educación sexual o inclusión, entre otras. A pesar de esto, lejos parece estar un modelo en el que las familias tengan espacios de trabajo cotidiano en los centros educativos, desde la elaboración de proyectos de centro hasta su desarrollo.
Si, en términos generales, hay acuerdo sobre el beneficio del encuentro y la participación de los actores, la pregunta que emerge es en qué tiempos es posible hacerlo. El tiempo es determinante para que las ideas (o las políticas) se vuelvan realidades. Y, volviendo al concepto principal de esta nota, el tiempo compartido es determinante para resonar con otros, de modo que los intereses, miedos y deseos individuales puedan encontrar un eco colectivo y un lugar en la institución.
Sin embargo, la disposición de los tiempos escolares parece aún encontrarse altamente fragmentado, tenso y fuertemente estructurado según los espacios curriculares. En este contexto se vuelven centrales políticas de permanencia en el centro, tanto docentes como estudiantiles, así como prácticas democratizantes que permitan que todos los actores puedan construir, en la práctica, la tan mentada comunidad educativa.
Leonel Rivero es sociólogo, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.