Las desigualdades estructuran nuestras vidas y nuestros pensamientos en todas las etapas de la vida, según el lugar geográfico donde nacemos y la familia que nos acoge. Las jerarquías sociales se te cuelan en la piel antes de que conozcas los conceptos y definiciones y puedas identificar las doctrinas que las sustentan. Asumimos las jerarquías del patriarcado, la racialización, la heteronormatividad y el antropocentrismo como un orden social naturalizado.

Estos sistemas operan y se retroalimentan generando exclusiones y padecimientos para millones de personas, sea por el racismo, el sexismo o la heteronormatividad.

El pensador peruano Aníbal Quijano afirma que el orden racial es el primer orden clasificatorio de la modernidad que establece lo humano (los europeos) y lo no humano conformado por la naturaleza y las poblaciones conquistadas no blancas. De esta manera lo humano (conquistador) se separa de la naturaleza para posibilitar su dominio y explotación. Esas lógicas de no existencia se retroalimentan de tal forma que terminamos por aceptar que existe una única forma de conocimiento y de saber, un único tiempo lineal, una única historia, un único destino, y donde las diferencias y desigualdades se naturalizan y las clasificaciones sociales se vuelven esenciales a la naturaleza de los seres humanos. Las clasificaciones sexual y racial son manifestaciones elocuentes de esta lógica. Inferiorizar a las mujeres, a las poblaciones afrodescendientes y a los pueblos originarios forma parte de las estrategias de dominación y expansión capitalistas. La invisibilidad, la negación y el olvido de las experiencias sociales de sujetos que se catalogan sin historia ha sido una operación simbólica que produjo fracturas perdurables en las sociedades latinoamericanas.

Las tareas de sostener la vida

La división sexual del trabajo estructura las relaciones de género y establece una división naturalizada de las áreas reproductivas asignadas a las mujeres, y las productivas a los hombres. Se consolida así una clara separación de la esfera pública como un espacio de dominio masculino y la esfera privada como dominio de las mujeres. En ese espacio privado es donde se produce la reproducción que, junto con la naturaleza barata disponible, sostienen las tramas de la vida. Ese orden social “naturalizado” prescribe normas y conductas a seguir y atribuye a las mujeres la responsabilidad sobre la reproducción y el cuidado de la vida, que, a pesar de su historicidad y dinamismo, continúa marcando una matriz de desigualdad estructural entre hombres y mujeres.

Cuestionar la división sexual del trabajo supone cuestionar la falsa armonía, la complementariedad en la distribución del trabajo entre hombres y mujeres, y develar las relaciones de poder implícitas en esa distribución, pero también supone resaltar que sin las tareas de cuidados no hay posibilidades de producción de mercancías.

La economista Cristina Carrasco se pregunta: “¿Cómo es que las necesidades humanas más elementales han sido relegadas a un espacio invisible para la consideración de los problemas “macro”? ¿Cómo es que los sistemas económicos se nos han presentado tradicionalmente como autónomos, ocultando así la actividad doméstica, base esencial de la producción de la vida y de las fuerzas de trabajo?

Con esta operación de ocultamiento se genera el mito de un individuo autónomo e independiente, que supone para su realización la existencia de una infraestructura de cuidado que todas las personas necesitamos, pero que mayoritariamente realizan las mujeres, desconociendo también la ecodependencia de las bases materiales que sostienen la vida. Como dice Yayo Herrero, el sujeto patriarcal construye una triple emancipación: la de la tierra y sus límites, la de su propio cuerpo y sus necesidades, y la del resto de los seres humanos.

El patriarcado es fundante de las desigualdades y constituye, como afirma Rita Segato, una pedagogía de la desigualdad y de la crueldad.

Cuando el lugar “productivo” asignado a los hombres en el mercado de trabajo es amenazado por la exclusión, la precariedad o la inseguridad, el miedo y la impotencia erosionan profundamente la subjetividad colectiva, en particular la masculina, que se reconfigura con la violencia. Por ello se puede afirmar que el patriarcado es fundante de las desigualdades y constituye, como afirma Rita Segato, una pedagogía de la desigualdad y de la crueldad que nos habitúa a la disección de lo vital para acostumbrarnos al espectáculo de la crueldad y la naturalización de la expropiación de la vida. Los movimientos feministas con su lema de lo personal es político han ido desmantelando las bases del sujeto patriarcal, colocando en el debate público la violencia de género, el abuso sexual sobre los cuerpos feminizados, y otras formas de violencia material y simbólica que estructuran desigualdades.

En los últimos años, la emergencia de potentes movimientos feministas han contribuido a erosionar al sujeto patriarcal y son protagonistas del giro conceptual sobre cómo se sostiene la vida. Los cuidados como derecho y política pública han sido recientemente reconocidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en su Opinión consultiva N° 31 afirma: “Al referirse a las obligaciones de los Estados en materia del derecho al cuidado a la luz del derecho a la igualdad y no discriminación, la Corte constató que, debido a estereotipos negativos de género y patrones socioculturales de conducta, las labores de cuidado no remuneradas recaen principalmente sobre las mujeres, quienes desempeñan estos trabajos en una proporción tres veces superior a los hombres. Esta distribución inequitativa es un obstáculo para el real ejercicio de los derechos al trabajo, a la seguridad social y a la educación de mujeres, niñas y adolescentes en condiciones de igualdad”.

La lucha por colocar los cuidados como paradigma es un eje para la transformación de las relaciones sociales. No se trata exclusivamente de otorgar algunas prestaciones para aliviar la vida cotidiana de las mujeres que dedican muchas horas de su día a los cuidados, se trata de poner en evidencia la utilización del trabajo gratuito de las mujeres para la reproducción social, y de revalorizar los cuidados como paradigma ético y ecológico.

El silenciamiento acerca de las tareas necesarias para sostener la vida aparece con claridad cuando se refieren a la pobreza infantil: es como si pudiera existir una pobreza de las infancias aislada de las situaciones de pobreza de las mujeres, que son en general quienes se ocupan de esas infancias. La parcialidad con la que se abordan los problemas no permite avanzar en soluciones integrales. La violencia, el abuso, la ausencia de una educación sexual y la reproducción de la posesión masculina del cuerpo de las mujeres y, por tanto, de la reproducción patriarcal de las relaciones sociales no son un debate aparte, no son otras políticas.

Los feminismos, aun en toda su pluralidad de perspectivas, han desarrollado una crítica radical a las múltiples formas de la discriminación de las mujeres, sea por razón de clase, orientación sexual, etnia y raza, cuestionando un universalismo que elimina las diferencias y desigualdades también entre las mujeres para aportar otra forma de conocimiento que recupera otras voces y otras experiencias.

Lilián Celiberti es feminista, integrante de Cotidiano Mujer.