Los procesos de inquilinización experimentados en las últimas décadas y la crisis habitacional que se vive en múltiples metrópolis y localidades del mundo vienen a poner de manifiesto “anomalías” sistémicas de larga data, así como también las graves consecuencias de haber confiado ciegamente a un ente difuso y siempre inimputable llamado “mercado”, la garantía o la provisión de lo que constituye un derecho humano.
En primer lugar, debemos centrar la atención en lo que se ha denominado el proceso de inquilinización de las ciudades, es decir, el incremento de hogares inquilinos comparado con la disminución de familias propietarias que reúnen más suelo urbano en menos manos.
En Argentina, hace cuarenta años, con la hegemonía de las ideas liberales, la solución de la cuestión habitacional fue librada al mercado a través de la construcción privada y el otorgamiento del crédito. Este sistema nunca logró masividad y no constituyó una herramienta para que la mayoría de la población pudiera acceder a una vivienda propia, lo que explica que se haya incrementado la población en villas y barrios populares, así como la población inquilina.
De parte del sector inmobiliario surgen estudios que muestran un dramático descenso en la capacidad de compra de un inmueble por parte de las familias argentinas, especialmente a partir de la mega devaluación operada en 2018. Según datos publicados por el sector inmobiliario1, en 2017 el número de mensualidades necesarias para pagar un metro cuadrado en la Ciudad de Buenos Aires, era de 1,41 meses para un hogar con ingresos dentro del promedio. En 2018, devaluación mediante, estas cifras se disparan significativamente para llegar a un pico de más de 5,68 salarios en octubre de 2020, situándose en 4,41 en agosto de 2021. Es decir, un hogar de ingresos promedio hoy necesitaría ahorrar más de un tercio (en 2020 era casi la mitad) de sus ingresos totales en un año, para adquirir un metro cuadrado en dicha ciudad. En un contexto donde la mayoría apenas llega a fin de mes, la ecuación es imposible. Y, aun así, en 30 años manteniendo semejante ratio de ahorro apenas lograría adquirir 30 metros cuadrados.
Al mismo tiempo, en los últimos años, el alquiler tampoco está resultando accesible para millones de familias debido a los niveles de pauperización de la población y el sostenimiento de un sistema inmobiliario dolarizado. En un reciente informe elaborado por Magalí Zirulnikof, del Observatorio del Derecho a la Ciudad, se pone de manifiesto la insostenible desproporción entre salario y alquiler pretendido, que alcanza hasta un 145% del salario mínimo para un inmueble de tres ambientes en la ciudad de Buenos Aires.
Si saltamos al plano internacional, vale mencionar que el domingo 26 de septiembre un 56,4% de los berlineses votó a favor de la expropiación de 240.000 departamentos a las grandes empresas inmobiliarias y comerciales para que sean gestionados por una nueva empresa de vivienda pública. Este resultado sólo se explica a consecuencia del hartazgo de una creciente población inquilina que no puede acceder a un alquiler justo. Y en la misma semana, en otro lado del planeta, el gigante inmobiliario chino, Evergrande, ha puesto en vilo a millones de personas y a toda la bolsa internacional por el tremendo agujero financiero que aparece en sus cuentas, tras años de endeudamiento descontrolado y mala gestión empresarial. El Gobierno Chino, ahora, tiene por delante la tarea de salir a arreglar el entuerto.
En segundo lugar, la otra cara del proceso de inquilinización es la concentración de la tierra y de viviendas urbanas en pocas manos, y el consiguiente poder de determinar los precios de los alquileres.
Por ejemplo, en Berlín, la empresa Deutsche Wohnen tiene en propiedad unas 115.000 viviendas, el 7,2% del parque de vivienda de la ciudad. Este poder le ha permitido tener un peso inmobiliario concreto para determinar el incremento de los precios del alquiler. Esta empresa ha subido los precios del alquiler un 3,6% en promedio desde hace un año. Un porcentaje que supera a la inflación.
En nuestras latitudes no llegamos a esos niveles de concentración de la tierra y vivienda urbana, donde un puñado de empresas tiene el poder de incrementar de forma monopólica el precio de los alquileres. Pero sí ocurre otro fenómeno: los grandes medios masivos de comunicación, financiados por el sector inmobiliario y en connivencia con él, pretenden instalar que el principio y fin de todo el problema se centra en el intento de regulación de las relaciones de alquiler. El ejemplo más claro lo tenemos hoy en Argentina, donde día por medio aparece algún “referente” del sector para decir, sin datos contrastables, que los alquileres están subiendo por culpa de la mencionada y reciente ley de alquileres (ley 27.551). Cabe señalar que no existen datos oficiales ni ningún registro por parte del Estado que permita determinar el número real de contratos de locación en vigencia, como tampoco del precio efectivo que se paga. Así, el relato se construye a partir de voceros del sector inmobiliario, que mayormente se basan en un segmento de “oferta publicada” sobre la cual nadie tiene la certeza de cuánta de la misma termina en contratación efectiva, ni qué porcentaje del total del volumen real representa. El relato sobre un aumento de los precios se atribuye “mágicamente” a la ley desde los mismos que impulsan la suba de precios, y así se instala como motor de arrastre para generar una profecía autocumplida, a beneficio de quienes necesitan “vender” su “inversión” inmobiliaria en base a una ficción: que los futuros locadores podrán obtener una renta de alquiler que, de hecho, nadie está en condiciones de poder pagar.
Cuando una creciente mayoría no puede ni pagar el alquiler, es absurdo querer buscar la solución solicitando desalojos exprés o una liberalización de los procesos de contratación, como si el problema fuera la limitación a “la autonomía de las partes”. No existe ninguna autonomía cuando en los hogares no se logra siquiera pagar el alimento. Pensar que la solución es dejar las cosas a la libre negociación entre las partes y que así se “solucionará todo”, es tan absurdo como abordar la crisis del calentamiento global desregulando el mercado del automóvil o el de la energía fósil.
Sólo una intervención seria, por parte de entes oficiales, para generar una base de datos confiable y suficientemente amplia sobre los contratos efectivamente en vigencia y no sobre “oferta publicada” (que refiere únicamente a un segmento marginal de la contratación formal), puede frenar este desvarío.
En tercer lugar, los sucesos en Berlín nos llevan a preguntarnos si en los países desarrollados, con casi nula inflación y monedas fuertes, se profundiza cada vez más la regulación del mercado inmobiliario y, específicamente del mercado de alquileres, y así y todo no encuentran solución a la crisis habitacional, ¿cómo es posible que en nuestra región, las pequeñas conquistas de derechos para los hogares inquilinos sean cuestionadas, no por insuficientes sino por resultar muy agresivas para la “propiedad privada” y la libertad de contratación?
Cuando una creciente mayoría no puede ni pagar el alquiler, es absurdo querer buscar la solución solicitando desalojos exprés o una liberalización de los procesos de contratación, como si el problema fuera la limitación a “la autonomía de las partes”. No existe ninguna autonomía cuando en los hogares no se logra siquiera pagar el alimento. Pensar que la solución es dejar las cosas a la libre negociación entre las partes y que así se “solucionará todo”, es tan absurdo como abordar la crisis del calentamiento global desregulando el mercado del automóvil o el de la energía fósil.
Resulta necesario ampliar la mirada para entender que la complejidad del problema relativo a los procesos de inquilinización, es paralelo a un retroceso en la capacidad de acceso a la vivienda digna para una mayoría creciente de la población, especialmente en Latinoamérica. El aumento de la desigualdad en la propiedad urbana importa graves consecuencias para la consolidación de una democracia real. Democracia y desigualdad resultan, en la práctica, antónimos. Democracia y propiedad concentrada de suelo y viviendas implican una relación de subalternidad entre quien necesita vivir en la ciudad (porque allí es donde existe la posibilidad de acceder a otra batería de derechos como salud, educación o trabajo) y quien decide, por vía de precios inasequibles, quién y cómo va a poder hacerlo. Democracia y propiedad inmueble concentrada resultan entonces, de facto, incompatibles, y nos señalan el rumbo hacia una forma distópica de organización social.
La actual crisis habitacional y el retroceso en las condiciones de acceso a una vivienda digna, a la par que la crisis climática, tienen también un origen ideológico sustentado en varias décadas de negacionismo. Por más que el capital financiero logre o haya logrado externalizar costos durante un tiempo, el negacionismo persiste en no querer ver que hay un límite. Sólo así podemos comprender cómo, en un contexto de pandemia y pérdida de capacidad adquisitiva para la gran mayoría, los reportes del sector financiero siguen alentando la construcción o la inversión en viviendas dolarizadas en nuestra región, cuando toda razón indica que resultan de imposible compra por parte de quien las necesita. Y el sector público no se queda atrás. El último engendro legislativo impulsado por el lobby inmobiliario argentino consistió en aprobar un blanqueo de capitales para incentivar la “inversión” en construcción a precios dolarizados sin ninguna restricción del destino de las viviendas. Estos fondos del blanqueo están impulsando mega emprendimientos inmobiliarios suntuosos en las ciudades, con costos sociales y ambientales irreversibles. Un ejemplo, es el emprendimiento de Costa Urbana en la Costanera Sur de la Ciudad de Buenos Aires impulsado por el Grupo IRSA. El negacionismo inmobiliario y la especulación no tienen límites.
“La negación es la más predecible de las respuestas humanas”, respondía el “Arquitecto” al héroe-mártir Neo de The Matrix Reloaded, en el magistral guion de los Wachowski, trilogía que marcó un antes y un después en la forma de recordarnos que lo que vemos muchas veces es sólo un espejismo de una realidad, mucho más compleja.
En el actual contexto global y regional urge un cambio de rumbo que nos permita pasar de nuestro humano negacionismo respecto de los efectos perversos de un mercado desregulado, a nuevas fórmulas racionales que aseguren la adecuada convivencia entre derechos no sólo privados, sino del bien común. Necesitamos construir un sistema de propiedad sostenible y democrática.
Jonatan Baldiviezo es Fundador del Observatorio del Derecho a la Ciudad. Abogado especializado en DDHH, Urbanos y Ambientales. Ana Fernández Borsot es licenciada en Derecho por la Universidad de Barcelona, integrante del odc, asesora jurídica y titular del C.A.P.A. (Certificado de Aptitud para la Profesión de Abogado en Francia), por la Cour d’Appel de Douai.