Una condición indispensable para la efectivización del derecho a la vivienda, más allá de las condiciones de esta, es, sin duda, la tenencia segura; esto es, la existencia de condiciones jurídicas que garanticen que cada familia no correrá el riesgo de perderla por cuestiones ajenas a su voluntad.
La seguridad de la tenencia puede estar garantizada por la existencia de un derecho sobre la misma, como el de propiedad o el de uso y goce, o de algún tipo de contrato, como los de arrendamiento, usufructo, comodato u otros, que establecen el derecho a habitar una vivienda si se cumple con determinadas obligaciones (pago, cuidado, utilización con fines prefijados, etc.).
En las sociedades capitalistas, la tenencia segura se confunde a menudo con la propiedad privada individual, lo que empobrece el concepto y el abanico de soluciones, porque de esa forma se agrega otro atributo, que nada tiene que ver con el derecho a la vivienda: el de la disposición absoluta del bien, que implica hasta su destrucción, lo que no es la necesidad ni el objetivo de una familia que persigue la seguridad de permanecer bajo el techo que habita.
Generalmente, y aun cuando se reconozca que existen otras formas de garantía de esa permanencia, se sostiene que la propiedad privada individual es un derecho más potente que los otros mencionados. En todo caso, eso podría alegarse si se ha terminado de pagar y no hay una hipoteca pendiente, porque si no fuera así, por más título de propiedad que alguien pueda tener, priman los derechos del acreedor, lo que puede conducir, en caso de dificultades de pago, hasta a la ejecución de la hipoteca, y con ello la pérdida del bien, y, más importante, la pérdida del derecho de habitar. Esto muestra cuán falaces son las teorías de que la propiedad privada conduce a la felicidad porque ella abre el camino al crédito.
En definitiva, en el caso de créditos, lo que asegura la tenencia no es un tipo de solución u otro, sino el poder pagar las prestaciones que constituyen la contraparte: cuotas, alquileres, especies u otros, o sea, la capacidad económica de la familia considerada. En cambio, otras formas de tenencia tienen ventajas que la propiedad privada individual no posee. El arrendamiento, por ejemplo, es una forma de relación vivienda-usuario mucho más maleable, que permite adaptar mejor la solución a las necesidades cambiantes de la familia, que no son estáticas, sino que van variando a medida que la vida familiar se desarrolla. Por ejemplo, es frecuente en la etapa de la juventud, que se incrementen las necesidades de espacio por la llegada de los hijos, el desarrollo de nuevas actividades u otras causas; eso no sucede en la tercera edad (puede ser lo contrario), pero en cambio aparecen los problemas de accesibilidad, que veinte o treinta años atrás no estaban planteados.
Esa adaptación, que en el caso de la propiedad individual requiere dos compraventas (y a veces requiere vender primero para tener el dinero para comprar). En el del arrendamiento sólo necesita hacer otro contrato por otra vivienda, al concluir el vigente.
La seguridad de la tenencia en el caso del alquiler la da la existencia de un contrato que regula la relación entre propietario e inquilino y que, de acuerdo a la legislación vigente hasta aprobarse la Ley de Urgente Consideración (LUC), amparaba a ambas partes. La LUC introduce otras reglas de juego: con los lanzamientos exprés cuando no existe garantía y es el propietario quien decide si la quiere pedir o no, el pequeño siempre la querrá, porque lo que le interesa es cobrar, pero el gran propietario o las inmobiliarias pueden preferir no pedirla y, a la menor falla del inquilino en sus pagos o directamente a la finalización del contrato, recuperar la vivienda para alquilarla a un precio mayor, quizá a la misma familia. Con lo cual la tenencia segura que garantiza el contrato se transforma en extremadamente insegura. Por eso es tan importante derogar, entre los 135 artículos de la LUC cuestionados en el referendo, todo el capítulo que instituye este nuevo sistema, cuya novedad es precisamente la inseguridad para el inquilino.
De cualquier modo, el arrendamiento tiene, aun en las versiones de legislación más protectoras para el inquilino (en nuestro país, las de la década del sesenta) una debilidad original: en último término es una operación de mercado, con una gran asimetría entre quien demanda y quien ofrece a favor de este, por lo que los precios en situación de escasez (como se da desde hace décadas) quedan por fuera de las posibilidades de los posibles destinatarios.
Esto no tiene solución sin la participación del Estado, que en los últimos tiempos se ha manifestado, aunque muy parcialmente, mediante el otorgamiento de subsidios (por ejemplo, en la solución de realojos). Sin embargo, mientras la fijación del precio (uno de los grandes componentes del sistema de arrendamientos) se mantenga en el libre mercado, es imposible pensar que esa herramienta se pueda usar en forma generalizada, porque no se haría otra cosa que subsidiar la oferta, obteniendo probablemente el efecto inverso del buscado, por lo cual se requiere una intervención potente del Estado, para regular los precios.
Esto no puede hacerse de manera generalizada, porque el decreto ley 14.219 de 1974, una de las primeras medidas económicas marcadamente neoliberales de la dictadura, blindó todo cambio por veinte años, y en 1994 un parlamento democrático extendió ese blindaje (el Estado se hace responsable por daños y perjuicios si cambia el régimen de libre contratación) hasta 2014 y otro, en 2012, volvió a extenderlo hasta 2034. Mientras pasan estos trece años, lo que no se puede hacer en general podría hacerse en particular, creando un mercado de alquileres alternativo, con precio regulado, y subsidios y garantías a cargo del Estado. Esta propuesta figura en las bases programáticas del Frente Amplio para las elecciones de 2019.
El derecho de uso y goce (o “propiedad colectiva”, como le llaman muy gráficamente los cooperativistas), incorporado a nuestro sistema jurídico por la ley 13.728 de 1968, introduce un nuevo concepto. Las viviendas son de la cooperativa, o sea, del grupo de familias que la integran (por eso “propiedad colectiva”), y cada una tiene la propiedad de una ava parte de todas las viviendas y sus espacios comunes, pero recibe en exclusividad una vivienda, adecuada a sus necesidades, para su uso y goce.
Es una forma de propiedad privada, pero no individual sino colectiva, en la que ninguna familia socia tiene disposición absoluta de la vivienda atribuida. El valor del bien no está traducido en un precio de mercado, sino en partes sociales que representan el esfuerzo de trabajo y ahorro realizado, por lo que no existe especulación en los traspasos. Por eso un primer gran beneficiario de este sistema es la propia sociedad, que realiza un esfuerzo financiando estos programas, que llegará efectivamente a los destinatarios, sin traducirse nunca en ganancias mediante operaciones de lucro. La vivienda adjudicada a cada familia, en efecto, no podrá ser vendida, hipotecada, alquilada, ni ninguna otra cosa que no sea su uso y goce, y en caso de retiro de una familia socia, esta recibirá ni más ni menos que sus partes sociales, mientras quien ingrese no deberá aportar otra cosa que esa misma suma.
Para los destinatarios, las ventajas de este sistema están en la fortaleza y potencialidades que genera lo colectivo frente a lo individual, que permiten enfrentar de mejor forma todos los problemas de la habitación, desde el suministro y pago de los servicios, hasta la devolución de los préstamos, pasando por el mantenimiento y uso de los bienes habitacionales. Esto se refleja en una simple anécdota: la Agencia Nacional de Vivienda (ANV) tiene una línea de préstamo a tasa de interés cero para el mantenimiento de los conjuntos habitacionales producidos con financiamiento público. Pero de ella están excluidas las cooperativas. Cuando la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua (Fucvam) preguntó por qué se las excluía, la respuesta del presidente de entonces de la ANV fue que no era necesario porque las cooperativas mantenían los conjuntos adecuadamente, aun sin ese apoyo. Más allá del absurdo de la respuesta, la misma refleja una realidad innegable que prueba las potencialidades señaladas.
Sin embargo, el sistema tiene aún un talón de Aquiles en el recambio de socios. Es que, para defender el derecho a recuperar su parte social de la familia que se retira de la cooperativa, la ley le pone a ésta un plazo para la devolución (actualmente un año para el 50% del monto, y otro año más para el saldo). Para hacer ese reintegro la cooperativa dispone fundamentalmente del capital social que aportará el socio que ingresa, por lo cual los plazos de ese aporte no pueden ser mucho mayores que los de la devolución. Eso hace que un capital generado en años de trabajo, ahorro y pago de cuotas deba integrarse por quien ingresa en un plazo muchísimo más breve, lo que supone que tenga un poder adquisitivo y una capacidad de ahorro mucho mayor que quien egresó. Esto produce un indeseado proceso de gentrificación en el grupo, que agrava el problema que significa toda inserción en un colectivo.
La Fucvam ha planteado como solución a esto que, tal como el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial (MVOT) otorga préstamos individuales para comprar vivienda, los otorgue para ingresar a cooperativas. Hace un tiempo se implementaron préstamos para ello, pero el MVOT optó por dar el préstamo a la cooperativa para tener garantía hipotecaria del mismo, lo que implica prorrogar el plazo original para levantar la hipoteca. Esto no convence a los cooperativistas, por lo cual se ha hecho poco uso de este mecanismo, además de ser este engorroso y largo. Habrá que poner imaginación para buscar alguna alternativa más razonable para garantizar el préstamo, que permita solucionar un problema que hoy es de los mayores para las cooperativas habitadas.