Si quería hablar con él, vociferaba “che” u “hola”, le tocaba el hombro o le hacía alguna seña, pero no lo podía llamar por el nombre ni decirle “papá”. Fue en 1976 cuando José María Campaña, el padre de Iana Campaña, creó una historia para ella: “En un lejano país”. Así se titula el cuento que José María hizo estando preso en la cárcel de Punta Carretas y que después, mucho después, tanto que está más cerca del presente que de ese entonces, Iana se dio cuenta de que lo hizo en privación de libertad, y que a pesar de ser “en un lejano país”, los dibujos, las letras y la narración que conforman el cuento significan para ella la “reconciliación” que no pudo tener mientras su padre estaba vivo.

Iana tenía dos papás: José y Juan. Ambos eran militantes del Partido Comunista, y a José las Fuerzas Conjuntas se lo llevaron de una reunión en 1975. Desde ese año hasta 1978 estuvo preso y después se exilió en Bélgica. Iana, su madre y Juan se exiliaron el mismo año en España. Tuvieron que pasar cinco años más para que Iana volviera a Uruguay: junto con su hermana, fue una de las tantas niñas que volvieron al país en 1983, en el “viaje de los niños del exilio”.

Caravana, banderas de Uruguay, gritos y un montón de familias. Así recibieron a aquellas infancias exiliadas, de camino al local de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay, aquel año. Entre tantas familias estaba su abuela; Iana recuerda que en el aeropuerto había una especie de “tejido”, y que le dijo fervientemente que a la hermana la llevaban en otro ómnibus, y si algo le habían dejado claro sus padres es que no dejara “sola” a su hermana. “Nos mandaron con el miedo de qué podía pasar acá”, recordó.

Pero esos fueron unos pocos días, de actividades y festejos que tiempo más tarde se daría cuenta de que no eran la realidad. Ya en 1984, Iana y su familia volvieron definitivamente. José volvió por la misma época, pero a Iana le “costó mucho, pero mucho, retomar la relación padre e hija”. De hecho, dijo que, en realidad, nunca la pudo retomar, aunque haya trabajado con él, y aunque sus hijas hayan logrado tener un vínculo abuelo-nietas.

Iana no podía dejar de pensar que durante todos los años que estuvieron separados, su padre la había abandonado y que, en consecuencia, era “como un padre desaparecido”. Su papá era Juan, pensaba, porque jugaba con ella, la calzaba, la vestía, la cuidaba cuando estaba enferma. Tuvo que “limar asperezas”, contó, para “entender que no fue un abandono, sino cosas de la vida”.

Sin embargo el cuento, contra todo argumento de que lo material no puede tener valor, o no puede ser simbólico, removió en Iana “un montón de cosas”. Además del cuento, en el expediente de cuando José estuvo preso había algunas fotocopias de papeles que llevaba con él. Uno de ellos decía: “Ianita, Ianita, Ianita”.

Iana sólo tiene dos fotos de José, y una la robó del Facebook de la hermana. Además del cuento, del papel con su nombre y algunas cartas, no tiene mucha cosa más. Sin embargo, con el cuento reconoció: “No fue abandono y en realidad mi padre me quería”. “Nadie es perfecto”, piensa hoy, y que su padre “capaz, en realidad, no supo cómo sostener la relación”. Pero no lo sabe, reflexiona, porque la ficha le cayó luego de que José falleciera.

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“Cuando era chica, muy chica, unos tres años o menos, recuerdo estar jugando con mi hermano de ocho en unas maderitas de colores con unas florcitas pintadas. Luego, aprendí que esas maderitas eran la letra L, por mi nombre, Lucía. Entonces mi hermano me dijo: ‘Eso lo hizo papá’, y yo casi no sabía qué era un papá; ahí algo cambió y preferí pensar que papá quizás era raro pero bueno, estaba muy ocupado y tenía un trabajo sensacional: era fabricante de juguetes”, escribía Lucía, integrante del colectivo Memoria en Libertad, cuando era una niña.

Iana Campaña, este jueves, en el Subte.

Iana Campaña, este jueves, en el Subte.

La carta de Lucía, en cursiva, reposa sobre una de las paredes que rodean a distintos objetos colocados en vitrinas, como un barco o una muñeca. Pero no es el único escrito ni la única pared ni los únicos objetos: también hay un maletín, un posamate con un “Estelita” tallado, dibujos de ovejas y flores, cartas. En otra pared, bajo el nombre de la exposición, hay fotos pegadas de niños, niñas y adolescentes víctimas del terrorismo de Estado: Francesca encontrándose con su madre cuando fue liberada de la cárcel, en 1983; o Gabriela en su cumpleaños, en 1975, con un gorro y juguetes que fueron construidos por su madre y otras presas en el penal de Punta de Rieles.

Como ese gorro y ese juguete son los demás objetos de la exposición: hechos por presas, presos políticos y personas en el exilio. “Estos objetos son expresiones de la lucha contra el tiempo y la distancia, portadores de mensajes de afecto, resistencia y esperanza. Para quienes los recibimos eran la extensión material de nuestros seres queridos, ausentes por la cárcel o el exilio, eran compañía, cuidado, presencia y amor”, escribieron desde el colectivo como presentación de la muestra.

La entrega de los objetos dependía de las pautas que tenía cada centro penitenciario. También eso determinaba el cuándo y el cómo recibían los regalos. “Una de las tantas formas de la tortura sistemática ejercida desde el Estado sobre las niñas, niños y adolescentes era dañar o apropiarse de los mismos, así que muchas veces los regalos llegaban rotos o directamente no eran entregados”, explican. Para el colectivo, a través de los objetos “nuestros seres queridos estaban presentes en momentos claves de nuestra vida cotidiana: cuando se iniciaba una estación nueva, cuando empezaban las clases, si debíamos emprender un viaje o si alguien estaba enfermo/a”.

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El cuento que le hizo José a Iana es uno de los objetos que se pueden ver en la muestra. El barco, otro de los presentes, es de Martín Rivero. Se lo hizo su padre cuando estuvo preso en el Establecimiento Militar de Reclusión 1, la cárcel de Libertad. Martín tenía ocho o nueve años, no se acuerda con exactitud, pero se acuerda de que quedó “chocho”, de que le “encantó”.

El barco se llama Ballenero Martín, ya que a él le encantaban las ballenas y el mar. Recuerda que un día, en la fuente del rosedal del Prado, colocó el barco en el agua “y al toque vino un botón ortiva a hacerlo sacar”. Todavía era dictadura y Martín un niño; al barco lo usó entonces en algún charco de la cuadra, cuando llovía lo suficiente como para que lo hondo lo aguantara.

Tomás Rivero, su padre, estuvo en privación de libertad desde 1979 hasta 1984 o 1985, no se acuerda con exactitud. Antes de que las Fuerzas Armadas lo llevaran preso, estuvo clandestino, mientras militaba en el Partido Comunista. Cuando estuvo en la cárcel hizo el barco marinero, con ayuda de algún otro privado de libertad, pero no se lo dio directamente, porque nunca llegaba así: lo que entraba y lo que salía siempre tenía un mediador.

Los miércoles, sin embargo, generalmente era el día en que Martín, junto a su madre, su hermana, y a veces su abuela, iban a visitar a Tomás. Martín no tiene muchos recuerdos de cuando revisaban a los niños para entrar, pero se acuerda de quién lo hacía: Amanda. Varios del colectivo, dijo, contaron que era “tremenda ortiva, mala, mala”. Podría decirse que era pesada, no así como el Ballenero, que era liviano y tenía timón, bancos, el arpón, y todos los detalles que se le puedan ocurrir a alguien cuando piensa en un barco.

En aquel momento el objeto era un simple juguete. No era que lo veía y se conmoviera o le generara tristeza o pensara en el penal. “Era un niño y no me enteré de las carencias porque fueron cubiertas por mi familia, por mi vieja”, explicó. Pero ahora Martín tiene 48 años y el tiempo resignificó lo material: “Es como una muestra, una punta de un iceberg de cómo es la historia”, dijo.

Para Martín la punta del iceberg es una parte de la historia que “nos omiten y ocultan”, algo “perverso” y de “oscuridad”, resumió. Remarcó, a su vez, que la historia es de todos y todas, que “las víctimas de la dictadura no son sólo los desaparecidos y asesinados, es toda la sociedad; los únicos beneficiados son un grupo”.

“Es muy importante que esto que vivimos no se repita, y la única manera es que se sepa lo que pasó, por eso todas estas instancias son super importantes”, dijo, por otro lado, Iana. El valor de la muestra y del colectivo, para ella, también está en poner sobre la mesa y que se reconozca que el terrorismo de Estado “no fue sólo hacia los adultos: se ensañaron también con los niños, no les importaba nada”.

“Como niños ¿que culpa teníamos nosotros? También sufrimos las consecuencias directas del terrorismo de Estado”, concluyó Iana.

Infancia en dictadura, esta es mi historia ¿y la tuya? De Memoria en Libertad. Centro de Exposiciones Subte (Plaza del Entrevero). Del 6 de mayo al 27 de mayo de 12.00 a 19.00.