La gama de marrones, grises y verdes que se ve al costado del arroyo Pando, en el ángulo que forma con el peaje, se llama Barrio Biguá. Es un asentamiento de formación lenta, de varias décadas, con un impulso en los últimos “cinco o seis años”, según cuenta Silvia (nombre ficticio). La vida también parece ir a contrapelo de los bólidos ajenos a todo que atraviesan la ruta Interbalnearia, a unos metros: cuando se comienza a circular por los caminos internos de tierra se entra en una especie de “cono del silencio”.

Entre la quietud y el petricor se escuchan a lo lejos estrofas de “Azuquita pa’l café” y el ladrido de algún perro, pero no mucho más. Sólo las voces de Silvia y Sergio (nombre ficticio), que caminan con naturalidad en el silencio de la tarde y se ocupan de mostrar cada detalle del barrio. Las casas de material, más asentadas, se alternan con las de chapa y madera, más recientes, que dan cuenta de la llegada gradual de la gente en distintos momentos de la historia y albergan a las 65 familias que componen Biguá hoy en día.

Sergio asegura que todos vieron cómo llegó un alguacil el 18 de octubre para hacer averiguaciones sobre la construcción de las casas y quienes las habitan. La diligencia fue enviada, según figura en el expediente al que accedió la diaria, por una denuncia de quienes se presentan como los herederos de la empresa Neptunia SA, propietaria de los terrenos desde 1956.

Sin embargo, la mayor parte de ese tiempo, Neptunia SA estuvo ausente y llegó a acumular una deuda millonaria. Conrado Hughes, director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto durante el gobierno de Luis Alberto Lacalle, había estado vinculado a la empresa por intermedio de su exesposa –cuyo padre fue el fundador– y en 2010, según contó a la diaria, lo llamaron para cobrarle la deuda de contribución inmobiliaria de 30 millones de pesos.

Hasta donde sabe Hughes, la empresa ya “no existe” y alguien “compró el crédito”, pero hace ya “12 o 13 años” que no tiene ningún tipo de vínculo. Pero tanto el expediente como el acta de la visita del alguacil son claros: la diligencia que inspeccionó los terrenos fue hecha a influjo de los herederos de Neptunia SA.

“Se utilizan las denuncias” para “aprovechar la situación”

Los vecinos se contactaron con las abogadas Lorena Jesús y Valeria Mokosce en busca de asesoramiento. Según explicó Jesús a la diaria, “en estos momentos los vecinos están viviendo con gran incertidumbre el tema de si van a poder seguir viviendo allí”. “Ya sabemos que los derechos posesorios, o sea, el derecho a poseer la tierra, es más viejo que el derecho de la propiedad privada, que está tan consagrado en nuestro país”, agregó. Tanto Jesús como Mokosce reivindican “el derecho a la vivienda, consagrado en la Constitución”, y desde ahí es que están “ayudando” a los vecinos para ver “cuáles van a ser las alternativas que ellos van a tomar: si se quedan en el lugar, si pretenden regularizar su situación, si la idea es poder conversar”.

Según explicó Jesús, la empresa se basa en que “hubo denuncias por disturbios en la zona”, aunque explicó que “no es la primera vez que se utilizan las denuncias tanto de usurpación como de disturbios como denuncias falsas para aprovechar la situación y poder iniciar desalojos”, puesto que “el hecho de tener que desalojar niños y muchísimas personas en una situación de vulnerabilidad no es para nada simpático ante la ciudadanía”. Asimismo, planteó que “así como el Ministerio de Transporte ha expropiado o va a expropiar terrenos para construir la autopista, perfectamente lo puede hacer con Neptunia SA”.

La segunda denuncia

Es difícil saber quién está detrás de Neptunia SA. El único nombre que surge del expediente es el de su abogado, Mariano Aramberri, que impulsó las inspecciones. La idea, explicó a la diaria, era “relevar quiénes son las personas que estaban habitando allí”. Neptunia “es una sociedad anónima y como persona jurídica es la propietaria de los padrones” y “seguramente” más adelante, “si lo que se pretende es recuperar la posesión, se va a tener que hacer por la vía judicial” y, probablemente, “a través de un juicio civil”, porque es “como se procesan estas cosas”, indicó.

La otra vía posible es la denuncia por usurpación, un delito contemplado dentro del artículo 354 del Código Penal, que va por la vía penal y prevé un castigo de “tres meses a tres años de penitenciaría” y que tiene en este caso un agravante, por estar en zona de balneario.

Este jueves, el barrio recibió una nueva inspección, esta vez de la Policía Comunitaria, a raíz de una denuncia por usurpación –aparentemente de un vecino de la zona– con la intención de individualizar a los habitantes de Biguá en lo que, para la abogada de los vecinos, es “conveniente” y parte de “un modus operandi que se ha utilizado en otros asentamientos”. La idea de usar la carta de la usurpación es, según Jesús, “evitar el proceso civil que implica un desalojo, en el que los vecinos cuentan con más herramientas para defenderse”.

De todas formas, al ser consultado por la diaria, Aramberri aseguró que la denuncia no vino desde la empresa.

“Una cuestión entre privados”

Sobre la ruta hay negocios. Atrás, más viviendas, y en el límite, donde un camino sinuoso se convierte en el punto donde el silencio se impone, hay un alambrado. Ese alambrado, que delimita el barrio, no figura en los planos. El padrón 3966, donde se encuentra la ocupación, es mucho más grande según el visualizador de la Intendencia de Canelones (IC), disponible en internet.

El terreno total es de unas 80 hectáreas, de las que el barrio ocupa una parte ínfima contra la ruta; el resto es maleza, vegetación que no permite ver más allá pero que sirve como un gran pulmón entre el asentamiento y el barrio privado Villa Juana, a dos kilómetros de distancia. Según Sergio, ese alambrado lo pusieron desde el barrio privado, que tiene “personas a caballo” que recorren el terreno, aunque no se ha podido comprobar.

“Acá lo que hay es gente trabajadora”, dice Silvia mientras recorre el camino del fondo y bromea sobre unas gallinas que se meten más allá del alambrado. “Lo que pedimos es tener la posibilidad de poder pagar, como todos, una contribución; es eso lo que queremos: que nos regularicen como barrio y poder pagar cada uno su contribución”, completa.

Con el tiempo, han logrado que UTE les instale contadores y pusieron algunos focos en las calles que ellos mismos marcaron. “Se ha pedido agua en varias instancias”, continúa Silvia. El 11 de enero, autoridades de OSE visitaron el barrio y prometieron llevar agua potable al barrio; por ahora “sólo hay tanques y cada 15 días nos renuevan el agua”.

El prosecretario de la IC, Marcelo Metediera, dijo a la diaria que la comuna sigue “con atención” lo que sucede en el barrio Biguá, pero que a fin de cuentas se trata de “una cuestión entre privados”. Según explicaron otras fuentes de la comuna a la diaria, el gobierno departamental se ve en un “brete” entre garantizar el derecho a los servicios que piden los vecinos y “consolidar una ocupación”. Si se llega a una conclusión en la Justicia, el gobierno departamental piensa intervenir, pero mientras tanto, se atiene a que es un tema “entre privados”.

Contra la ruta, donde más pega el sol, Marcos rastrilla el terreno donde construyó lo que será su taller de motos. Tiene 24 años y toda su vida transcurrió en ese barrio, “cazando palomas entre los montes”. Hace unos diez u 11 años “se empezó a poblar de verdad”, cuenta, dejando su tarea de lado para hablar con la diaria.

Él entiende que las intimaciones son “para lucrar”; en cambio, lo que los vecinos quieren “es la posibilidad de regularizar, tener calles, alumbrado público, que pase el camión recolector” en un barrio en el que “no hay ‘rastrillos’; tratamos de tener el barrio siempre prolijo en el sentido de la gente que anda en la vuelta”, continúa, al tiempo que estira la mano para señalar una carretilla que descansa a un lado del terreno. “Yo dejo esa carretilla ahí y puede estar cinco días sin que nadie la toque; la gente ve de afuera el barrio y juzga sin saber”.