“¡Este no es el barrio de los dominicanos! ¡Este es el barrio Las Cañas!”, grita Nancy, mientras sale de su casa y se asoma, apurada por defender su postura. Sentados sobre un banco de aluminio y parados a su alrededor, un grupo de seis o siete muchachos la espera, entre risas. Antes, uno de ellos había señalado a su puerta: “ahí viven uruguayos”. El resto, salvo tres o cuatro familias, son todos de República Dominicana.

Nancy cuenta que llegó hace 15 años cuando la calle sobre la que está parada no tenía casi nada de lo que tiene hoy. Para ella no es un problema que decenas de centroamericanos hayan elegido al suyo como un lugar para establecerse, pero hay un par de situaciones que la molestan. La primera es la que enunció con firmeza, aún sin haberse presentado: su barrio, que se encuentra al final de la calle Camino Durán, detrás del Complejo América, entre Colón y Villa Colón, tiene nombre. Que no digan que es de los dominicanos porque eso no le gusta, repite. La segunda es que a veces “ves cosas que no tenés que ver”. Aunque prefiere no relatarlas, aclara que no tienen relación con el consumo de drogas y sí con cierto “quilombo” que suele despertarla de madrugada.

Los chiquilines, que tienen entre 15 y 18 años de edad, se divierten molestándola. Le aseguran que el lugar es de ellos y le piden que se acuerde de cómo eran las cosas antes de su llegada. Ella juega a sacarse una de sus chancletas para usarla como arma y los persigue. Con humor, los reta, cede y admite: “antes de que ustedes vinieran, acá estaba lleno de malandros”.

Al lado de Las Cañas hay otro asentamiento, llamado 12 de octubre. Como se hallan cerca del arroyo Pantanoso, ambos presentan riesgo de inundaciones. Además, según lo expuesto por la Intendencia de Montevideo (IM) en su sitio web, están bajo líneas de alta tensión de energía eléctrica, cuentan con escaso alumbrado y carecen de saneamiento. Pese a eso, su población, que hasta el último censo era de 1.000 personas, crece. Quien camina por Continuación del Apero, la calle que los une, situada entre Juan Bonmesandri y Camino Colmán, confirma lo que narran sus habitantes: allí la gente está construyendo su hogar.

Carmen, “mejor conocida como La Maléfica” –porque “no le cojo corte a nadie”, argumenta–, es una de esas tantas. Llegó a finales de 2013. A la semana ya tenía una cédula de identidad, y a los 15 días, un trabajo formal como limpiadora doméstica. Vivió en la Unión y en Pando, en casas que alquiló, hasta que en 2021 se mudó a Las Cañas. Según explica, para ella y sus compatriotas “es muy difícil” acceder a la vivienda, porque los precios de los alquileres les resultan muy elevados. De todos modos, se las ingenian, porque vinieron “a luchar desde cero” y sin importar dónde estén, no les gusta “depender” de nadie. “Si tenemos que trabajar doble horario para tener lo nuestro, lo hacemos”. Así, a pura hora extra, consiguió los 55.000 pesos con los que compró el terreno en donde construyó la casa en la que vive con su hijo.

A pocos metros, se encuentra Juan, quien adquirió su terreno por 1.300 dólares en el año 2017. Luego de vivir en pensiones y refugios del Ministerio de Desarrollo Social (Mides), a veces durmiendo con 13 personas en una sola habitación, se mudó a Las Cañas porque supo que se estaba formando una comunidad. “Ustedes son muy de aceptar al extranjero, aunque lo discriminen, y nos aceptaron acá”, expresa. El joven, que actualmente se encuentra desempleado, manifiesta: “estamos viviendo una situación crítica”, por el aumento de precio de los alimentos y los boletos. En consecuencia, varias personas están volviendo a su país.

La mayoría no lo hace. A veces regresan, pero de visita. Se encuentran con familiares, les llevan dinero, y al tiempo retornan a Uruguay. Entre charla y charla, surgen puntos en común: los vecinos tienen la convicción de que la situación económica es cada vez más delicada, pero también la certeza de que peor sería estar en el Caribe. También reconocen la diferencia de acceso a determinadas posibilidades que viven quienes llegaron hace muchos años y quienes lo hacen ahora, y destacan la percepción de que pese a las excepciones, son discriminados. Los más chicos, que parecen ser los que más extrañan, lo sienten en sus centros de estudios, y los adultos, enfrentan el rechazo en sus trabajos. En el camino, generan alianzas con sus compatriotas y apuestan a tener acá lo mismo que dejaron atrás: algo suyo, propio.

Mundos paralelos

Sebastián Moreno, director de la División Tierras y Hábitat de la IM, dialogó con la diaria sobre un convenio que su departamento estableció con la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad de la República para investigar las trayectorias habitacionales de las poblaciones migrantes, en particular su vínculo con los asentamientos irregulares. A través del Observatorio de Asentamientos, dedicado hasta el momento a recabar información relativa a las características materiales y estructurales de cada establecimiento, su equipo detectó un aumento significativo de extranjeros que viven en estos lugares. A la vez, también fue identificado un descenso de su presencia en pensiones. Antes de la pandemia el 40% de quienes residían en alojamientos temporarios eran migrantes –“la mayoría cubanos y en bastante menor escala, dominicanos y venezolanos”–, y hoy la cifra se ha reducido casi a la mitad.

Suponer que la población que se fue de las pensiones ahora reside en asentamientos, tiene sentido para Moreno. No sólo por el razonamiento lógico a partir de los números, sino también por las razones que se encuentran detrás. Según el funcionario de la IM, la causa es la misma que la de tantos otros: la imposibilidad de poder pagar un alquiler. A eso se le suma que “tenemos un sistema armado para el uruguayo, nunca imaginado para el migrante”, en el que no se tienen en cuenta sus posibilidades. “Si vas a pedir un préstamo en un banco, te van a pedir un año de antigüedad, un trabajo, la formalidad. Todo lo que el inmigrante recién llegado no tiene”, apuntó.

Además, Moreno se refirió a las oportunidades que presentan los asentamientos, a los que definió como un “mundo paralelo informal”. Pese a que se genera un “circuito de informalidades” por la imposibilidad de obtener un trabajo en regla, la vida allí también ofrece otro tipo de vínculo con la comunidad. En conversación con la diaria, Leonardo Fossatti, antropólogo e integrante de la Asociación Civil Idas y Vueltas, destacó el hecho de que durante los últimos años las personas migrantes fueron desplazadas hacia la periferia de la ciudad por una “constante sobreintervención policial” respecto al uso de los espacios públicos. De acuerdo a su explicación, quienes viven en pensiones usualmente se ven obligados a trasladar el desarrollo de su vida privada a la vía pública. Ante esta situación, las reacciones de la comunidad y la policía han develado “la matriz más racista de nuestra sociedad”.

Para Fossatti es coherente que los migrantes abandonen las pensiones, también por las condiciones en las que suelen encontrarse y la falta de control que hay de parte de los organismos responsables. Aunque la normativa existe –Ley 18.283– en el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial “nunca ha habido una intencionalidad de abordar el tema en las competencias que le corresponde” y desde la IM “entienden que es una problemática que los desborda porque no se soluciona únicamente ampliando el equipo de gestión”. Según el antropólogo, mientras la situación no sea analizada con una mirada que contemple todas las aristas y entienda a las pensiones no como un alojamiento temporal, sino como una posibilidad que a veces se extiende durante una década, las carencias que se manifiestan en el presente no desaparecerán. Fossatti aseguró que no alcanza con evaluar y monitorear que las pensiones tengan determinadas características. Se necesita cortar con “un circuito de informalidades que termina vulnerando el derecho de las personas”.

Entre las características que se reiteran en los diferentes establecimientos, se encuentran la presencia de roedores y otros animales, el hacinamiento y las tarifas de alquiler excesivas. Valeria España, abogada, magíster y doctoranda en Derechos Humanos, contó a la diaria que se han identificado pensiones en las que el costo mensual de una habitación compartida, con un único baño y cocina en toda la casa, ronda los 22.000 pesos. Al respecto, Fossatti dijo que los dueños de los establecimientos “se aprovechan” del desconocimiento o la necesidad de los extranjeros, y que establecen cobros diferenciales “según la ascendencia étnico racial”. También mencionó que la realidad empeora cuando se trata de mujeres con hijos a cargo, porque generalmente no son aceptadas.

Lo que falta

Otra evaluación reiterada por Fossatti y España es que las dificultades de acceso a la vivienda en personas migrantes son parte de un esquema que afecta a toda la población, pero que se exacerba en ellas por determinadas particularidades. Fossatti opinó que existe un “problema constante y cada vez mayor con el acceso a la vivienda de calidad porque los alquileres son inaccesibles”. Esto se acentúa en quienes llegan desde el exterior porque “se interconectan otras dimensiones como la informalidad de documentación, el acceso a documentación rápida y el acceso a la formalidad en el empleo”. En la misma línea, España señaló que en Uruguay “la política de vivienda es deficitaria, por no decir que no existe” y, por lo tanto, el derecho de acceso a ella “está vedado para la mayoría de su población”.

Según la abogada, la ausencia de políticas “no es solamente un problema de recursos”, sino de enfoques. En ese sentido, destacó el papel de Fucvam, “el único actor social y político que está dando lucha” con la propuesta que busca reformar el Fondo Nacional de Vivienda.