A Luis Eduardo Arigón se lo llevaron de su casa en la calle Belgrano, en el barrio La Blanqueada, la noche del 14 de junio de 1977, cuando tenía 51 años. Era militante del Partido Comunista, dirigente sindical de la Federación Uruguaya de Empleados del Comercio e Industria y trabajaba en una librería. Su esposa, Sara Barrocas, y sus dos hijas, Estrella y Sabina, vieron por la ventana cómo personas vestidas de militares lo subieron a una camioneta grande y en un auto Fiat que iba delante pusieron los libros que requisaron de la casa. Fue la última vez que lo vieron.
Los años pasaron y Sara mantuvo por mucho tiempo los zapatos de su esposo, la ropa en el placard y la brocha de afeitar en el baño. El 30 de julio de este año fueron hallados restos óseos en el Batallón 14, en el marco de la búsqueda de detenidos desaparecidos. El martes, el fiscal especializado en crímenes de lesa humanidad, Ricardo Perciballe, finalmente confirmó en conferencia de prensa que los restos eran de Arigón.
El jueves, Sabina, la hija menor de Arigón, recibió a la diaria en la casa en la que vive con su esposo, Javier Miranda, hijo de Fernando Miranda, también detenido desaparecido, cuyos restos fueron hallados en 2005. Dice que lo ha pensado mucho, pero que todavía no encuentra explicación para entender la maldad con la que los militares mataron y desaparecieron personas.
¿Cómo fue recibir la noticia de la identidad?
Fue impactante, pero la confirmación no fue tan impactante como el mes previo. Empezamos a manejar, a los pocos días que apareció el cuerpo, que había muchas probabilidades. Le podíamos haber errado, pero tenía la sensación. Hablaron de una camisa blanca y de las medias. Mucha gente pensó que podía ser, porque él se vestía así: de camisa blanca y pantalón de tela. Cuando lo vi en el informativo fue lo más feo, porque no sabía que era él, pero sabía que podía llegar a ser. Escuché toda la explicación de la antropóloga [Alicia Lusiardo], de todas las cosas que hicieron para que no quedara nada, y eso es una cosa atroz, es de una maldad… Mirá que lo he pensado, porque yo entiendo que haya gente que piense distinto, pero matar a una persona así como la mataron y después no tener los huevos para enfrentar a la familia es de cuarta.
Tenías 12 años cuando se lo llevaron. ¿Te acordás cómo fue el día que lo detuvieron?
Clarísimo. Estábamos durmiendo y nos despertaron a los golpes. Hubo un instante en el cual sentí movimiento en su cuarto. Escuché que mi madre hablaba con él y que abría la persiana. Los tipos también se habían ido a la casa de al lado. Habían ido a los otros apartamentos. Hubiera sido muy difícil irse, aunque creo que capaz tuvo la intención. Les abrieron la puerta y yo estaba en la cama con mi hermana. Quedamos quietitas. Pidieron mi cédula y la de mi hermana y le pidieron a mi madre que nos tapáramos, porque querían ver. Prendieron la luz del cuarto, nos miraron y le dijeron a mi madre que nos dijera que no tuviéramos miedo. Había uno que era el jefe del operativo, había gente de particular y gente vestida de militar. No me preguntes el color, si eran verdes o azules, porque no me acuerdo. Y después que se lo llevaron nos asomamos a la ventana; era de noche y con la luz de mercurio no se veía muy bien, pero había una camioneta grande, de esas que le decían “los camellos”, y creo que subió ahí. Después, adelante, no me olvido más, había un Fiat 128, donde pusieron los libros que se llevaron. Mi madre me dice: “¿Y ahora qué hago?”.
Antes ya lo habían detenido dos veces, ¿cómo impactaba eso en la dinámica familiar? ¿Vivían con miedo?
Podés encontrar percepciones diferentes si hablás con mi madre, que lamentablemente no se acuerda mucho [tiene 94 años]. Y también con mi hermana, que era mayor. Yo era chica y lo tomaba como parte de mi vida. Me habían dicho que si algún día venían los militares, no les abriera la puerta. Mirá qué inocencia, ¿no? Cuando lo ves en retrospectiva, te das cuenta de lo inocentes que eran. Yo sabía que eso podía pasar, pero estaba tranquila, porque me decía a mí misma: “Si llegan a venir y llegan a entrar, les ofrezco jugolín”. Era una cosa totalmente de niña. Sabía que había cosas que estaban escondidas y que se quemaron muchas cosas en mi casa. Mi padre en esos años a veces dormía en casa, a veces no. A mí me decían que mi padre no venía a dormir porque lo estaban buscando los militares. Pero no recuerdo que me quitara el sueño. Esto también te muestra lo que era la inocencia, en cierta manera, de ellos mismos. Mi padre, en esa época, a veces se escondía en el fondo. El edificio donde yo vivía es una planta baja y dos pisos. Tiene un fondo enorme y hay un galpón en el fondo. Entonces, en un momento nos dijo que por un tiempo iba a dormir en el fondo y se llevó el colchón de mi cama. ¿Vos te das cuenta? Si los tipos venían y entraban al cuarto y veían que faltaba un colchón, miraban para afuera, ya está. Yo creo que los subestimaron, esa es mi sensación. Mi padre, en algún momento, creo que dijo que eran inofensivos. Al principio estaba eso un poco; como que pensaban que no iba a pasar nada.
Cuando todo se puso más complicado, ¿analizaron la posibilidad de irse del país?
Esas cosas no me las consultaban, pero mi madre —después de que él no estuvo más— alguna vez comentó que le había dicho que se fuera, que se fuera a México. Había posibilidades, porque mucha gente se iba, pero se ve que dijo que no, que no quería. Tal vez pensó que no iba a pasar nada.
¿Cómo siguió la vida de ustedes después de esa noche en que se lo llevaron?
Al otro día, me levanté y me fui al liceo. Mi madre tenía que seguir trabajando porque quedamos solo con su sueldo, nada más. También empezó a ver por dónde trataba de buscarlo; llegó a ir hasta un vidente, de todo. Yo seguí haciendo mi vida. Mi madre, por ejemplo, decía que no podíamos comer asado porque era mi padre el que hacía todas esas cosas. Y yo le decía que me encargaba. Asumí algunos roles, porque me negaba. No quería que mi vida fuera un drama. Mi madre estaba muy mal; quedó muy mal muchos años. Iba a trabajar, venía y se acostaba en la cama a llorar. Eso fue durante años. No había cumpleaños en el que no llorara. La Navidad era un drama, pero yo no quería que fuera un drama. Fue como mi manera de seguir mi vida. Hice lo que pude. Pero para mi madre era como que su vida se había acabado. Era una situación desconocida: no era una viudez, no era un divorcio, no era que estaba preso, era la nada, entonces le costó mucho.
En la conferencia de prensa del martes dijiste que era un “padre común y corriente”, además de tener su actividad militante. ¿Quién era Luis Eduardo además de la foto que vemos los 20 de mayo?
¿Quieres que te conteste lo que veía o lo que supe después? Hay una parte que no sé. Uno a esa edad no mira a un padre pensando que no lo va a ver más. Puedo decir que mi madre era profesora de inglés en el liceo y él trabajaba en una librería. Se iba de mañana, volvía a mediodía, comía, se tiraba un ratito -40 minutos- y se iba a trabajar. Le encantaba hacer asados. Le gustaba tomarse un vasito de vino a mediodía, los domingos. Tocaba el violín y después cuando empecé a estudiar guitarra, él también quiso aprender y mi profesor de guitarra, Hugo Giovannetti, le enseñó algunas canciones. Pasaba leyendo en un sillón de tres cuerpos que teníamos en el living. Él se sentaba ahí y también le gustaba fumarse su naco. Como era chica, me sentaba en la falda mientras él seguía leyendo. Era linda la relación que teníamos. Cuando llegaba de trabajar —vivíamos en un segundo piso y había una escalera que tenía un ojo grande— yo miraba hacia abajo y lo veía subir; cuando llegaba me hacía así en el cachete y me decía: “Beto, Beto”, y yo me paraba en los pies. Me gustaba caminar, y caminaba así, en los pies de él.
¿Qué cosas hoy te recuerdan a tu padre? ¿Tocar la guitarra?
Hace mucho que no toco, pero hay canciones que a él le gustaban, que las tengo todavía. Tengo el cuaderno de canciones; algunas son copiadas por él, porque son las que él pidió. Le encantaba “Merceditas”. Aunque no hago demasiada conexión con eso, me doy cuenta de que hay cosas que sin querer uno las incorpora, porque a mí me gusta mucho la música, y en mi casa se escuchaba mucha música clásica. Mi padre escuchaba. Tal vez eso me quedó. Y bueno, mi hijo se llama Ignacio por él. No teníamos teléfono y un día me dice: “Andá a la pizzería que hay a la vuelta de casa y llamá a este teléfono”. Me dijo que llame de parte de Ignacio y diga que no va a la reunión de la noche. Para mí era una cosa rara, me reía. Yo no tenía ni idea de eso. Después me enteré de que era el alias de él.
¿Y tuviste militancia política partidaria?
No, una de las herencias fue esa. No quise saber de nada, aunque hubo gente que vino a hablarme.
¿Qué fue lo que te llevó a no querer nada?
Primero, siempre tuve miedo. Además pensaba que tenía que leer y me daba pereza ponerme a leer a Lenin. Por otra parte, siempre tuve un espíritu bastante crítico. Nunca me tragué la pastilla de que la Unión Soviética era un paraíso. Te podrás imaginar que la Unión Soviética estaba muy presente en mi casa. Teníamos revistas culturales, discos rusos; me encanta la música folclórica rusa. Los libros de mi infancia eran cuentos rusos. No tengo vergüenza de decirlo. Fueron muy importantes en mi formación porque muchos de esos libros transmitían buenos valores; me dejaron inculcado que hay que preocuparse por determinadas causas y ser solidario. Yo creo que uno puede militar a su manera. Yo nunca iba a militar porque era la “hija de”. No me importa decir que también tenía miedo, es la verdad. Y después, porque creo que para ser parte de algo hay que estar convencido y además hay que tener un carácter especial que yo no tengo.
¿Cómo fue la militancia de tu madre en Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos?
Ella fue de las fundadoras y estuvo hasta el voto verde, que fue un mazazo para todos. Sentía que a ella le hacía mal porque era una frustración detrás de otra. Se desvinculó un poco, aunque siguió conectada. Siempre iba a las marchas y sé que todas las semanas se reunían en la plaza Libertad. Me acuerdo que fui delegada de puerta durante el conteo y estaba convencida de que ganaba; no me entraba en el cerebro que podía perder. Estaba en facultad en esa época. Me acuerdo que una vez fuimos con unos compañeros casa por casa a repartir papeletas, y escuché gente que nos recibía bien y gente que nos decía disparates. Eso me dolía mucho; en ese sentido era muy frágil.
En una entrevista con Lado B de TV Ciudad contaste que la causa por tu padre empezó en 1986, pero nunca tuviste noticias. ¿Cómo ves la falta de avances a nivel judicial y a nivel político?
Para mí, una cosa que fue muy importante, sé que para mucha gente no lo es, fue cuando asumió Jorge Batlle. Fue un sacudón porque fue el primero que dijo algo. Aunque también me puso muy nerviosa porque es una cosa que siempre está latente y durante mucho tiempo sabías que no había posibilidad.
¿Qué era lo que te daba nervios?
En tu mente te imaginás muchas cosas que pueden haber pasado y no son lindas. Pero cuando este hombre dice que va a hacer algo, que va a crear la Comisión para la Paz, ahí ya no es tu pensamiento, ahí vas a tener que escucharlo y de hecho me pasó. Nos llamaron y fue muy feo. No fue demasiado específico, pero sí nos confirmaron por gente que había estado presa con él que podían dar fe de que sí, de que la había quedado en uno de esos interrogatorios. Pero lo más triste de esa noticia fue que eso sucedió dos, tres, cuatro días después de su detención. Te das cuenta de que nuestra vida hubiera sido otra. La vida de mi madre, siempre pienso en eso. Yo era muy chica y era distinto. Cuántos años de tortura, de pensar dónde estará... Me acuerdo de que en invierno, cuando me acostaba a dormir, a veces pensaba: “¿Estará pasando frío?”.
¿Qué le dirías a las personas que dicen que hay que dar vuelta la página?
No sé si queda gente que sepa algo, probablemente sí. Creo que algún cargo de conciencia deben de tener, no sé porque no lo dicen. Lo podrían haber dicho o lo pueden decir anónimamente. Es parte de la maldad. Continuaron con la mentira porque además eso siembra miedo. Ellos estaban convencidos de que lo que hicieron estaba bien, y eso es lo triste. Es una falta de humanidad; ni en las guerras pasa eso. Aunque esto no fue una guerra, como dicen algunos, de un lado y de otro.
En lo personal, luego de esta noticia, ¿se cierra un capítulo de tu vida? ¿Qué reflexión hacés?
No quiere decir que me deje de importar, porque hay muchas personas que todavía están esperando. Lo que nos pasó a nosotros es una cosa y no es mejor ni peor que otras situaciones que le pasan a otras familias, porque muchas veces he escuchado de algunos políticos que cuando sale este tema preguntan por los muertos por la guerrilla y los muertos por los ladrones. Todas las muertes son un espanto y hay que investigarlas. Esto no quiere decir que nosotros tengamos coronita. Lo que pasó acá fue que hubo un grupo de gente que se juntó —de la cual yo nunca fui parte, y lo digo con honestidad— y tuvo la tenacidad de seguir luchando. Y eso lo puede hacer cualquiera, porque fueron ninguneados durante años, décadas, por presidentes, por legisladores, que hoy quieren hacer, pero en su momento no hicieron nada. Todas las personas que tienen familiares que han muerto o que han pasado por situaciones similares pueden reclamar, están en su derecho. Lo que agrava esta situación es que la muerte de la persona fue hecha por un Estado, por un gobierno, de facto o como le llames.
A pesar de lo que se viene haciendo, ¿sigue el debe por parte del Estado?
El ejército uruguayo no ha reconocido todavía que cometieron un error. Y eso salpica, y sigue salpicando, a los nuevos chiquilines que quieren ser militares. Y salpica a los hijos de la familia militar; tal vez sus padres no participaron y no tienen por qué sentir el odio; ellos también la pasaron mal, así como yo me sentí discriminada mucho tiempo, ellos también se sintieron discriminados. Todo es por la falta de reconocimiento de que hay límites, y de que hicieron las cosas mal. Si los tipos reconocieran que hicieron las cosas mal, ya sería un paso importante.