Cuando tenía siete años, Catherina empezó a hacer una serie de movimientos involuntarios: pestañeaba largo y seguido, hacía muecas, movía las orejas, las manos, las piernas, y le empezó a surgir un nerviosismo en el estómago que la hacía gritar, repetidamente. El peor recuerdo es de cuando tenía nueve años: había ido con su hermana, cuatro años mayor que ella, a un cumpleaños en el que, por primera vez, vio un payaso. “Me entraron unos nervios impresionantes y me puse a gritar, ‘ah, ah, ah’. Mi hermana me decía: ‘Quedate callada’. Me descontrolé. Pararon al payaso y delante de todo el mundo dijeron: ‘¡Sacá a tu hermana de acá!’. ‘Yo no sabía que tu hermana... ¿Qué tiene tu hermana? ¿Está loca? ¿Qué le pasa? Es una mona, ¡hace muecas!’”. Cuenta que durante más de un año tuvo que ver en la calle, escritas con tiza, las burlas: “sos un mono”, “hacés muchas muecas”, “nadie te quiere, te odiamos”.
Hoy, con 46 años, Catherina Bruno sabe que padecía y padece todavía, aunque de una manera más aplacada, el síndrome de Tourette, definido como una condición neurológica que se manifiesta en la infancia o en la adolescencia y se caracteriza por hacer una serie de tics, movimientos involuntarios y rápidos que pueden abarcar la cara, el cuello, la cabeza, las extremidades, y la vocalización. Lleva el nombre de Georges Giles de la Tourette, neurólogo francés (1857- 1904) que en 1884 describió nueve personas con este síndrome al que denominó maladie des tics, enfermedad de los tics.
Es hereditario, pero a veces se puede “esquivar” a alguna generación, cuenta Catherina; en su caso, lo padecieron su padre y su prima, pero no lo tuvieron su hermana ni su hijo. Se incrementa en situaciones de estrés o excitación. La Asociación Americana de Tourette estima que actualmente en Estados Unidos hay un caso cada 160 niños entre los cinco y los 17 años, y es más probable que los síntomas se manifiesten en niños que en niñas. El padecimiento no tiene cura, pero algunos tics pueden ser transitorios. Según la asociación estadounidense, muchas personas presentan “mejoras notables” en la adolescencia tardía y entre los 20 y los 25 años.
Catherina es maestra y profesora de inglés. Lamenta que muchas personas no conozcan qué es el síndrome y que quienes lo conocen no hablan, porque tienen miedo. Por eso, empezó a trabajar para crear el grupo Síndrome de Tourette en Uruguay, una asociación civil que sirva como espacio de contención. Para eso convoca a familiares y personas con Tourette a participar mañana a las 10.30 en una reunión que se llevará a cabo en la sede del Sindicato Médico del Uruguay (SMU), en Montevideo (Bulevar Artigas 1565); hace poco más de un mes, también en el SMU, habían organizado una charla sobre el tema, que incluyó una exposición de la neuróloga Elena Dieguez.
Cuando era niña, Catherina no sabía qué tenía y tampoco conoció a alguien de su edad que tuviera tuviera algo parecido. Ahora mismo se ha encontrado con niños que también piensan que son los únicos a los que les pasa eso. Con la asociación, además de darles más elementos a los padres, aspira a que los niños y adolescentes se conozcan.
“No sabés cómo te pasa. A mí me decían: ‘Catherina, quedate tranquila, quedate tranquila’... y te mira un pueblo. Íbamos a comer a algún lado y no había vaso que yo no mordiera. Tenía el cuerpo para cualquier lado, era incontrolable. Mi padre me tenía que agarrar y abrazarme, y meterme en el ómnibus y subirme agarrada, porque iba para cualquier lado”, recuerda.
La contención de su familia fue fundamental: “Mis padres nunca me escondieron; si me tenían que llevar al parque, me llevaban al parque, yo hacía ‘ah’ y mi madre y mi padre hacían como que veían llover. En eso yo los felicito a los dos”. Pero para ella fue muy difícil: “La etapa más desgraciada de mi vida fue mi infancia, fui muy infeliz”, confiesa. Lo más difícil fue la vida social y la incomprensión. La maestra le ponía en el carné que tenía bajo rendimiento, pero ella estaba más preocupada por evitar hacer el tic que por cuánto daban las restas, cuenta.
La burla y la discriminación son las peores reacciones que provoca este síndrome, y de ahí, también, la necesidad de difundirlo. Ella sentía “una necesidad de movimiento”, relata, que suele asociarse con la hiperactividad. De niña le mandaron unas gotitas para la ansiedad. También probó con el club. Pero no había caso: nada le aplacaba los movimientos. De a poco fue aprendiendo a convivir con ellos, y hoy sólo se le nota cada tanto el parpadeo. Sin embargo, cuenta que sigue sintiendo ese nervio que le viene del estómago –que le provocó una úlcera–, pero ya no lo canaliza con gritos, sino que hace como que tose. “Uno va buscando recursos, eso es ensayo y error”, atestigua.
Menos de 15% de quienes padecen el síndrome dice obscenidades (coprolalia), porque así como hay quien carraspea, otros maldicen o dicen “malas palabras” en contextos inadecuados. Los casos son pocos y la molestia es grande, cuando esa característica es maximizada y refuerza la burla. Por ejemplo, a Catherina no le gusta que se sobredimensione ese aspecto, y menciona el caso de un niño que conoce, que grita y al final, de manera rápida y un tanto inentendible, dice “concha”, pero aclara que no lo hace todo el tiempo. El tema está ahora sobre el tapete por una telenovela, Las estrellas, en la que una de las protagonistas padece Tourette, pero a Catherina no le gustó lo que vio: “Ver que ridiculizan algo que vos sufriste y que es tan delicado me dan más ganas de matarla que de felicitarla”, dice refiriéndose a la actriz que interpreta el personaje.
Catherina entiende el sufrimiento de las familias y lo difícil, o desesperante, que puede resultar convivir con una persona que grita. Cuenta que hay recuerdos, dolores, que ya borró, porque la mente sabe elegir. Entre sus tesoros parece estar la “gente paciente” que encontró, que la ayudaba: “Me decían: ‘no te pongas nerviosa’, y yo lloraba porque no sabía qué era lo que me pasaba”. Tan difícil, tan simple como eso.