Las ambulancias del SAME concurren a los domicilios de los afiliados a ASSE cuando los telefonistas y médicos coordinadores de ese organismo rotulan los pedidos de atención con las claves 1, 2 y 3. Los llamados con clave 1 corresponden a pacientes que corren riesgo de vida; en esos casos, el móvil disponible más cercano tendrá un minuto de plazo para iniciar el recorrido hasta el domicilio. Clave 2 define situaciones también complicadas pero que toleran hasta dos horas para ser atendidas; el número 3 se asigna a eventos que no revisten gravedad, aunque ameritan la presencia de un médico en el domicilio; finalmente, en la clave 4 los funcionarios recomiendan a los usuarios que concurran a la policlínica más cercana.

Los móviles de ese organismo también son utilizados para realizar traslados coordinados de pacientes de un centro de salud a otro.

Solamente 3% de los llamados que recibe el SAME demandan una atención urgente, lo cual indica que la mayor parte de los casos que atienden esas unidades están lejos del vértigo de las escenas que describen las series televisivas.

Una ambulancia, en la cual cumplen turno el médico Boris, la enfermera Laura y el chofer Gualberto, será seguida de cerca durante varias horas por otro vehículo ocupado por dos funcionarios de ese organismo, Rodolfo y Servando, que serán guías de dos cronistas que pretenden reflejar lo que acontece en sus jornadas laborales.

La ausencia de rutinas y el temple curtido que tienen los funcionarios para convivir con el dolor son aspectos que, en primera instancia, llaman la atención a quienes permanecen alejados de ese ambiente profesional.

Un traslado

A las 9.30, la ambulancia está en condiciones de partir del centro de salud Badano Repetto, de Piedras Blancas.

El móvil, en este primer viaje, se dirigirá al centro auxiliar de Pando. Allí espera Claudia, de 83 años, que padece un síndrome coronario agudo con dolor torácico, que será trasladada hasta el Hospital de Clínicas para realizarle estudios más profundos. Claudia tiene cuerpo pequeño y un par de ojos grises que se mueven inquietos, pegados a la máscara de oxígeno. Salvo el personal médico, no hay nadie que la acompañe al nuevo destino de internación.

A las 10.40, la ambulancia se detiene frente a la planta baja del hospital universitario. Al costado de la puerta hay un hombre sentado que dibuja y colorea papeles y los ofrece a cambio de alguna moneda. Fuma y el humo de su cigarrillo armado corre junto al tapabocas que se encuentra a la altura de su cuello. Se enoja con los choferes y periodistas que no le dan dinero porque no son solidarios con su situación, a diferencia de lo que él hacía con otros que atravesaban situaciones complicadas cuando trabajaba en la construcción, argumenta.

Gualberto, Laura y Boris suben a Claudia hasta el piso 2, donde aguardan los médicos y residentes con quienes ya se había coordinado su llegada. Integrantes de uno y otro equipo intercambian diagnósticos, papeles y firmas para cumplir con el protocolo. De nuevo en planta baja, Laura encuentra un par de zapatos en la ambulancia. “Los zapatos de la señora...”, dice Boris al verlos. “Los ponemos en una bolsa y los subo”, dice el médico que, tras retornar de cumplir con esa misión, refiere a la soledad que rodea a muchas personas en el final de sus caminos.

Multiempleados

Rodolfo tiene 45 años y hace 22 que trabaja en el sistema de emergencias. Servando tiene 43 y ha pasado 23 años arriba de una ambulancia, pero cuando era menor de edad trabajó como camillero en una empresa de traslados. Ambos, ahora, cumplen funciones administrativas y dan cursos de capacitación en el SAME. Rodolfo trabaja 12 horas diarias en ese establecimiento. Su compañero cumple turno de seis horas en el sector público y en la noche trabaja como chofer-enfermero en una emergencia privada; lo mismo ocurre con Gualberto.

Laura también se mueve en el multiempleo: jornadas extensas y un par de días libres al mes, con suerte. Boris complementa su salario con la atención de policlínicas en una mutualista.

La vida social “son los compañeros”, explica Laura. Ella tiene 35 años y tres hijos que “entienden” su trabajo, algo que no siempre resulta fácil para las parejas afectivas, opina; sus compañeros asienten.

Espontáneos

Mientras la ambulancia está detenida en el estacionamiento del Clínicas, a las 11.30 llegan dos llamados: una mujer de 27 años está a punto de parir a su sexto hijo en una casa en el Cerro, mientras que otra, de 20 años, padece las secuelas de un aborto en Ciudad Vieja. Boris responde que asistirá al segundo llamado.

Media hora después, una muchacha flaca, rubia y llorosa egresa de un edificio de apartamentos sentada en una silla de ruedas. Junto a ella está un muchacho que la acompañará hasta el hospital Pereira Rossell en la ambulancia. La chica, que tiene un hijo, está muy dolorida, no tiene fuerza para desplazarse ni ganas de hablar, relata el joven.

Boris hace los trámites de rigor y la muchacha ingresa al servicio de ginecología. La asistencia a las mujeres que sufren abortos voluntarios o espontáneos es frecuente para los funcionarios del SAME, así como el traslado de las mujeres embarazadas a sala de partos. Rodolfo dice que las embarazadas deberían prever el traslado a las maternidades, pero que eso no siempre acontece y recurren a ese servicio o a los patrulleros “para que hagan de taxis”.

Servando asegura que el tránsito en Montevideo complica cada día más el trabajo de las ambulancias. Las calles de la ciudad están saturadas de vehículos y algunos de ellos no ceden paso cuando se acercan las sirenas. “Hay una falta de respeto a nuestro trabajo que la hemos visto crecer durante estos años”, establece, y añade que el confort de los “autos nuevos, con aire acondicionado, que van con las ventanillas altas, y los buenos equipos de radio” impiden que los conductores se percaten de las luces y sonidos característicos de las ambulancias.

Gualberto conduce el vehículo por bulevar Artigas directo al economato de ASSE para reponer las baterías del monitor que mide las frecuencias cardíacas. El lugar se encuentra detrás del Hospital Filtro. En el patio hay ambulancias, choferes, enfermeros, médicos; también un par de policías que cumplen el servicio de vigilancia y que tratan de controlar a un trabajador que estaba furioso porque no le habían permitido estacionar su moto junto a la puerta de acceso al edificio. “Se ven seguido los roces entre los compañeros –explica Servando–, pero es difícil que lleguen a las manos. Queda ahí no más”. El estrés, el síndrome de burn out –o del quemado–, los dolores de espalda y la hipertensión son algunas de las enfermedades profesionales en este sector, enumera Rodolfo.

Falta de aire

Con el monitor en condiciones de volver a ser utilizado, la ambulancia retorna a la zona de Piedras Blancas. Una mujer, paciente de enfermedad pulmonar obstructiva crónica, sufre un ataque de asma. “A esta altura del año empiezan a predominar las enfermedades cardiorrespiratorias”, advierte Boris.

El móvil demora 15 minutos en llegar a la zona desde donde partió el llamado. Hubo un breve retraso en dar con el Pasaje 2 que indicaba la dirección, pero unos vecinos del barrio auxiliaron a los funcionarios.

A mitad de camino entre la sorpresa y el reconocimiento por la llegada de dos móviles, un hombre mayor, que aguarda en la puerta de la casa, indica el camino –muy corto– para encontrar a la mujer, que descansa en el pequeño comedor. María tiene 77 años y es asmática desde niña, explica. Se atiende en la policlínica barrial y en el Hospital Maciel.

María y su compañero Roque vivieron muchos años, juntos, en Ciudad Vieja, pero fueron desalojados hace 15 años. A cambio, recibieron esa vivienda en Piedras Blancas, un barrio que “no me gusta, porque estamos lejos de todo”, indica la mujer.

Roque nació en Cardona, en el departamento de Soriano, hace 80 años. Fue trabajador rural en su juventud hasta que se radicó en Montevideo, donde fue mozo de varios bares durante más de 40 años. Casi siempre trabajó en negro, por eso hoy es pensionista, al igual que María, que nació en Ecilda Paullier, en San José.

María responde bien a las nebulizaciones que le realiza Laura. Respira sin necesidad de asistencia, relata sus antecedentes con las enfermedades respiratorias y agradece la presencia del equipo médico. Roque ordena las recetas que le entrega Boris y asegura que irá a la policlínica del barrio para cambiarlas por los medicamentos. También, deberá hacer el largo viaje hasta el Hospital Maciel para pedir consulta con un neumonólogo.

Servando asegura que en los hogares con necesidades insatisfechas, donde concurre con la ambulancia del SAME, y en aquellos con mayor holgura económica, a los que asiste con la emergencia privada, tratan mejor a los funcionarios médicos que en aquellos donde viven “los nuevos ricos, que son capaces de hacerte pasar por la puerta de servicio”.

El último viaje

Pasadas las 14.00, la ambulancia retorna a la policlínica Badano Repetto. Ha llegado el momento de un descanso para Boris, Gualberto y Laura, quienes aseguran que la conformación de un buen equipo es indispensable para cumplir con esa función. “Somos nosotros tres, con mirarnos ya sabemos lo que tenemos que hacer”, explica Laura. “En este trabajo no hay rutina. Empezás y no sabés dónde terminás ni lo que te espera, por eso es importante el armado de un buen equipo”, resalta Boris.

Los cronistas y sus guías emprenden camino de retorno al SAME. Rodolfo no recuerda cuándo fue la primera vez que su trabajo lo vinculó con la muerte. En cambio, Servando aún tiene fresca aquella escena: él tenía 16 años, trabajaba como camillero, y concurrió a un domicilio para trasladar a una paciente hasta un sanatorio. Apenas ingresó a la casa, descubrió la rigidez definitiva en el cuerpo de una mujer.

El relato de los trabajadores se interrumpe en avenida Belloni. Un hombre joven sale del patio de estacionamiento de una automotora y hace señas bastante ostensibles para detener la marcha del móvil. “Hace más de una hora que estoy llamando al 911 y no mandaron a nadie todavía. Aquel muchacho entró a la automotora y se desvaneció”.

En el piso de piedra azul partida, donde conviven autos de alta gama y de precios populares, hay un muchacho sentado en una silla con la cabeza caída sobre su pecho. Alcanzó a decir que se llama Andrés y que llegó esta mañana desde el interior del país para buscar trabajo. Los enfermeros intentan levantarlo y el muchacho se desploma. Rodolfo y Servando deciden subirlo al móvil y trasladarlo hasta la policlínica de Piedras Blancas.

Servando está al frente del volante y le solicita a su compañero que intente reanimar al muchacho, que parece estar inmerso en un profundo sueño. Rodolfo controla el pulso en la muñeca y en el cuello de Andrés. Los valores son normales, por ventura. “Está como tumbado, pero está vivo. Es una crisis conversiva. Son pacientes que pueden aparentar diferentes estados. Estará bien”, asegura el enfermero ante las miradas algo temerosas de los cronistas.