Uno de los principales cambios que introdujo la Ley de Salud Mental es pasar del modelo asilar al comunitario, lo que implica un despliegue de estrategias y centros que permitan atender a tiempo los problemas, evitando la cronificación. La Dirección de Salud Mental de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) está trabajando en el cambio de modelo, y para eso trajo a Uruguay, la semana pasada, a Miguel Castejón, psicólogo y director de proyectos y cooperación de la Fundación Manantial, una asociación española que nació del movimiento asociativo de familiares en Madrid, hace 23 años. La fundación surgió de la inquietud de padres y madres preocupados por quién cuidaría a sus hijos cuando ellos ya no pudieran hacerlo. Una de las áreas de actuación de la Fundación Manantial es la gestión de centros residenciales de rehabilitación psicosocial y laboral para personas con trastornos mentales graves. Castejón visitó algunos centros alternativos, se contactó con referentes de programas de egreso del hospital Vilardebó y de las colonias psiquiátricas, con organizaciones de familiares y con autoridades de Salud Mental del Ministerio de Salud Pública.

La reforma de la atención en salud mental en España comenzó en 1986; según Castejón, lo hizo tardíamente con respecto a Europa, que ya en la década de 1950 había impulsado el cierre de los asilos. El cambio de paradigma se apoyó en la atención de estos problemas a nivel comunitario y con la colaboración de los servicios sociales: “Los problemas de salud mental dejan de ser problemas especialmente médicos y pasan a ser problemas sociosanitarios o integrales; tienes problemas médicos, pero también tienes problemas de trabajo, de vivienda, de todo tipo, con lo cual los servicios sociales son básicos para atender las múltiples necesidades de la gente que va a salir del hospital”, explicó.

España tiene asilos remanentes de la vieja época, cuya población presenta un alto grado de deterioro; “son personas con un perfil psicogeriátrico, con mucho deterioro intelectual, que habría que pasar a otra residencia similar; entonces se ha decidido dejarlos en esas unidades, que son los restos de los manicomios, donde se recibe el alta casi exclusivamente por defunción”, apuntó.

El grueso de la atención se hace en residencias abiertas, todas gratuitas para los usuarios: “Son residencias pequeñitas, de 20 personas máximo, lugares abiertos donde las personas, dado que no tienen restringido su derecho fundamental a la libertad y al libre movimiento, pueden entrar y salir cuando quieran”. Castejón detalló que cumplen diferentes funciones: “Por ejemplo, pueden ser tu casa a largo plazo si no tienes apoyo familiar o no tienes autonomía o dinero para vivir solo. También pueden ser lugares de preparación para una vida más autónoma; por ejemplo, puedes salir del hospital y tener un piso al que vas a vivir, pero necesitas aprender a cocinar algo y a tomar bien tu medicación, entonces puedes pasar en la residencia unos meses o incluso años, hasta que estés preparado y decides dar el salto al departamento. Cuando no tienes departamento, la comunidad de Madrid tiene departamentos con supervisión flexible, a distancia, donde si tienes una dificultad llamas por teléfono y puedes recibir apoyo; si no, periódicamente, un profesional coordina con los que viven en el departamento para ver cómo les va. Finalmente, hay otra función de estancias muy cortitas, puntuales, casi hoteleras: por ejemplo, alguien que cuida a una persona tiene que ser operado y no puede ejercer la función de cuidador. La persona, entonces, se desplaza unos días a la residencia hasta que pueda volver a su casa”.

Por otra parte, España reforzó el sistema de atención primaria; se entiende que los problemas que no sean severos no tienen por qué sean atendidos por especialistas, que se reservan para los casos graves y para apoyar a los equipos básicos cuando lo necesitan. Por eso, se capacita a los médicos generales “en la atención en los malestares psicológicos”, dijo Castejón, y los equipos básicos de salud se apoyan con psicólogos y trabajadores sociales.

Proyectos auxiliares pero fundamentales

Fundación Manantial, así como otras entidades, gestiona servicios; como no tiene fines de lucro, el beneficio que obtiene lo reinvierte en la atención integral de personas con trastornos mentales, concretamente en áreas sin cobertura pública. Una de ellas es la generación de empleo que hace una empresa que depende de la fundación, Manantial Integra, que tiene contratados a 303 “ex pacientes”, como los llama Castejón, puesto que “son trabajadores que están en tratamiento médico”.

Otro proyecto apunta a “la atención temprana a las personas que tienen los primeros episodios de tipo psicótico. Tenemos una experiencia llamada Unidad de Atención Temprana: tratamos de atender esa experiencia de una forma muy cálida, muy humana, con dosis mínimas de medicación y mucho apoyo personal. Cuando alguien pide ayuda, lo que hacemos en 48 horas es desplazar un psiquiatra y otro profesional a su casa; con el paciente y su familia constituyen un equipo que empieza a tomar decisiones sobre el tratamiento, no se obliga a nadie a tomar medicación, se decide si vas a ingresar o te voy a cuidar en tu casa. Está inspirado en un modelo finlandés que se llama “Diálogo abierto” y que cambia la medicación por diálogo; casi todos toman medicación en este proyecto, pero la diferencia es que nadie la toma obligado, ellos deciden cuándo toman medicación, qué cantidad. Lo que hace el profesional es hacer la oferta, digamos”. Castejón aseguró que de esa forma se evita la cronificación. “Hoy en día ya hay bastante evidencia que demuestra que la medicación evita las recaídas a corto plazo, pero lo hace a base de quitarte cualidad humana, digamos; como no eres persona, no deliras, pero a largo plazo tanta medicación te cronifica y no te ayuda a que generes una respuesta a ese problema que está teniendo”, planteó.

Entonces fue a la raíz del asunto: “Cuando uno se vuelve loco es por algo, no se vuelve loco por azar. De alguna forma la vida te ha llevado a un punto de sufrimiento sin retorno y entonces la locura es una especie de defensa –de mala defensa–, un escape de una situación vital muy angustiosa. Tratamos de acompañar a la gente para que, en la medida de lo posible, encuentre una explicación a por qué le pasa eso que le pasa, una explicación que no tiene por qué ser verdadera, pero nos tranquiliza tener alguna teoría acerca de lo que nos pasa. ‘¿Por qué me he vuelto loco?’, esa es una pregunta que este modelo no rechaza. En este modelo el síntoma no es el problema, sino la expresión de un problema”. Hace cuatro años que la Fundación Manantial desarrolla la Unidad de Atención Temprana. “Por el momento vemos que las personas ingresan menos al hospital, se reincorporan antes a los estudios y al trabajo, no tenemos ningún intento de suicidio –algo que es habitual en personas con episodios de tipo psicótico–... entonces la recuperación funcional es muy importante. Es verdad que estas personas conviven con síntomas, pero aprenden a gestionarlos de firma de que no sean tan angustiosos. Al tener menos dosis de medicación, eso les permite gestionar mejor la experiencia, entonces se trata de bajar un poquito la medicación y poner más apoyo psicológico y social”. Ese trabajo es llevado a cabo por psiquiatras, psicólogos, terapeutas de familia y un par, un ex paciente recuperado, cuyo trabajo es fundamental, valoró Castejón, porque “pone el foco en la empatía con el paciente” y trabaja con el equipo “haciéndole ver que se pueden estar desenfocando”.

El tercer proyecto en el que Fundación Manantial vuelca sus ingresos es en “Casa verde”, dirigido a mamás con psicosis posparto. “Normalmente, cuando eso pasa, se retira al bebé de la mamá porque se entiende que no va a ser cuidable, que puede incluso estar en riesgo. Hicimos un estudio en la comunidad de Madrid y, efectivamente, 40% de las mamás con psicosis perdían la custodia, la tutela y la convivencia con el bebé”, explicó. El programa apunta a facilitar que la madre pueda cuidar a su hijo a pesar de sus problemas de salud y que su hijo pueda crecer sin riesgo. “Durante estos siete años que llevamos hemos atendido a 100 mamás con sus bebés y sólo una perdió la custodia; hemos pasado de 40% a 1%, y te aseguro que eso lo miran con lupa, porque como hay riesgo, los servicios sociales actúan de oficio de forma radical, o sea que esa también es una prueba de cómo, con apoyo, se pueden conseguir muchas más cosas de las que uno podría pensar inicialmente. Al fin y al cabo, la psicosis es una situación extrema de múltiples necesidades, pero con ayuda puedes salir adelante”, alentó.

¿Cómo ves la realidad uruguaya en este pasaje del modelo asilar al modelo de atención comunitaria?

La veo bien, veo que la gente tiene ganas de que esto pase, pero hay incertidumbres; de momento se habla de que va a haber alternativas pero tampoco hay tantas, entonces hay inquietud. Me encantaría que las autoridades pudieran tener claro el proceso y aseguraran que los cambios van a ser para mejor, que nadie va a perder derechos laborales y que la vida va a ser mejor para todos; me consta que es el deseo de las autoridades. La vida de los pacientes va a ser mejor y Uruguay es el que va a ganar, pero va a ser un proceso con disgustos. Todo el mundo tendrá que ceder un poco, pero será en aras del bien común. Así que lo veo como un momento de crisis propia de cuando parece que algo que tiene que morir para que nazca algo nuevo, pero lo que tiene que nacer no acaba de nacer y lo que tiene que morir no acaba de morir; por lo tanto, hay una incertidumbre que pone nerviosa a la gente.

¿Este modelo requiere más personal?

Trabajar en la comunidad no es gratis. En España vamos con retraso; ir por detrás tiene la ventaja de ver los errores del que va por delante, y uno de los errores que se vio es que no es suficiente con sacar a la gente a la calle, eso es tan inhumano como dejarlos dentro. Vimos que había que construir espacios alternativos fuera. Hay estudios que demuestran que no es más caro, porque un hospital cuesta mucho dinero; una residencia puede costar profesionales que acompañen, que visiten el domicilio, pero te aseguro que un hospital también cuesta mucho dinero: cuestan las infraestructuras, los salarios, los turnos. Es algo que hay que hacer cueste lo que cueste. Nadie se plantea si hay que hacer una transfusión de sangre por su precio; con la salud mental debería ser igual. Todo el mundo tiene derecho a moverse libremente y a vivir donde quiera, siempre y cuando no haya hecho algún delito y el juez le restrinja la libertad. Sin embargo, hay gente que sin haber cometido ningún delito está encerrada. Hay que acabar con eso cueste lo que cueste. No es gratis, pero es mucho más sano vivir en comunidad, más digno, más rehabilitador. No se trata de cerrar los hospitales, se trata de abrir alternativas, y los hospitales dejarán de existir cuando no sean necesarios.

Durante la discusión de la ley, hubo quienes recomendaron cuidar que los nuevos dispositivos no sean minimanicomios. ¿Cómo cuidó ese aspecto España?

Con capacitación. La locura es un tema relacional. Tú puedes trabajar muy bien en un manicomio, como profesional, o muy mal en un piso, depende de cómo te relaciones: si llegas a un piso supuestamente comunitario y alternativo dando voces a la gente, minusvalorando su capacidad, no dando oportunidades de autonomía, estás haciendo un trabajo alienante, manicomial; sin embargo, en un manicomio donde la gente no pueda salir tú puedes, curiosamente, respetar, empoderar en la medida en la que escuchas, en la que validas la experiencia del otro, en la que le das oportunidades para reflexionar. Lo que hay que hacer es impedir que en los nuevos espacios se practiquen las estrategias manicomiales: habrá que acompañar a los profesionales que transiten del espacio manicomial al comunitario en un proceso de reflexión sobre las nuevas prácticas que tendrán que hacer, porque no es un problema de espacio, sino de relaciones. Básicamente, el cambio de relación debe consistir en una bajada del pedestal, en un reconocer que no tenemos ni puta idea de cómo ayudar a la gente. Tenemos que ser más modestos, escuchar más, ser más prudentes, estar cerca, acompañar, ayudar en la vida diaria, ir dando oportunidades a los pacientes de crecer, respetando un poco lo que les pasa. Esa es la forma de relación que se necesita en los nuevos espacios, porque si vas a nuevos espacios con prácticas viejas, estás igual.

Las autoridades de salud remarcan que para aplicar la ley se necesita generar un cambio cultural. ¿Qué tan lejos te parece que está Uruguay del cambio cultural?

Está muy lejos, como en todas partes. Las claves están en reconocer que nos falta mucho para tener la solución, para atender y ayudar a la persona que enloquece. Creo que eso nos haría más humildes y nos permitiría estar más receptivos a muchas claves que los propios pacientes tienen. Las principales soluciones vienen de los propios pacientes cuando se agrupan con iguales, ahí empiezan a encontrar una comprensión que no encuentran en la sociedad, precisamente por ese rechazo y ese miedo, y en esa comprensión, en ese sentirse validados en la experiencia es cuando se pueden recuperar. Con validar en la experiencia me refiero a que si alguien dice que está escuchando una voz que le dice que se mate, tú le reconozcas que tiene que ser horroroso estar con esa voz y que si a ti te pasara estarías igual que él; validar significa eso, no decirle ‘pero eso es producto de tu cerebro porque funciona mal’, ya que entonces no solamente está mal por la voz que oye, sino porque se corta la comunicación y se aísla más del mundo, la persona queda más sola. La clave para el estigma es entender y reconocer que esa persona sufre porque algo le ha pasado en la vida para enloquecer; cuando entendemos eso, empatizamos más con ella. Si pensamos que es un problema del cerebro, una alteración genética, hay más rechazo. Cada vez hay más datos de que las personas que sufren trastornos tan graves como la esquizofrenia tienen una biografía de maltrato infantil, en cualquiera de sus formas. Eso deja una huella espectacular, y por lo tanto de alguna manera también es responsabilidad de nuestras comunidades organizar una vida en la que la infancia esté cuidada.