En 2005, el Comité de los Derechos del Niño de Uruguay manifestó preocupación por diagnósticos errados del trastorno de la concentración, de la hiperquinesia –aumento de movimientos involuntarios–, del déficit de atención en niños, y por la prescripción excesiva de psicofármacos. En 2010, el Comité de Derechos Sociales, Económicos y Culturales de las Naciones Unidas le advirtió a Uruguay que tomara medidas eficaces para hacer frente al aumento de la administración de metilfenidato –más conocido como ritalina– en niños y niñas. En 2015, el Comité de los Derechos del Niño volvió a observar a Uruguay por la falta de información sobre la situación sanitaria en este tema y recomendó evaluar la situación de niños diagnosticados y medicados por déficit atencional. En 2017, la División Sustancias Controladas del Ministerio de Salud Pública hizo un estudio sobre el uso del metilfenidato en Uruguay desde 2014 hasta octubre de 2016 y detectó un aumento del consumo; pidió identificar estrategias de farmacovigilancia, porque “existe escasa información sobre la seguridad” del uso del fármaco a largo plazo, abogó por una prescripción y un uso racional de estos medicamentos y recomendó mejorar la educación de profesionales de la salud y de los usuarios. Así lo enumeró Alicia Muniz, doctora en Psicología y grado cinco del Instituto de Psicología Clínica (Facultad de Psicología, Universidad de la República) al abrir la mesa redonda “Despatologización de las diferencias en niños, niñas y adolescentes”, que se desarrolló el 24 de mayo en el aula magna de la Facultad de Psicología, que estaba repleta.
En su introducción, Muniz comentó que hay una vulneración de los derechos de los niños, las niñas y los adolescentes, porque ni ellos ni los adultos son suficientemente informados de qué toman ni para qué. Reseñó, además, algunas investigaciones de la facultad que identificaron la incidencia de factores en el déficit atencional que no tienen que ver con lo biológico, como el vínculo madre-hijo en edades tempranas y el “declive de la figura del padre”.
La tesis doctoral de Muniz, de 2017, titulada “Impacto a nivel de los vínculos intrafamiliares del diagnóstico psicopatológico y del tratamiento por dificultades en la atención y por actividad e hiperactividad en niños escolares”, halló “un grado de sufrimiento importante” en niños de siete a diez años que estaban en tratamiento farmacológico, así como en sus padres, por el hecho de atravesar la medicalización y “ser señalados como el niño problemático”. “Se destaca en los discursos parentales la presión que ejercen instituciones como la escuela y el sistema sanitario, a tal punto significativas que inciden en el relacionamiento del niño y su familia con el entorno”, expresó Muniz. Halló, además, riesgos por el “escaso control de la medicación” y el manejo arbitrario de los medicamentos, falta de indicación de psicoterapia en niños con sintomatología de larga data y un único tratamiento propuesto: el farmacológico.
Poner en palabras
Con su tesis de doctorado, “Eficacia de la psicoterapia psicoanalítica en situación de grupo para niños con dificultades de atención”, de 2016, Adriana Cristóforo, profesora del Instituto de Psicología Clínica, dio información sobre los aportes de la terapia grupal. Trabajó durante 12 meses con un grupo de cinco niños (tres varones y dos niñas de siete a nueve años) que tenían diagnósticos de inquietud y/o desatención y no estaban medicados. “La despatologización pasa por escuchar a los niños, escuchar lo que dicen de su sufrimiento, sus síntomas”, afirmó. Agregó que, si bien “la atención como función tiene un componente neurológico”, tiene otro que refiere “a la historia libidinal de ese niño y cómo en esa historia libidinal la atención pudo, o no, desarrollarse como función”.
Alegó que eligió trabajar con dispositivos grupales “porque el grupo tiene una función de apuntalamiento del psiquismo y hay diversos autores que señalan que una de las dificultades de los niños con problemas atencionales tiene que ver con las fallas del apuntalamiento del yo en el proceso de la constitución del psiquismo”. Puntualizó que “esta función de apuntalamiento de la madre está vinculada con la función de paraexcitación que refiere al sistema de defensa que protege al psiquismo del exceso de excitación” y que “lo que pasa en la función de apuntalamiento es que el niño no internaliza esa función de protección, lo que genera dificultades en las funciones cognitivas en general y específicamente en la atención”.
Cristóforo compartió tres momentos de la terapia. Contó que a los dos meses los niños empezaron a bailar y a competir por quién gritaba y pegaba más. Uno de ellos, Santiago, no se acercaba a la terapeuta. Era el único que había estado un tiempo medicado con metilfenidato por su déficit atencional, hasta que la madre optó por suspenderlo, debido a los efectos secundarios (alteraciones del apetito y el sueño). A los seis meses, Santiago y Ana jugaban a hacerse una torta de cumpleaños; la niña le comentó a su compañero que nunca le habían hecho una. “¿Sabés que yo sé que mi mamá no me quiere?”, le preguntó a Santiago. Él le preguntó por qué. Ella le respondió que su madre quería más a su primita. Santiago le hizo una torta de cumpleaños. “Me gusta mucho venir acá”, expresó Ana. “Yo me creía que eran todos malos, y ahora me doy cuenta de que no”, le respondió él. A los nueve meses, Santiago, Ana y Juan jugaron a que hacían un paseo en ómnibus; se adjudicaron roles y simularon que ocurría un robo. “Los niños traducen en el cuerpo ese sufrimiento. Empiezan a armar juegos, a poder decir en lugar de actuar el sufrimiento por medio de su cuerpo. Lo interesante es cómo esta función de apuntalamiento se produce entre ellos: son ellos los que se dicen cosas. Esa es la función de apuntalamiento del psiquismo. Los grupos a los que pertenecemos siempre apuntalan”, concluyó Cristóforo, que remarcó que, “cuando un niño cuenta su historia en un grupo, su drama, por medio del juego, pasa a ser actor de algo que hasta ese momento vivía pasivamente”.
Futuros inciertos
Gustavo Giachetto, pediatra y profesor de la Clínica Pediátrica de la Facultad de Medicina, era el único representante del área médica en la mesa. Si bien no esquivó la propuesta, reparó en que tal vez la invitación debió ser para especialistas en psiquiatría. Calificó de tema importante la “patologización de la vida cotidiana” e identificó que “se mezcla con profundos intereses mercantilistas”, en los que hay presiones de distinto tipo y “la industria farmacéutica juega rol importante”, al punto de poner en tela de juicio “manuales enteros de la medicina, como el manual de los trastornos de enfermedades mentales” (DSM, por sus siglas en inglés), “que son no más que una serie de catálogos de descripción de conductas y comportamientos consensuados entre especialistas de la psiquiatría”. Explicó que defiende “la necesidad de hacer diagnósticos cuando hay que hacerlos”, pero que “el tema es todo aquello que se diagnostica cuando no se tiene que diagnosticar y todo aquello que se medica cuando no se tiene que medicar”.
Citó dos estudios hechos en el Centro Hospitalario Pereira Rossell (CHPR). Uno de ellos indagó en el uso de psicofármacos en niños y adolescentes en tres momentos (2002, 2007 y 2012), que comparó la dispensación de psicofármacos del Departamento de Farmacia del hospital. Metilfenidato, risperidona, quetiapina, sertralina y alprazolam estuvieron entre los más consumidos. Giachetto manifestó preocupación por “el uso importante de risperidona”, un antipsicótico aprobado por la agencia norteamericana de medicamentos en 1993 para la esquizofrenia, el trastorno bipolar de adultos y la agresión persistente en niños mayores de cinco años con un funcionamiento intelectual por debajo de la media. “Antes de los cinco años no deberíamos poder usarlo, y hay niños más pequeños medicados”, señaló.
Entre febrero y abril de 2014, los especialistas hicieron un estudio en el que indagaron en el uso de psicofármacos en niños hospitalizados en el CHPR. Encuestaron a 608 niños y sus referentes adultos: 46 niños consumían 74 psicofármacos. La media de edad era de diez años, pero algunos tenían tres, dijo. Los antipsicóticos fueron los más frecuentes (sobresale la risperidona), seguidos por los estabilizantes del humor. 25 niños tenían monoterapia y 21, politerapia, es decir, consumían dos o más fármacos. “Había pacientes que recibían tres, cuatro y hasta teníamos uno que recibía seis psicofármacos”, apuntó. Agregó que más de la mitad hacia más de un año que estaba bajo tratamiento, que los cuidadores decían que los habían indicado por problemas conductuales (hiperactividad, agresividad) y que “una proporción importante de los cuidadores hace automanejo, autoajuste de los tratamientos: sube dosis, baja dosis, suspende, sin ningún control”. Sólo la mitad recibía apoyo no psicofarmacológico. “Nos preocupa la elevada frecuencia de polifarmacia, que no sabemos qué evidencia científica la sustenta”, así como el automanejo, indicó.
Giachetto cuestionó la quinta y última versión del DSM (de 2013), porque “se patologizan cosas que son de la vida; el luto, por ejemplo, existe, no es una patología, y dura tiempos variables”, reprobó. Criticó que no se tomen en cuenta los “factores de riesgo contextuales” en los que se desarrollan los niños y se haga “un tratamiento básicamente sintomático, porque los psicofármacos no son más que eso: medicamentos que atacan síntomas, que no curan nada, no modifican nada”.
Añadió que muchos de los psicofármacos que se usan en niños se apoyan en la evidencia de estudios para adultos, muchos de los cuales fueron patrocinados por la industria farmacéutica, que “tiene que vender y cubrir nichos de mercado”. “Las evidencias científicas hay que tomarlas, analizaras, criticarlas, ser muy cuidadosos y no traspasar información libremente”, dijo, reprobando el uso off label –fuera de etiqueta– y la “extrapolación de dosis de adultos”, sin conocer, además, cómo inciden en el desarrollo del niño. Por último, invitó a los psicólogos a trabajar en equipo, junto con pediatras y psiquiatras.
Patologías de moda
Gisela Untoiglich, doctora en Psicología y profesora de la Universidad de Buenos Aires, también cuestionó el DSM-V. Leyó la definición de “patologización”, subrayó que ubica “en un lugar de enfermo o de potencialmente enfermo” al sujeto y que “antes había básicamente dos grupos: los enfermos y los sanos”, pero que ahora hay “enfermos y potencialmente enfermos”. Criticó que en la medicina, en general, “se medica el riesgo a”, sea diabetes o una enfermedad coronaria, y que incluso se quisiera incluir en el DSM-V “el riesgo a psicosis”. Dijo que el “sindrome premenstrual”, que incluyó el último manual, “se inventó en una oficina de marketing, cuando vencía la patente Prozac; cuando vence una licencia, la manera de renovarla es darle otro uso”.
Añadió que “otro gran negocio es el de la prevención y el tratamiento”, sobre todo del trastorno del espectro autista, como en otro momento “estuvo de moda” el de déficit atencional, y reprobó que “las técnicas médico-químicas aparecen como el único tratamiento”. Cuestionó los mandatos sociales, que “el sufrimiento se privatiza y se individualiza” y que es más fácil “que el sufrimiento sea algo de las neuronas” que relacionarlo con los vínculos familiares o con la propuesta educativa.
“Hay ciertos imperativos epocales que se presentan: sé positivo, sigue adelante, que el dolor no te detenga”, dijo, reprobando jingles de farmacéuticas, así como los mandatos de las redes sociales, que sólo apuntan a mostrar niños y adultos felices, “happycondríacos”.