El oceanógrafo Pablo Puig es el encargado de la Unidad de Pesca Artesanal de la Dirección Nacional de Recursos Acuáticos (Dinara). Esa dependencia se conformó en 2007, y desde entonces “hacemos un trabajo de bomberos”, reconoce.

Atienden dos tipos de problemas: “estructurales de la propia actividad –falta de infraestructura en la costa para trabajar, tipo y tamaño de las embarcaciones, seguridad–, y el más cotidiano es el intermediario y los costos de lo que se paga por el pescado”.

Puig explica cómo se conforma la cadena de la pesca artesanal: “A grandes rasgos, el pescador artesanal pesca, llega a tierra, y ahí la producción pasa a manos de un intermediario o acopiador, que puede vender la producción a otro más grande o, en la mayoría de los casos, al frigorífico para exportación”.

“Hasta hace tres o cuatro años se pagaba muy bien el kilo de pescado, llegó a pagarse un dólar; es mucha plata, y más en el momento de la zafra. Pero ahora se vino abajo todo”.

“Si hablás con los pescadores, ellos te dicen que los intermediarios y los frigoríficos se llevan toda la plata, pero se vino abajo el precio a nivel mundial”, advierte Puig. Señaló que “en algunos lugares no se controla la calidad del producto; lo vendían en mal estado. En la pesca artesanal no existe la línea de frío, y es algo que la Dinara busca resolver”, admite.

La mayor parte de las divisas que ingresan a Uruguay por exportaciones de pescado corresponden al modelo industrial. Sin embargo, eso no significa que ese modelo genere mayor cantidad de puestos de trabajo ni que “tenga un alto impacto en las poblaciones”. Puig estima que a lo largo de la costa uruguaya cerca de 10.000 personas participan “en la movida de la pesca artesanal”, e indica una serie de lugares donde resulta una de las fuentes principales de ingreso económico de sus habitantes: Pajas Blancas en Montevideo, varios balnearios de Canelones, Maldonado y Rocha, San Gregorio de Polanco (Tacuarembó), La Concordia (Soriano), Bocas del Cufré (San José), entre otros.

En esas comunidades se ha generado “una cultura que muchas veces se subestima”. “Es una lástima, porque existe una cultura pescadora, con sus pros y contras. Los pescadores de agua dulce, en el litoral o en Tacuarembó salen, hacen un campamento, viven en el monte, cazan un capincho o un yacaré, lo comen, y todo eso muchas veces es muy perseguido, pero toda la vida hicieron eso”. “La mirada montevideana cuestiona un montón de tradiciones, pero se criaron así, comieron toda la vida nutrias y capinchos y alguna lanuda que se ‘cayó’ en el bote, aunque sabemos que eso está mal. Pero hay que entender que hay una historia detrás que hace que esas cosas sean normales para ellos”.

La existencia de esa cultura explicaría la sucesión de fracasos registrados a la hora de conformar cooperativas de pescadores impulsadas por diferentes instituciones. “Los intentos de cooperativizar han sido un fracaso detrás de otro. Eso es una de las cosas que me ha tenido más amargado, porque es muy difícil hacerlo. Está ligado a factores culturales, de idiosincrasia, de capacitación, de gente que no tiene una base educativa; estamos hablando de gente que a veces no tiene cédula de identidad”. “Ocurre algo perverso cuando se quieren formar cooperativas donde no hay sustrato para hacerlo. Les escriben los estatutos, los hacen firmar, y después los técnicos cobran sus sueldos y se van. Es difícil cambiarlo, porque estas cosas se hacen con financiamiento externo, desde donde dicen que las cosas se deben hacer en 18 meses y en ese tiempo no podés hacer nada. Esos intentos muchas veces están armados y diseñados por personas que no conocen la realidad del sector y de cada territorio”, observa Puig.