Cuando el marido de Valentina Silva se volvió a Uruguay, después de terminar un trabajo que le habían comisionado en Venezuela, “en lugar de un imán de heladera”, se la trajo a ella. El uruguayo y la caraqueña llegaron juntos en 2008. En ese momento, una caribeña era exótica en este país ventoso y de sazón mesurada. Al menos así se lo hacían sentir. La nueva migración no saltaba a la vista, todavía. No había arepas en las ferias, porque tampoco vendían harina Pan en las tiendas. El ananá y el kiwi eran las mayores osadías frutales.

Silva, que en Venezuela se desempeñaba en el área de mercadeo, fue gerenta de relacionamiento, y en diferentes empresas siempre le tocó trabajar de cara al cliente. En los primeros tiempos en Uruguay tuvo algunos contratos a término, estuvo en una empresa de seguros médicos, después en un banco, hasta que trató de sacar adelante un emprendimiento con su pareja. Cuando nacieron sus hijas, básicamente se dedicó a cuidarlas, pero apenas tuvo tiempo, empezó con los dulces. “No lo busqué hacer por necesidad, sino que empezó con unas ganas de investigar cosas que me gustaban y que acá no encontraba”, aclara. Actualmente, una tiene 13 y la otra 11 años, y de algún modo toda la familia, yendo a la feria, llevando cajas, ayudando, está detrás de la dulcería artesanal que montó mientras recreaba los sabores que añoraba. A nivel doméstico, antes compraba harina de mazamorra, tenía la paciencia de hervirla y dejarla reposar para las que fueron sus primeras masas de arepas; era tal como dice, “cocinaba con lo que encontraba, no tenía miedo de improvisar”. Sus parientes políticos no medían en atenciones; igualmente había platos irreplicables. “No había cosas que no intentaran encontrar para que uno se sintiera a gusto, pero en cuanto a la comida, en líneas generales, lo que cuesta un poco más es lo autóctono: el ají dulce, las arepas, algunos ingredientes, sobre todo los tipos de queso que acostumbraba consumir, y algunas frutas, pero uno se va adaptando. A todo le estoy encontrando una solución”, asegura.

Antes de empezar a emprender formalmente, se propuso hacer una búsqueda de sabores para ella y los suyos, concentrada en la criolla latinoamericana, “los dulces que antropológicamente están relacionados a una región”, explica. Cuando vio la reacción que tenían sus compatriotas al probarlos, entendió que había un nicho. “Sobre todo nosotros, venezolanos, y peruanos y colombianos, encontramos que algunos dulces teníamos en común. Ahí tuve el deseo de mantener vivas tradiciones que incluso en Venezuela de alguna manera se han ido olvidando”.

Se tomó tan en serio esa meta personal que a las pesquisas propias agregó una suerte de curso intensivo espontáneo junto a su tía abuela Carmen Benita: “La recuerdo como una persona muy amorosa, que hacía unos dulces riquísimos. Y una vez que me tocó ir a Venezuela como por un mes, le pedí si me enseñaba a hacer dulce (todavía mis hijas no estaban ni en proyecto). Ella me dio el placer de enseñarme y yo le di a ella el gusto de poder pasar los conocimientos familiares a otra generación. La excusa era aprender. Era una tía muy mimada y muy querendona, entonces, se juntaron, como dice uno, “la sarna y las ganas para rascarse”. Así que fue una simbiosis. “Aparte, siempre comí los dulces de ella; nos los regalaba en los cumpleaños o ibas a la casa y siempre te tenía un cariñito hecho en la cocina”.

Aunque el parentesco era por parte de padre, fue su madre quien la acompañó en esos días de cocina compartida y traspaso de conocimientos. “Creo que mi tía tenía una mano poderosa. Todo lo que hacía le quedaba rico”, recuerda Valentina Silva; lo que más la conmovía era un dulce al que llamaban almidoncito. “Se hace a base de fécula, básicamente con azúcar negra y manteca, y lleva anís estrellado y clavo de olor. Es un dulce seco, porque después tú lo amasas, lo llevas al horno y queda como una galleta que se te disuelve en la boca directamente. Con ella aprendí a hacer muchas cosas: papitas de leche, catalinas, majarete y aprendí a hacer también algunas golosinas. Mi tía hacía malvaviscos, una cosa sideral, como de otro planeta, porque quién hacía malvavisco, era una cosa rarita”.

Se volvió con un cuaderno lleno de apuntes, que todavía conserva. “Sentía como que me hubiera pasado conocimiento ancestral con las recetas de ella. Después te encuentras con que algunos ingredientes no los puedes aplicar igual acá. Son un desafío. Y algunas cosas mi tía te explicaba con tazas, pero de otras te decía: ‘Tú le vas poniendo lo que la masa te pide’. Entonces tenías que intentar llevar eso a lo que significaba. ¿Y cuánto le pongo de esto? ‘Un poquitico, una intención’. ¿Qué es una intención, una cucharada, media? Definitivamente tuve que tomar medidas mientras afinaba los procedimientos”.

Al emprendimiento de dulces que comenzó en 2019 Silva le puso Los Apamates (@los.apamates), en honor a un árbol venezolano que define como “un primo hermano del lapacho”. “De a poquito fue creciendo y, el año pasado tuve la oportunidad de estar en una cocina cooperativa habilitada, que apoya a emprendedores desde muchas áreas. O sea, nació ya formalizado, en la cocina de Cepued, en Ciudad Vieja”.

Por lo general, lleva sus productos a ferias o los acerca al consumidor final. “He tenido la suerte de poder apoyar a otros para estudios gastronómicos y he elaborado para empresas que hacen catering para eventos. Y formarme es lo que me ha permitido acceder y ampliar mi mercado”, cuenta Silva, quien ha estado presente en la Cata Nacional de Tomates de Paysandú. En el norte dio una clase abierta en la que enseñó a hacer un chupetín con tomate y llevó otras golosinas. A algunos antojos se animó a darles una impronta local, como los merenguitos de tannat, rellenos y cubiertos con dulce de leche. “He querido mantener raíces, pero también incorporar. Es como firmar la paz con uno mismo: entender que este ahora es mi espacio, y hacer uso de los ingredientes que encuentro acá, porque la dulcería criolla tiene sentido como es dentro de Venezuela, porque son los ingredientes que están allá, la guayaba, la guanábana, el maracuyá, el coco. Pero no son los ingredientes del Uruguay. Entonces, tú tienes que buscar a qué dulces puedes intentar darle una rosca. Uno se para desde otro lugar, estoy integrada, no soy sólo lo que traigo de allá, sino también lo que estoy haciendo acá”.

Como un panal

Estar en red en el mundo emprendedor significa para Silva mantener cualquier cantidad de grupos de Whatsapp, los de la cocina, los de una feria, y estar reuniéndose un sábado al mes con Manos Veneguayas. Por esos lados o por alguno más fue que le llegó la invitación a sumarse a Cebadas, “una iniciativa que da oportunidades”. Con el propósito de promover la inclusión de la harina de cebada en la producción artesanal, Fábricas Nacionales de Cerveza (FNC) selló una alianza con Sellin para llevar adelante un programa de profesionalización dirigido a mujeres emprendedoras del rubro gastronómico. El desarrollo contó con el cofinanciamiento de Inefop (Instituto Nacional de Empleo y Formación Profesional).

“Yo me quería y no me quería anotar, porque uno de los requisitos era que fueran personas vinculadas a panadería y más lejos de la panadería que yo, no hay nadie”, cuenta Silva. “Dentro de mis propuestas estoy más cerca de la confitería, de hacer caramelos, malvaviscos, gomitas. La confitería es más un dulce de olla, de pala, de buscar el punto. Es todo lo que tú puedes hacer con el azúcar. Pero yo quería participar, porque no le tenía miedo a aprender. Lo dije claramente: 'Le voy a poner toda mi voluntad'. No tuvieron prejuicio, y una se atreve y ven que tiene las ganas. Además, cumplía los requisitos, tenía todo salvo que no sabía de pan”.

“Buscamos empoderar a mujeres microproductoras del rubro panificados a través de la capacitación, la innovación y el uso de la harina de cebada como materia prima de alto valor nutricional para que mejoren su gestión productiva”, indicó Jimena Pérez, gerente general de FNC, sobre el programa Cebadas. “La cebada es el alma de la cerveza, por ende, de nuestro negocio. Es un orgullo para nosotros que estas mujeres también hayan encontrado en la cebada el alma de su negocio”.

En el marco de esta iniciativa, igual que Valentina Silva, 18 emprendedoras más participaron en un ciclo de formación dividido en tres módulos, que combinó encuentros presenciales y virtuales. Los contenidos abordaron desde claves de manejo de harina de cebada malteada en panificados y desarrollo de producto hasta técnicas de mejora de la productividad y calidad, mientras iban incorporando conocimientos sobre celiaquía, reducción de la contaminación cruzada y disminución de desperdicios.

Para la emprendedora venezolana significó un asesoramiento integral: “No sólo para que aprendieras a usar el recurso, sino a usar los espacios donde ibas a elaborar, que aprendieras a manejar un presupuesto. Fue una mirada completa en ese sentido”.

Fue además de las 12 que pasaron a una segunda fase de tutoría y mentoría enfocada en el desarrollo de recetas propias con harina de cebada malteada y mejora de procesos productivos para acceder a mayores oportunidades en el mercado. La elección de este grano se debe a que su versatilidad permite que sea un ingrediente de múltiples usos, más allá de la cerveza. Por ejemplo, es una alternativa saludable para la panificación, de bajo índice glucémico, con aporte de fibra que favorece la digestión.

“Con la cebada encontré una patita que me estaba faltando”, asegura Silva. “Hice muchas cosas que me salieron muy mal, porque tú estás aprendiendo. Cuando pienses en cebada, no pienses en harina común, es otro tipo, con otras características, tiene un olor riquísimo, como a nuez, cuando lo pones a tostar el pan, pero no se comporta igual. Ella es otra cosa, mariposa. Uno de los productos que yo hago son barquillos y me resultó increíble cómo me sirvió. A mí lo que me hacía falta era tener un envase que fuera crocante. Y me resultaban riquísimos, y dije: “Este producto está fenomenal”. Cuando lo usé para hacer las polvorosas, también. Qué noble que es la cebada, rinde para tantas cosas hermosas. La usé en galletitas con chispas de chocolate, o sea, encontré formas de utilizarla que me resultaron satisfactorias. En el caso de los cucuruchos, no sólo encontré la veta para mí, sino que podía tener un producto que les servía a otros emprendedores. Y eso no es poca cosa. Entonces allí teníamos un envase que se podía comer, que era rico, que podía tener un diferencial. Tengo otra amiga que también hace dulces, ella se especializa en coco y yo le hago mini cucuruchitos con chocolate y ella los rellena con coco. Entonces, vi que también podía ser materia prima para dar valor a propuestas de otros”.

La presunción, como con casi todas las harinas alternativas, es que hay que mezclarlas. “Depende de lo que tú quieras hacer”, aclara Silva. “Hay compañeras que hicieron arepas, que hicieron platos comestibles, y no requirieron harina blanca. Para mi propuesta, puntualmente encontré cómo trabajarla junto con la harina blanca. Ya lo habíamos probado en los talleres de formación porque estuvimos hablando con Angelina Smith, la bromatóloga argentina, y ella nos había dicho más o menos cuáles eran las proporciones que había que utilizar. No fue 'mira, aquí te dejo esta harina y arréglatela'. Fue un acompañamiento”, recalca la creadora de Los Apamates.

Reconoce que la cebada era un ingrediente que nunca imaginó que pudiera servirle para algo. “A mí me sonaba de la cerveza y para más nada. Ahora sigo produciendo y me sigo enamorando de ella. No fue sólo que me dieron un ingrediente, sino que sembraron como un arbolito de cebada en mi cabeza. Porque termina el programa y yo quedé en modo creativo para toda la vida. Cuando ves una oportunidad, ya empiezas a pensar qué más cosas puedes hacer con ella. Cuando aprendes a usar un ingrediente, dices: '¿Y por qué no se lo pongo a esto otro?'. O sea, me crearon un conocimiento que quiere brotar por algún lado. Te queda como que hubieras hecho una red neural en tu cabeza, quedó enchufada con tus otros pensamientos y busca por dónde sacarte una ramita”.

En cuanto al vínculo con sus compañeras, prefiere responder con un ejemplo: “Ayer en mi casa encontré que me estaba saliendo un panal de abejas, y yo no sabía qué hacer, porque era chiquito, pero a mí me desbordaba, era el Empire State lo que tenía ahí. Mi proyecto va de la mano del cuidado del ambiente. Pregunté en varios grupos y hubo gente que me dijo: 'Mira, aquí hay una persona que es emprendedora que se dedica a las abejas'. Encontré, no sólo como emprendedora, sino como ser humano, un grupo de personas que quisieron orientarme. Uno va conociendo gente y todos nos queremos ayudar. Entonces, hay que fomentar el relacionamiento entre emprendedores, el deseo de formación y apoyarnos de alguna manera”.