Solidario. Un caballero. Un hombre de bien. Gran conocedor del arte. Innovador en el ambiente artístico. Quien haya escuchado los comentarios que acompañan el nombre de Enrique Gómez (Montevideo, 1930-2019), no sólo ahora que falleció, sino desde mucho tiempo antes, y de la boca de artistas de primerísimo nivel, encontrará extraño comprobar su ausencia en los manuales y diccionarios de historia del arte uruguayo. Es que Enrique era un marchand, un vendedor de arte, un galerista –aunque en los últimos años no tuviera galería propia–, y ese renglón tan importante de la actividad cultural –porque así era como él la concebía y trabajaba– ha sido a menudo demonizado por los puristas de la academia y ninguneado por ciertos sectores de la crítica. Sin embargo, como se ha escrito en otra oportunidad, sería difícil entender la historia del arte uruguayo en la segunda mitad del siglo XX sin su presencia. Pionero en formas de relacionamiento con el público y con los artistas, activo por más de 60 años, su involucramiento con el arte fue mucho más allá del mero hecho comercial; se jugó por artistas jóvenes y desconocidos, promocionó a generaciones enteras que sin su desinteresado empujón jamás habrían alcanzado reconocimiento.

Comenzó a trabajar fuerte cuando adquirió, en los años 50, la galería Arte Bella, que por entonces pertenecía a Raúl Zaffaroni, pero, no contento con una forma de venta tradicional, concibió años después una serie de emprendimientos –la mayoría con la complicidad de artistas amigos, pero a cuenta de su propio riesgo– que incluyeron la galería Diri, Lirolay en Buenos Aires, remates de Trastienda, charlas y reuniones periódicas entre artistas y críticos, exposiciones en espacios no convencionales –la boîte Zum-Zum–, venta de obras de arte por cuotas –algo que después se hizo endémico–, ediciones de carpetas de grabado y poemas ilustrados. Es decir, una forma de pensar el hecho artístico muy amplia, que nutrió a todo un campo de experimentación y de movimiento extremadamente fértil para la cultura. Fue lo que posibilitó las primeras exposiciones –o las primeras significativas– de Nelson Ramos, José Gamarra, Magalí Herrera, Adolfo Nigro, Luis Solari, Juan Ventayol, entre otras. En especial, fue en la mítica Galería U de la plaza Independencia –el nombre lo inventó Nelson Ramos, el diseño del logo fue autoría de Luis Arbondo–, desde mediados de los años 60 y hasta principios de los 70, por donde desfilaron los integrantes del Dibujazo, término acuñado por la crítica María Luisa Torrens para definir una serie de prácticas gráficas emergentes, en general con contenido crítico y social. Dentro de ese movimiento no institucionalizado tuvieron cabida nombres como los de Yamandú Canosa (representante del envío uruguayo en la próxima bienal de Venecia), Fernando Álvarez Cozzi, Hugo Alíes, Domingo Ferreira, Haroldo González (cinco artistas que recibirían décadas después el premio Figari a la trayectoria), Nelson Avdalov, Beatriz Battione, Alejandro Casares, Ángel Damián, Eugenio Darnet, Oscar Ferrando, Carlos Pieri, Ricardo Parrilla, Eduardo Fornasari, Nelson Romero, Jorge Satut, Miguel Bresciano... la lista es realmente vasta y se corre el riesgo de ser injusto por olvido con muchos artistas.

Poseía una amplitud de miras y una osadía que hoy no se encuentran en nuestro medio. Claro que hoy casi nada se encuentra en nuestro devaluado mercado artístico: las formas de consumo han cambiado y un televisor plasma de x pulgadas interesa más que cualquier obra de arte para las mismas clases media y alta que otrora se caracterizaron precisamente por su sensibilidad hacia los temas culturales.

Pero volviendo al asunto de la toma de riesgos: fue el primero en organizar exposiciones serias de artistas autodidactas y de los mal llamados ingenuos, como Cyp Cristali –el enfermero que inyectaba óleo en sus cuadros y cuyo nombre verdadero era Carnot Pose–, Lía Mainero, Magalí Herrera –que había triunfado en Lausana y amistado con Dubuffet– y Alfredo Lucho Maurente, el pescador de La Paloma –a quien admiraba y de quien tenía varias piezas, esculturas y pinturas en su apartamento–. También exhibió obras de artistas de la Colonia Etchepare en los años 70, como Raúl Javiel Cabrera (Cabrerita), Oscar Musetti y el olvidado Ergasto Monichón, hoy requerido por especialistas en art brut de Francia.

Pues bien, a Enrique Gómez le interesaban estas corrientes marginales y, sin restar importancia a los negocios que pudiera hacer, primaba una idea de educar al público, informarlo, darle herramientas para que aumentara su competencia interpretativa. Luego vendría la compra, o no. Cierto es que no fue el único marchand con esas inquietudes y abierto a otros valores, sólo que al hacer el repaso de su trayectoria sorprende el contraste entre los logros alcanzados y el (des)conocimiento de su labor.

Llegó a exponer a artistas en situación de reclusión y clandestinidad en tiempos de la dictadura cívico-militar. Él lo contaba sin mayores alardes, como anécdotas afortunadas o como sucesos casi involuntarios. Cuando en una entrevista se le preguntó si había emigrado a España en 1974 corrido por la dictadura, contestó risueño: “No, para nada. Y eso que tenía un empleado que fue preso, era tupamaro, Carlos Alcoba se llama. Y nadie me vino a preguntar. Tampoco cuando sacamos los dibujos de la cárcel de Ernesto Vila, nadie se enteró. Hice una exposición de arte correo de Clemente Padín, que en realidad organizó él. Yo le presté la galería pero era Padín quien tenía relaciones y venían cartas, tarjetas, postales de todo el mundo. Comprábamos esas tiras que tienen los quioscos para poner postales de turista y las colgábamos del techo. Llegaron infinidad de tarjetas por correo tradicional y hasta de [Joseph] Beuys. Pues, no pasó nada. También hicimos una exposición de Carlos Llanos que se inauguró el día en que lo liberaron. Fue una sorpresa”.

No resultará extraño, por tanto, que ocurrieran otros hechos felices y más sociales que artísticos, como el casamiento de Haroldo González, en la galería U. Anécdotas que hablan de un clima que nada tiene que ver con la venta de obras de arte y sí con las relaciones de amistad y camaradería.

Hacia mediados de la década del 70 se decidió a probar suerte como marchand independiente en España. Quería llevar obras de artistas uruguayos, y aunque no pudo realizar exposiciones –lo intentó sin éxito con el escultor Nerses Ounanián– logró conectar a varios jóvenes uruguayos con el ambiente: a Yamandú Canosa lo vinculó con Alex Soller Roig y Fusy Juncadella, coleccionistas de Barcelona que le ofrecieron al joven artista adquirir toda la obra que realizara en cinco años y que, según cuenta Canosa, también le compraron a Armesto, a Romero y a Álvarez Cozzi. En Madrid, Enrique Gómez amistó con Carlos Ruiz Castillos, quien luego sería el marchand de Washington Barcala, y también fraguó una larga amistad con el artista Juan de Andrés, uruguayo radicado por mucho tiempo en Barcelona, hoy en Uruguay y uno de los inamovibles amigos de Enrique –por él nos enteramos de su deceso–.

Fue en la península que pudo conocer y trabajar con los grandes nombres del informalismo español: Tápies, Guinovart, Saura, y comerciar también los grandes maestros uruguayos: Barradas, Torres, Figari. Con todo, nunca llegó a hacer dinero al estilo de otros galeristas. Al parecer fue algo que no le preocupaba o que, acaso, colocaba en una balanza cuyo plato se inclinaba siempre hacia la amistad y el apasionamiento por el arte. El terruño lo llamaba, y volvió definitivamente al país luego de 30 años (en 2004) para continuar imaginando proyectos. Entre otros, organizó la última exposición de Aldo Peralta en el Museo de Arte Contemporáneo, apoyado por la entonces directora, Pilar González, y una gran exposición sobre el Dibujazo en la sala Carlos F Sáez del Ministerio de Transporte y Obras Públicas, con curaduría de María Yuguero. Y siguió representando a su fiel amigo José Gamarra, radicado en Francia desde hace mucho. De a poco se fue quedando sin espacios donde organizar sus exposiciones –por el cierre de algunas salas, la imposibilidad de trabajar con algunos museos–, muchas de sus históricas amistades fallecieron, y entonces planificó un retorno a España que, por múltiples motivos, no pudo llevar a cabo. Fue hace dos años, y para la ocasión se le tributó un sencillo homenaje en la Fundación Unión, organizado por amigos. Una pequeña pero sentida deferencia, que acompañaron sus cercanos y queridos artistas.

Uruguay suele ser ingrato con aquellos creadores que no triunfan en el exterior. Pero también desconoce la labor de otros agentes de la cultura que no tienen la visibilidad de los artistas. En ese sentido, nuestro país es parejamente desagradecido. El artista Gerardo Mantero, al conocer la noticia de la muerte de Enrique, describía en las redes sociales su apasionamiento y su intuición, su capacidad para la amistad, y agregaba: “Hasta suena muy extraño tratar de desentrañar sus motivaciones desde las lógicas que dominan el arte en la actualidad”. Y aunque, desde esas lógicas, decir “vendedor generoso” suene a oxímoron, eso fue Enrique Gómez. Pero también mucho más. Y los artistas lo saben.

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