Capitalismo verde, palos, zanahorias y crisis energética. Sean Sweeney, John Treat, integrantes del Sindicato para la Democracia Energética (una red mundial de sindicatos que busca el control democrático y la propiedad social de la energía para promover soluciones a la crisis climática) y Daniel Chávez, integrante del Transnational Institute (instituto internacional de investigación e incidencia política), son determinantes en su reporte ¿Transición energética o expansión energética?.

“La política energética y climática neoliberal ha fracasado”, afirman. Su premisa principal parte de que en 2020 la energía eólica y solar representó sólo 10% de la electricidad mundial generada, mientras que la generación de energía a base de carbón “sigue aumentando”, pese a su declive. “En 2020, los esfuerzos globales para desmantelar las centrales eléctricas de carbón se vieron compensados por las nuevas plantas de carbón puestas en marcha sólo en China, lo que resultó en un aumento general de la flota mundial de carbón de 12,5 gigavatios”, remarcaron.

Describen que el año pasado, marcado por la pandemia de la covid-19, se redujo la demanda mundial de energía (4%) y las emisiones globales de CO2 relacionadas con el sector (5,8%), y analizaron que “es el descenso anual más pronunciado desde la Segunda Guerra Mundial”. Pero no es un panorama alentador, porque para este año proyectan que las emisiones de gases de efecto invernadero relacionadas con la energía crecerán 4,8%, cifra que corresponde “al segundo aumento anual más alto registrado”.

La demanda de combustibles fósiles y carbón también aumentará a niveles por encima de los de 2019. “Se pronostica que la demanda de petróleo se recuperará 6% en 2021, el aumento más pronunciado desde 1976. Para 2026 se prevé que el consumo mundial de petróleo alcance los 104,1 millones de barriles por día, un aumento de 4,4 millones de barriles por día respecto de los niveles de 2019”, sentencia el informe.

¿Dónde están los palos y las zanahorias?

Para los autores, “la visión neoliberal del 'crecimiento verde'” utiliza dos tipos de intervenciones políticas para transitar hacia energías con bajas emisiones. “Primero implica poner precio al CO2 y otros gases de efecto invernadero. Según esta teoría, si los emisores tuvieran que pagar por sus emisiones (el principio de “quien contamina paga”), harían inversiones para reducir emisiones de actividades existentes o comenzarían a reorientar la inversión hacia actividades menos intensivas en carbono”, señalan. Los ejemplos más claros de estas medidas son los impuestos a las emisiones de gases de efecto invernadero.

El otro estilo de intervención política tiene como objetivo “incentivar la inversión del sector privado en energías renovables, tecnologías verdes y otras soluciones bajas en carbono”. Los incentivos se traducen en “subsidios directos, financiamiento preferencial o concesionario y contratos favorables a largo plazo”.

Chávez, Treat y Sweeney definen -retomando el concepto del economista Nicholas Stern- la mezcla de desincentivos e incentivos como un enfoque de “palos y zanahorias”. “Los gobiernos envían señales a los inversores privados y a los usuarios de energía. Es adoptado por casi todas las economías importantes, se esperaba que estas intervenciones 'desbloquearan' y reorientaran la inversión del sector privado, para dar rienda suelta a nuevos mercados y fomentar oportunidades ilimitadas para la prosperidad sostenible”. Entienden que esta estrategia política posiciona a los gobiernos como “guardianes y garantes de la rentabilidad de los actores privados”, situación que les impide “abordar de frente los desafíos sociales o ambientales”.

Uno de los principales obstáculos consiste en que, si bien las energías renovables “han aumentado su participación global en el uso de energía”, el crecimiento “ha sido superado por la creciente demanda de electricidad”. “El sistema eléctrico global se ha expandido a una tasa anual de casi 300 gigavatios por año, pero la capacidad renovable sólo creció 198 gigavatios en 2020 y la tasa de aumento año tras año ha sido lenta durante la última década: un promedio de sólo 11 gigavatios por año. Peor aún, la tasa de crecimiento del despliegue de energía renovable casi se ha reducido a la mitad en los últimos cinco años”, consigna el informe.

Dentro del trabajo también se afirma que el Fondo Monetario Internacional estima que el precio mundial del carbono es “apenas una vigésima parte del precio mínimo absoluto que se considera necesario”.

Se afirma que después de “30 años de política climática neoliberal” es seguro concluir que “ni siquiera ha podido comenzar a hacer avances significativos” y que la política establecida para abordar la problemática se “ha hecho más grande, no más pequeña”. “No se ha materializado un precio efectivo del carbono y sus perspectivas actualmente son desalentadoras. Las 'zanahorias' que se suponía que desbloquearían la inversión baja en carbono han fracasado en estimular el crecimiento de las energías renovables al ritmo necesario”, desarrollan los investigadores.

Destacan que la inversión en energía renovable -principalmente eólica y solar- debe alcanzar un total de 22.500.000 millones de dólares para 2050, que equivale a 662.000 millones cada año. “Es aproximadamente el doble de los niveles de inversión observados en los últimos años, que promedian 300.000 millones de dólares”, detalla el informe.

Una perspectiva democrática de la energía

“Las narrativas sensacionalistas de un crecimiento imparable en energía renovable y varias tecnologías 'limpias' perpetúan el mito de que la transición a un mundo con bajas emisiones de carbono está en marcha y simplemente necesita ir más rápido. En realidad, las emisiones de gases de efecto invernadero están aumentando y el cambio climático se está intensificando. Esto se debe a que el uso de combustibles fósiles continúa aumentando”, sostienen Treat, Chávez y Sweeney.

Desde su visión, la “mano invisible del mercado” no va a lograr la transición energética global necesaria porque “amenazaría la rentabilidad de los actores privados” que “se han vuelto demasiado grandes para fracasar”. Observan que el camino a seguir debe estar guiado por una “alternativa pública” que permita “conectar los aspectos sociales y ambientales” como “objetivos” en la política climática y energética. Además, de esta forma se podría “facilitar” las formas de “planificación y coordinación que durante décadas no se han materializado”.

El informe finaliza: “Como los sindicatos y movimientos sociales han defendido durante años, una transición energética que funcione para las personas y el planeta debe estar basada en los principios de la democracia energética. Esto significa formas de propiedad y gestión pública arraigadas en participación y control popular”.