El ingeniero ambiental y filósofo martiniquense Malcom Ferdinand considera que la crisis ecológica es antes que nada una de las herencias del colonialismo. Por mucho que admita su responsabilidad en el calentamiento global y la extinción de especies, la nueva ecología del viejo mundo parece repetir los mismos esquemas de dominación que impuso hace más de 500 años.

La Cumbre de Río de Janeiro de 1992 desembocó en la adopción de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), con el objetivo de impedir “interferencias antropógenas peligrosas en el sistema climático”. Más conocida por su órgano supremo, la Conferencia de las Partes (COP), esa convención establece que “la mayor parte de las emisiones de gases de efecto invernadero del mundo han tenido su origen en los países desarrollados”, por lo cual los 197 signatarios deben proteger el clima “sobre la base de la equidad y de conformidad con sus responsabilidades comunes pero diferenciadas, y sus respectivas capacidades”. Así la CMNUCC prevé que los países desarrollados soporten financiera y tecnológicamente a los países en desarrollo, tanto en sus esfuerzos de mitigación del cambio climático (reducción de su amplitud) como en su adaptación a los efectos adversos del cambio climático (medidas urgentes o de corto plazo).

Por eso los países desarrollados se comprometieron, durante la COP 15 en Copenhague, a movilizar 100 mil millones de dólares por año a partir de 2020 en favor de los países en desarrollo. Ese compromiso, reiterado en varias ocasiones, lo rastrea desde 2015 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE): en su último informe al respecto, concluyó que en 2018 se movilizaron 79 mil millones de los 100 prometidos a partir de 2020.

Sin embargo, pese al carácter inédito del compromiso, las fuentes de financiación no quedaron claramente establecidas. En el informe de la conferencia de Copenhague se lee que “esta financiación procederá de una gran variedad de fuentes, públicas y privadas, bilaterales y multilaterales, incluidas las fuentes alternativas de financiación”. Así, entre los 79 mil millones movilizados en 2018, la OCDE estima que 15 mil millones provienen de fondos privados. El financiamiento público alcanzó 62 mil millones, de los cuales más de la mitad se otorgó por medio de préstamos y tan sólo 18% por medio de donaciones. Además, casi tres cuartos de la financiación total entre 2016 y 2018 se enfocaron en acciones de mitigación –que benefician a todos–, y menos de una quinta parte en medidas de adaptación –que benefician al país donde se aplican–. El resto, 9%, fue destinado a ambas.

Según Oxfam, la OCDE contabilizó en sus cálculos unos 700 millones de dólares de financiamiento japonés a una central de carbón en Bangladesh que, si bien emite menos gases de efecto invernadero que otras centrales semejantes, sigue explotando recursos fósiles. Una anomalía que la ONG explica por la ausencia de una metodología común para decidir el carácter climático –o no– de un financiamiento. Hasta el informe de la OCDE reconoce que “los proveedores de fondos públicos bilaterales y multilaterales podrían mejorar la transparencia en torno a la proporción de cada proyecto que evalúan y consideran vinculado con el clima”.

La contabilidad del carbono y la responsabilidad de los países desarrollados

La CMNUCC tiene una metodología para medir la contribución de un país al cambio climático. El artículo 12 de la Convención pide a cada parte que comunique un inventario nacional de sus emisiones que, en la práctica, se basa en una contabilidad carbono con enfoque territorial: sólo se contabilizan las emisiones producidas dentro de las fronteras nacionales. Por ejemplo, las emisiones de la soja cosechada en Brasil y consumida en Francia no aparecen en el inventario francés enviado a la CMNUCC.

Pero no es la única manera de contabilizar las emisiones; existen otras metodologías, como la huella de carbono. En 2018, las emisiones territoriales de Francia alcanzaron 6,7 toneladas de CO2 equivalente per cápita. Añadiendo las emisiones asociadas al consumo de productos importados, y restando las de los productos que exporta, la huella de carbono de un francés superaba el mismo año las 11,5 toneladas de CO2 equivalente, o sea, 70% más. Conforme al último informe estadístico del ministerio francés de la transición ecológica, la huella de carbono per cápita de China, primer emisor mundial de gases de efecto invernadero (GEI), fue en 2017 40% menor que la media de los países de la OCDE, aunque la diferencia podría ir reduciéndose debido al alza de su consumo interno.

Así, el enfoque territorial se usa para fijar y seguir los compromisos climáticos de los países desarrollados, como el objetivo recién adoptado por la Unión Europea para lograr una reducción de 55% de sus emisiones en 2030, en comparación con los niveles de 1990. En 2017, la baja ya había alcanzado 21% según este enfoque, pero sólo 15% si se considera su huella de carbono. Pasado octubre, el Alto Consejo francés por el Clima –organismo independiente encargado de la formulación de recomendaciones para la política climática del país– destacó que “la huella de carbono [de Francia] disminuye desde 2005, lo que se debe únicamente a las reducciones de emisiones en el territorio nacional, ya que las emisiones importadas siguen aumentando. En total, 53% de las emisiones de la huella de carbono son emitidas en el territorio nacional y [son] entonces sujetas a las políticas climáticas nacionales”.

Biodiversidad: las áreas protegidas no protegen a los que las habitan

Otro logro de la cumbre de Río de Janeiro de 1992 fue la adopción del Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), que entró en vigor el año siguiente. Al igual que la CMNUCC, su órgano supremo es la COP –que se lleva a cabo bianualmente desde 2000–; implica que los países desarrollados ayuden financiera y tecnológicamente a los países en desarrollo; y afirma la soberanía de los estados partes sobre sus propios recursos naturales. A diferencia de la CMNUCC, incluye en sus objetivos la “participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de la utilización de los recursos genéticos”; reconoce “la función decisiva que desempeña la mujer en la conservación y la utilización sostenible de la diversidad biológica”; y no cuenta con la ratificación de Estados Unidos.

A raíz del no cumplimiento de los objetivos de la década pasada –los llamados objetivos de Aichi–, la CDB anunció en 2020 querer proteger por lo menos 30% de la superficie terrestre y marina mundial, lo que se negociará durante la COP 15 en Kunning (China) en octubre próximo. Una coalición internacional de ONG expuso sus preocupaciones al respecto mediante una declaración, en la que estimó que “un total de 300 millones de personas podrían verse seria y negativamente afectadas por dichas medidas”. Según estiman las ONG, ese objetivo no sería sino otra prueba de una política colonialista que, bajo pretexto de conservacionismo, se apropia de tierras y desaloja a los pueblos que las habitan. Varios ejemplos dan crédito a su preocupación.

El año pasado, una investigación de la Oficina de Cumplimiento de los Estándares Sociales y Ambientales del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) reveló cómo guardianes armados, en parte financiados por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés), apalearon e intimidaron a centenas de pigmeos baka en la selva del Messok-Dja, al norte de la República Democrática del Congo, que el fondo tenía que convertir en área protegida. La investigación, motivada por los reclamos realizados en 2018 por seis comunidades baka, destaca la ausencia de consulta de los pueblos indígenas antes y a lo largo del proyecto: “Enuncian que no han sido informados o consultados alrededor de las fronteras del área protegida propuesta”.

La crisis ecológica como herencia del colonialismo

El ingeniero y filósofo martiniqués Malcom Ferdinand sostiene que la protección de 30% de la superficie terrestre y marina que impulsa la CDB “no dice nada del mundo que propone y deja de lado cuestiones fundamentales, en primer lugar la del vivir-juntos”. En una entrevista con la diaria destacó que “la conservación y la visión técnica que representa a menudo se construyó a expensas de los pueblos autóctonos. ¿Qué sitio tienen ellos, que históricamente han contribuido ínfimamente a la crisis ecológica, pero que sin embargo soportan su costo?”.

Sus recientes trabajos, y en particular su libro Una ecología decolonial: pensar la ecología desde el mundo caribeño, exploran los vínculos entre el colonialismo y la crisis ecológica actual. Concluye que la colonización de las Américas por parte de Europa desembocó en una forma de colonialidad del habitar, o sea “una concepción singular de la existencia de ciertos humanos en la Tierra –los colonos–, de sus relaciones con otros humanos –los no colonos– y de sus maneras de relacionarse con la naturaleza y los no humanos”.

Un “habitar colonial” que no desapareció necesariamente con el acceso a la soberanía de ciertos países. “En Martinica la manera de habitar la tierra no cambió fundamentalmente después de la abolición de la esclavitud, y tampoco después de su departamentalización en 1946. Desde mi perspectiva, precisamente hace falta cuestionar ese habitar colonial que va más allá del período histórico de la colonización”. Su tesis se fundamenta en la ausencia de consideración del colonialismo en los movimientos ambientalistas, así como la del ambientalismo en los movimientos antirracistas y poscoloniales. En parte por eso se explica la alta mediatización de su libro. “En el contexto francés raramente se abordan conjuntamente las cuestiones coloniales y ecológicas: es algo que impactó. No es anodino que los territorios de ultramar hayan caído en el olvido entre los círculos ecologistas en Francia, porque los territorios de ultramar franceses tienen un punto común: su historia colonial, y es algo que ni se debe decir ni se debe ver en el imaginario francés”.

Según confió a la diaria, le llamó la atención la presencia de su libro en el ámbito asociativo y militante, y remarcó que sus trabajos no son una solicitud sino un llamamiento. “Sería bastante cándido esperar que un sistema establecido, que invisibilizó a gente, que no tomó en cuenta las cuestiones del racismo, del colonialismo y de la ecología, acepte súbitamente hacerlo si se le pide amablemente. Ahora el rumbo lo tienen que dar las movilizaciones en su diversidad”.

Ferdinand estima que la convergencia de las luchas no se producirá sin fricciones. Por ahora, enfatiza que los movimientos ecologistas ya no pueden pasar por alto el asunto colonial. Añade: “Vivimos en las ruinas de la esclavitud colonial, mantenidas por el sistema capitalista, así como convivimos con el peligro de confrontar las múltiples dimensiones de la crisis ecológica sin confrontar a ese sistema”.

Sostiene que la fundación de la primera república negra en Haití marcó profundamente el mundo moderno, más precisamente el hecho de que los insurgentes de la colonia de Santo Domingo decidieron nombrar su estado Ayiti, como la llamaban los taínos antes de ellos. Por eso reconocer Haití es “reconocer que son las luchas decoloniales las que nos permitirán crear otro modo de habitar la Tierra. Mi visión de lo decolonial no implica odiar a otro, sino defender la dignidad de los que, precisamente, fueron negados”.