El 23 de junio renunció el ministro de Medio Ambiente de Brasil, Ricardo Salles, tras verse implicado en una presunta red de exportación ilegal de madera dirigida a Estados Unidos y Europa. La encargada de llevar adelante la investigación es la Policía Federal; el rol del ministro habría sido el de obstruir las fiscalizaciones de delitos ambientales en la Amazonia. Durante una reunión en abril, en la que no sabía que estaba siendo grabado, Salles manifestó que quería aprovechar que los medios de comunicación estaban concentrados en la pandemia de coronavirus para “cambiar todas las reglas” y “simplificar las normas” en torno a regulaciones ambientales. Su cargo lo ocupó Joaquim Pereira Leite, quien trabajaba para el ministerio como secretario de la Amazonia y Servicios Ambientales.

Casi un mes después, el país rompe un nuevo récord negativo. Las cifras de deforestación en la Amazonia brasileña aumentaron por cuarto mes consecutivo; se llegó a 3.609 km2 en los primeros seis meses del año, 17% más que en el mismo periodo de 2020. El Instituto Nacional Investigaciones Espaciales (INPE) de Brasil también determinó que en junio se deforestaron 1.062 km2, la peor cifra desde que comenzaron sus mediciones, seis años atrás.

El vicepresidente del país vecino, el general retirado del Ejército Hamilton Mourão, preside el Consejo Nacional de Amazonia Legal. El mes pasado anunció, mediante un decreto publicado en el diario oficial, una nueva operación militar para controlar la deforestación en los estados de Pará, Amazonas, Mato Grosso y Rondônia. Duraría hasta finales de agosto, pero no se detalló la cantidad de soldados ni el costo del operativo.

No es la primera vez que el gobierno del presidente Jair Bolsonaro implementa operaciones militares con la excusa de contrarrestar la deforestación; en abril terminó la segunda Operación Brasil Verde, en la que se movilizó a 3.815 militares, 110 vehículos terrestres, 20 buques y 12 aviones. Costó 11,25 millones de dólares destinados a la logística y movimiento de tropas en áreas aisladas y bases avanzadas. La cifra es similar a los 14,25 millones de dólares del presupuesto anual del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables, que se encarga del control y la inspección ambiental en todo el territorio brasileño.

El responsable de la campaña de Amazonia de Greenpeace Brasil, el biólogo Rômulo Batista, manifestó que el récord de junio “no es ninguna sorpresa” porque Bolsonaro “sigue con su política antiambiental e insiste en utilizar una herramienta cara e ineficaz, como el despliegue de tropas militares”. “De hecho, esto es un fracaso de la estrategia ya que además de ser de menor duración que en años anteriores, el decreto incluso advierte a los que hacen la deforestación y a los acaparadores de tierras dónde estarán patrullando los militares durante este período”, sumó.

Batista remarcó que los pueblos indígenas “están siendo atacados por todos lados, por los causantes de la deforestación, los madereros y mineros que avanzan hacia los bosques o territorios o por medio del Congreso y del Poder Ejecutivo”. Señaló que el gobierno “no sólo no combate los delitos y daños ambientales”, sino que también los “incentiva por acción u omisión”.

La Amazonia se tiñe de oscuro

Fernando Vela tenía 42 años, fue médico y defensor de los derechos ambientales. Integró la fundación Romi Kumu, localizada en Caquetá, Colombia, que busca generar conciencia sobre el cuidado de la flora y la fauna del piedemonte amazónico, además de promover la cultura y el arte nativo. Ellos se encargaron de comprar dos predios de 700 hectáreas ubicados en la Amazonia colombiana y crearon una reserva natural. Anteriormente los terrenos eran utilizados para la ganadería extensiva, uno de los grandes problemas de la zona. Vela buscó hacerle frente trabajando junto con comunidades rurales para restaurar los bosques dañados por la producción.

En agosto del año pasado, junto a un grupo de ciudadanos, presentaron ante el Tribunal Administrativo de Caquetá tres tutelas para declarar sujetos de derechos los ríos Caguán, Pescado y Caquetá. Allí el activista ambiental le contó al periódico El Espectador de Colombia: “Cuando era niño me bañaba en la quebrada La Perdiz, en el río Hacha. Era un río claro y caudaloso. Cuando volví me sorprendí de ver la cloaca en que lo habíamos convertido”. Dedicó gran parte de su vida a investigar y escribir sobre los conflictos ambientales en la Amazonia. Se centró en la deforestación y la contaminación de fuentes hídricas y esperaba próximamente difundir un documental.

El 3 de julio, Fernando se trasladaba en su camioneta cuando dos hombres en una moto le dispararon. Murió horas más tarde. En lo que va del año, 86 defensores de los derechos humanos han sido asesinados en Colombia.