La memoria indígena –con sus luces, conocimientos y pesadillas– atraviesa los sueños de los pueblos amazónicos. Antes de que los primeros casos con coronavirus alcanzaran a las comunidades originarias, los kukama comenzaron a tener los mismos angustiantes sueños que mortificaron a sus abuelos en los violentos años de la época del caucho en la Amazonía. Soñaban con el maisangara, como llaman al demonio que arrastra todos los males. Durante los primeros meses del 2020, los nietos y nietas contaban a sus abuelos, los más sabios de las comunidades, la pesadilla de la noche anterior, y ellos lo interpretaban y compartían los significados de estos malos sueños. Otra desgracia estaba por venir.

Entre 1890 y 1924 se produjo uno de los hechos más trágicos contra los pueblos amazónicos: miles de indígenas fueron esclavizados y desplazados de manera forzosa hacia campamentos dedicados a la extracción del caucho: una goma silvestre que por aquellos años –como sucede ahora con otros recursos naturales– era una materia prima altamente cotizada y demandada por el mercado internacional. Los informes que elaboraron los peruanos Carlos Valcárcel, Rómulo Paredes y el británico Roger Casement denuncian con detalles los asesinatos y los instrumentos de tortura que se implementaron en los centros de explotación de caucho: sólo en la zona del Putumayo, entre Perú y Colombia, estiman que la población indígena se redujo en diez años de 40.000 personas a 10.000.

Con la violenta extracción del caucho llegaron también nuevas enfermedades, como la viruela, que afectó a gran parte de los pueblos indígenas sometidos. “En base a las evidencias confiables que me fueron presentadas durante mi estadía, no me cabe duda de que, a pesar de la alta tasa de mortalidad debido a enfermedades importadas, las muertes por violencia y sufrimiento, por las consecuencias de la explotación del caucho han sido mucho más numerosas”, escribió en su informe de 1912 el cónsul Roger Casement, compilado luego en el Libro Azul.

Las memorias indígenas con las atrocidades de aquellos años recorren la cuenca del alto Amazonas, desde Brasil hasta Perú, Ecuador y Colombia, y se transmiten en los sueños y visiones de sus herederos. Eso fue lo que vieron en sueños los kukama, porque, como dice el periodista indígena peruano Leonardo Tello, los males que el maisangara carga se han ido transformando con el tiempo, luego que la explotación del caucho terminó, dio paso a la invasión de sus territorios y la contaminación, y también la indiferencia del Estado y la llegada de nuevas enfermedades, como la covid-19.

Cuando el coronavirus alcanzó las comunidades, Leonardo Tello preguntó a las personas –a través de la radio local que él dirige– con qué estaban soñando. Todos hablaban del maisangara. “El miedo había vuelto”.

La pandemia se extendió con velocidad en la Amazonía. A pesar de que muchas comunidades decidieron aislarse, el virus los alcanzó. Miles de indígenas se contagiaron y muchos murieron en sus comunidades, muy lejos de los hospitales que lucían saturados de cadáveres en los momentos más duros de la crisis sanitaria. Las cifras oficiales silencian el desastre del impacto en territorio indígena: los registros epidemiológicos no contemplan la variable étnica y por eso es difícil saber cuántos realmente murieron víctimas de la nueva enfermedad.

Desde el corazón de las comunidades –como parte de esta serie periodística coordinada por Ojo Público– un equipo de 15 periodistas y ocho artistas indígenas de Brasil, Perú, Colombia y Ecuador se propuso recoger los testimonios y representar estos sueños y visiones en pinturas, máscaras y cerámicas. El registro busca crear una exposición colectiva sobre el impacto de la pandemia en la cosmovisión y prácticas comunitarias de los pueblos amazónicos desde la intimidad y subjetividad del arte. Visiones del coronavirus es una serie que recoge un fragmento de la memoria indígena durante los primeros 15 meses de la pandemia.

La lucha de dos guardianes

A la artista indígena Lastenia Canayo fue una mosca –o al menos tenía esa forma, recuerda– la que se le apareció entre sueños. Una mosca que la quiso atacar y que le generó mucho miedo. Eso fue el 2020. La pintora del pueblo shipibo-conibo se había contagiado y su cuerpo peleaba contra los síntomas de la covid-19. Entre el malestar y la fiebre, soñó con el aleteo de ese bicho al que identificó con el ibo del coronavirus, como se llama a los guardianes o dueños de las cosas.

En su casa de la región Ucayali, en la Amazonía de Perú, la artista –cuyo nombre indígena es Pecon Quena– se mortifica cada vez que recuerda esos días de pérdida, miedo y dolor. Frente a la incertidumbre, los shipibo-conibo hallaron refugio en las plantas. Una infusión preparada en base a matico y eucalipto los ayudó a paliar los síntomas más intensos. La respuesta de los líderes locales fue unánime: conformaron un grupo, al que denominaron Comando Matico, para recorrer y llevar aliento a las comunidades indígenas de la región.

Luego de superar la enfermedad, Pecon Quena plasmó en dos lienzos a los ibos del coronavirus y el matico: enfermedad y refugio en los días más complicados de la pandemia en Perú. “Al ibo del matico lo conozco hace tiempo, siempre ha convivido con nosotros, es como un hombre con rostro misericordioso, tiene el color de la tierra porque es el proteger al pueblo indígena”, cuenta. Ambas pinturas recogen la visión de la artista sobre ambos guardianes. Las dos caras de una pandemia que llegó y se extendió en el territorio indígena a través de ríos y carreteras.

Cuando los primeros casos de covid-19 fueron identificados en las ciudades, muchos indígenas que vivían en las zonas urbanas volvieron a su comunidad. En el retorno algunos de ellos llevaron consigo el contagio. La situación empeoró, cuando incluso las ayudas de los Estados eran entregadas por funcionarios que salían de las capitales y se convirtieron en vectores de transmisión del virus. La carretera como la vía por donde el virus los alcanzó. El lienzo que el artista kukama Nelvis Paredes Pacaya pintó para este especial retrata con dureza esta situación: los cadáveres al pie de una carretera, bajo el manto negro de un ave carroñera, personas escapando a pie o en bote hacia el bosque, al frente, defendiéndolos, los dioses de la selva representados por la fuerza del jaguar y una serpiente.

“Esta pandemia ha demostrado que no había un plan para los países y menos para los pueblos indígenas”, dijo con indignación Gregorio Mirabal, presidente de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (Coica). Los diferentes gobiernos de Sudamérica con territorios amazónicos no tuvieron un plan para la atención de pueblos indígenas durante los primeros meses de la pandemia. El virus continuó propagándose en las comunidades amazónicas mientras los Estados priorizaban –colapsados– la atención en las zonas urbanas.

Incluso ahora, casi un año y medio después del primer paciente reportado en territorio indígena, los líderes continúan pidiendo atención. El líder asháninka, al sur de la Amazonía de Perú, Marco Germán Crevo, tuvo que viajar por carretera desde su comunidad ubicada entre la frontera de Perú y Brasil para llegar a la capital de su región con el fin de solicitar apoyo del gobierno. Entre mayo y junio de 2020 los fallecidos se incrementaron en su localidad y no sabe si es por el dengue o por la covid-19. “Hay varios enfermos que prefieren quedarse en la comunidad y no salen a las ciudades porque cuesta mucho dinero”, dice el dirigente.

Los sueños también fueron premonitorios para el pueblo awajún, ubicado en la frontera de Perú con Ecuador: les revelaron una pesadilla que semanas después les arrebató a decenas de hermanos, padres e hijos. Y como todas las enfermedades nuevas, esta tampoco tenía un nombre en su idioma, la llamaron entonces yamajam jata wainchatai iyaje: “una enfermedad desconocida ha llegado”.

El artista indígena Wilder Allui fue uno de los que tuvo estos sueños durante una sesión de ayahuasca. En la pintura que elaboró para este especial periodístico retrata la lucha del pueblo awajún contra el coronavirus y cómo los miembros de su comunidad acudieron a las plantas del bosque y a la solidaridad para buscar sobrevivir. “Nosotros [los iinia, como se llaman a ellos mismos los awajún] recurrimos a la ayahuasca para ver nuestra vida, también para saber sobre las enfermedades, los problemas, para ver nuestro camino. Yo miré y me pregunté cómo puedo retratar al coronavirus, pues no tiene un rostro conocido, esta enfermedad cae como el viento y la gente se contagia y se enferma, aunque no sea visible a los ojos... Quería ver, lo pensé y allí me mostró”, nos dijo Walter Allaui.

El reporte oficial del Ministerio de Salud dice que este pueblo originario de la Amazonía fue el más afectado por la pandemia en Perú, con aproximadamente más de 7.000 contagiados, sólo hasta julio de 2021, y un número indeterminado de víctimas. Las muertes indígenas son invisibles para los Estados.

En sus sueños de ayahuasca el artista vio las casas de la comunidad rodeadas de árboles, las personas encerradas. “Vi cómo era el coronavirus, era el cráneo de una persona que venía entre los árboles y acechaba, de su boca salía la enfermedad. Cuando pasaba eso los árboles respondían, las plantas eran las que peleaban contra el coronavirus, eso me mostró el sueño. Esta visión en la ayahuasca fue la que me ha inspirado a pintar este cuadro…”.

Las plantas fueron el refugio de las comunidades ante el abandono de los Estados y el colapso sanitarios. En su cuadro, Wilder Allui pinta la fuerza de los árboles. “La persona que ves que está sujetándose de la ayahuasca es porque tiene poder, es la verdadera raíz porque es waimatai (nos muestra el camino), aunque su poder no es visible a los ojos. Cerca a la ayahuasca está el tsuwak (toé) que también es otra planta poderosa, su energía es grande, aun a una persona moribunda lo puede levantar… La persona waimaku (quien ha encontrado su camino) se sostiene de grandes plantas. El árbol que en una de sus ramas sostiene la lanza muestra la pelea que han dado las plantas por nosotros. Eso significa”, explica el artista.

Unos kilómetros más al oriente de la comunidad de Wilder Allui, en la región Loreto, vive Casilda Pinche, la artista kukama que pinta los colores y rostros del miedo a la nueva enfermedad. Recuerda que todos temían contagiarse, temían que la enfermedad los alcanzara de la mano de los que iban llegando de las ciudades a esconderse en la comunidad, y así fue, el coronavirus los tocó.

Entre tanta incertidumbre, Casilda Pinche recuerda que había algo que mortificaba a su comunidad más que el mismo contagio, la angustia de perder a los más longevos. En su lienzo que elaboró para esta serie periodística retrata el espanto de los peores días de la pandemia: las personas escapando hacia el bosque, los chamanes intentando buscar respuestas y la muerte descendiendo de los botes que transportaban personas desde las ciudades. “Teníamos miedo de perder a nuestros grandes abuelos, los sabios. No podíamos trabajar… ni hacer lo nuestro. Este virus ha cambiado nuestras formas de trabajar, nuestras costumbres”, cuenta.

En todas las comunidades amazónicas la pandemia fracturó la cotidianidad indígena. “Dejamos de hacer reuniones, las faenas que llamamos minga, nuestras fiestas, costumbres, aniversarios, prácticamente se hizo un cambio, un cambio total en nuestra comunidad. También afectó las ferias artesanales que hacían las madres, las mujeres, ya no podíamos tener una rutina del diario, fue un cambio total para nosotras. Esto vino a cambiar nuestra vida”, dice la artista que pinta y explora desde hace 20 años la relación del hombre y la mujer con la naturaleza.

El último adiós de los sabios secoya

El nuevo coronavirus desoló familias completas en todo el mundo, y en los pueblos indígenas, además, amenazó el conocimiento que se hereda de generación en generación, afectando a los más ancianos, los sabios. En Ecuador dos de las primeras víctimas de la covid-19 fueron ancianos siekopai.

Don Enrique Piaguaje era médico ancestral y Belisario Payaguage fue el último conocedor de la construcción de casas tradicionales llamadas “malocas”. Con menos de 740 habitantes, este pueblo indígena fue la primera nacionalidad amazónica de este país a donde llegó la nueva enfermedad.

El miedo a perder la memoria de su pueblo los llevó a tomar decisiones drásticas. Los líderes de la comunidad decidieron enviar a un grupo de familias a un lugar sagrado, en el corazón del bosque, llamado Lagartococha o Pëkëiya, un lugar al que se llega luego de un largo viaje de cinco días por canoa a través del río Aguarico. “Enviamos a esas personas porque si algo nos pasaba debía quedar la semilla. Cinco familias se quedaron allá en ese lugar”, relata el líder Justino Piaguage.

En su taller, ubicado en una de las comunidades siekopai, el artista Wilfrido Lusitande, hijo de una larga tradición de pintores siekopai, pinta escuchando el sonido del bosque. Anochece y afuera se oyen los grillos. En la habitación, el sonido de la noche se mezcla con el de sus pinceles sobre el lienzo. ¿Qué pintar para explicar el impacto de la pandemia en las comunidades indígenas amazónicas? ¿El miedo y la resistencia de la que habla Justino Piaguage? De todas las cosas que su pueblo atravesó en esta pandemia, él elige también, como muchos otros artistas, la esperanza y el refugio en las plantas. “En esta obra voy a plasmar el uso de nuestra medicina tradicional, principalmente el árbol manzanillo que nos ha ayudado a enfrentar la enfermedad desconocida del covid”, dice.

Las plantas de Wilfrido Lusitande tienen un hiperrealismo que desborda y sumerge. Fue el bosque, dice, el que los salvó de perder el camino. Cuando la pandemia los alcanzó, se encerraron y comenzaron a estudiar y entender el virus con la sabiduría de sus abuelos. “Yo lideré con los compañeros que saben de las plantas”, explica Justino Piaguage. Y dice que así fueron encontrando la mejor fórmula, hasta alcanzar un brebaje que suma siete plantas. Este jugo fue utilizado en las sesiones que los más sabios hacían con las personas que presentaban síntomas de la covid-19, ante el colapso de todos los sistemas sanitarios.

En la Amazonía de Colombia, la pandemia obligó al pueblo inga y kamëntsá a suspender una de sus celebraciones más importantes: el Bëtscnaté. Todos los años, en las semanas previas al miércoles de ceniza, Gerardo Chasoy –artista indígena de estos pueblos que habitan en la zona del Putumayo– elaboraba las máscaras que usarían las comparsas en lo que se conoce como “el gran día” o Bëtscnaté. Esta ceremonia, que se asemeja a un gran carnaval, hace memoria sobre uno de los momentos más duros de su historia: la esclavitud durante la colonia. Este año, sin embargo, no hubo ceremonia ni comparsas. La pandemia canceló la celebración.

La rutina de Gerardo Chasoy durante esas semanas del año siempre es la misma: escoge un pedazo de madera de sauce blanco, palo de rosa o yarumo (especies de árboles que crecen en su región). Luego de cortarlo, lo lija hasta que la superficie quede lisa y, sólo entonces, comienza a tallar las máscaras con mucha paciencia. Primero los ojos, después la boca, hasta que va definiendo la expresión de un nuevo rostro. Las máscaras que elaboró para esta serie periodística no hablan de la celebración por el día del perdón, el artista busca ahora explicar el tránsito de los sentimientos que la pandemia les dejó.

Una de las máscaras expresa el rostro del dolor por las pérdidas de tantos amigos y familiares; otra, el miedo al contagio y la muerte por una nueva enfermedad, y la tercera máscara habla de la esperanza de sobreponerse, de curarse. Gerardo Chasoy lo explica así: “Mi obra significa pensar bonito. Es decir que si pensamos bien el camino del tejido, vamos a ir bien. Es pensar bonito para vivir bonito”.

Todo alrededor del avance de la pandemia en el mundo estuvo rodeado de incertidumbre. Durante un año, la ciencia tuvo que enfrentarse a un enemigo desconocido, pero a los pueblos indígenas la aparición de este nuevo virus no los sorprendió. El artista indígena Gerardo Chasoy dice que los sabios de su pueblo presentían que algo ocurriría por la mala relación de la humanidad con la tierra.

“Eso es algo desde la cosmovisión propia que es muy profundo. Lo que los taitas [líderes de comunidad] sentían a través de la energía era que se venía un cambio fuerte que iba a sacudir a todo el planeta. Hablaban de la necesidad de volver a la tierra, pues, aunque siempre hablamos de la importancia de protección y cuidado de la madre tierra, nos hace falta dejarla ser, dejarla sentir a ella. Es un llamado fuerte a toda la humanidad para la toma de conciencia”, explica uno de los líderes, Judy Jacanamajoy.

La sensación de que algo terrible va a pasar también la tuvo el antropólogo y artista indígena de Brasil Jaime Diakara. Cuando regresó de un viaje de Río de Janeiro a Manaos, donde vive, sintió los primeros síntomas del coronavirus en su cuerpo. Era abril de 2020. Tenía fiebre, malestar y dolor de cabeza. No se hizo la prueba, dice que no fue necesario. Todos sus males coincidían con la nueva enfermedad. Con los hospitales colapsados, él y toda su familia, que también fue infectada, tuvieron que tratarse en casa. “Utilizamos tés de hierbas y bendiciones”, dice.

Además de buscar respuestas en las plantas, Jaime Diakara se refugió en el arte. Consciente de que estaba viviendo un momento importante, registró sus pesares en un lienzo. “Empecé a esbozar en papel todo lo que sentía y así hice este dibujo”, recuerda, mostrando una de las primeras pinturas que realizó durante la pandemia.

En la pintura que elaboró para esta serie periodística el artista indígena interpreta la violencia de esta nueva enfermedad. Dice que desde muy temprano él sintió que no se trataba de una gripe normal: “Era el ümüko pehti dohtigü wehsa, era otro tipo de seres los que nos atacaban”.

El artista e investigador lo explica con detalle: “En la cultura Desana decimos que hay un período de ataque de los virus que circulan en el ciclo de la estación Puêküri y Kümarĩ, que llamamos los virus Doahtise Bükürã. Estos virus recorren el camino de las estrellas Upimã, que es donde viven. Y cuando estos virus son provocados por los seres humanos, reaccionan causando las enfermedades, como quien se defiende de los enemigos, en este caso nosotros, los seres humanos”. La reacción del mundo hacia el comportamiento de la humanidad.

Para las comunidades indígenas esta pandemia ha afianzado su relación con el bosque. Ahora más que nunca, como dice Leonardo Tello, se hacen reverencias con un profundo respeto cada vez que pasan delante de una planta o árbol medicinal. “Los árboles son los sabios entre las gentes. No somos de esa categoría de ‘gente’, pero necesitamos de sus conocimientos medicinales cuando nos enfermamos. Para lograr su ayuda hay que estar relacionados en armonía, respetándose mutuamente”.

En las diez piezas elaboradas por los ocho artistas indígenas de Perú, Colombia, Brasil y Ecuador para esta serie periodística se refleja la fuerza de esta relación entre el hombre y la naturaleza, la mujer y los bosques. La búsqueda y el refugio en las plantas. La importancia de la sabiduría y el conocimiento que se hereda a través de generaciones. Todos los testimonios recogidos denuncian el abandono de los Estados, y exponen en cada una de sus obras cómo la pandemia afectó las prácticas comunitarias, basadas en la ayuda colectiva y la confianza. La nueva enfermedad les quitó hijos, hermanos y sabios. Su arte es también un llamado de alerta para repensar nuestra relación con la naturaleza.

Dirección y edición general: Nelly Luna Amancio

Este artículo fue publicado originalmente en Ojo Público, en alianza con El Espectador de Colombia, Infoamazonia de Brasil y Vistazo de Ecuador