Gabriela Merlinsky nació en un pueblito pequeño de la provincia argentina de La Pampa. En su adolescencia le gustaba leer sobre historia, geografía y economía. Unos pocos años más tarde, su curiosidad la llevó a inscribirse en la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Enseguida se dio cuenta de que era lo suyo.
Los títulos académicos –actualmente es doctora en Ciencias Sociales y en Geografía–, junto a experiencias de trabajo con comunidades, se fueron acumulando. Sus investigaciones se concentran en el campo de la sociología ambiental, pero también busca generar diálogos con otras disciplinas de las ciencias sociales y con las ciencias exactas y naturales. Sin embargo, hace una aclaración: “No es obligatorio que lo científico tenga que ser incomprensible, ilegible, árido. A veces este recurso retórico se utiliza para mantenerse aislado del mundo”.
Merlinsky ha escrito varios libros. Toda ecología es política: las luchas por el derecho al ambiente en busca de alternativas de mundos es el más reciente. También fue coordinadora y mentora de un estudio colectivo llamado Cartografías del conflicto ambiental en Argentina.
La semana pasada estuvo en Uruguay invitada por la Cátedra de Derechos Humanos y la Red Temática de Medio Ambiente de la Universidad de la República para participar en un ciclo de charlas. En paralelo, tenía lugar la Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP 27) en Egipto. Dice que el pedido de Luiz Inácio Lula da Silva, presidente electo de Brasil, de realizar la próxima reunión de negociaciones climáticas en la Amazonia le dio “una lucecita de esperanza”. “El Norte Global le debe mucho al Sur Global, y no sólo por cuántos gases de efecto invernadero emitió en los últimos 100 años. Le debe por la deuda histórica de la conquista y la colonia”, expresó.
¿Cuál es el vínculo entre los extractivismos actuales y el colonialismo?
Es un debate de una corriente de pensamiento crítico, que se llama ecología política. Tiene una corriente anglosajona, otra francesa, pero también una impronta muy fuerte en América Latina, con autores como Enrique Leff [economista y sociólogo mexicano], Arturo Escobar [antropólogo colombiano], Maristella Svampa [socióloga argentina]. Esta última corriente tiene un peso muy fuerte en la historia ambiental y considera el trauma social-civilizatorio de la conquista y la colonia. Tiene dos discusiones muy importantes. Una de ellas está vinculada con el enfoque modernidad-colonialidad. Es no considerar solamente a Inglaterra o la Revolución Industrial como el origen del capitalismo, sino también los reinos ibéricos y las conquistas. No habría modernidad ni capitalismo sin la extracción de recursos desde América o incluso sin la esclavitud.
El otro eje de la discusión es cómo esto reconfiguró las sociedades latinoamericanas, al punto de que, más adelante, los Estados se conformaron en base a disputas muy profundas, justamente territoriales. El historiador colombiano Germán Palacios llama “asincronías” al hecho de que hay regiones “exóticas” que siguen sin incorporarse a los estados nacionales. ¿Por qué? Porque tienen otras lógicas, otras formas de producción, de consumo. Por más que el capitalismo sea un modo de producción dominante, no siempre impera en todos los lugares. De hecho, todavía hoy, muchas disputas por los territorios son por estas discusiones. Los pueblos indígenas, por ejemplo, dicen: “Nosotros estábamos antes, tenemos derechos sobre esta tierra”. Es una discusión muy profunda, involucra con qué narrativas entendemos el mundo, los mundos. Este que se dio a llamar el “Nuevo Mundo” de nuevo no tenía nada.
Todo esto conecta plenamente con lo que hoy discutimos: cómo aumentan las exportaciones para que la balanza de pago cierre y cómo esas exportaciones dependen del monocultivo, la minería, el litio, de diferentes extracciones que tienen un patrón similar. Por supuesto que no es el mismo, pero es un patrón en el que grandes corporaciones internacionales tienen acceso discrecional a los recursos, porque además se las favorece impositivamente bajándoles pisos de legislación. Esa extracción va para afuera y no deja inversiones locales, genera empleo –no es que no genere–, pero seguimos con los problemas cíclicos de las economías. Somos muy dependientes de los precios de esos bienes que se extraen y exportan, que son commodities. Hay una crisis del régimen de acumulación del capital, como dice Jason Moore. Esto hace que la plata quede en las arcas de las corporaciones, pero hay un problema serio de dónde poner el dinero que deriva en mucha inversión en el mercado inmobiliario, en el mercado financiero, la deuda y todas las cosas que nos ahogan y hacen que sea tan increíble, incomprensible, que sigamos siendo sociedades tan desiguales viviendo en territorios plenos de bienes comunes.
Entre toda esta situación nace el concepto de justicia ambiental. ¿Existe un momento particular en que las comunidades empezaron a apropiárselo? ¿Cómo la definirías?
La justicia ambiental pone en discusión el hecho de que la mayor carga de la contaminación, del daño ambiental o de la inequidad en el uso de los recursos presiona más fuertemente a los sectores desfavorecidos. Sectores populares, mujeres, comunidades afrodescendientes. Es como un clivaje que ilumina los debates sobre la desigualdad.
Es una potente narrativa desde abajo. Ha sido muy importante en Estados Unidos el movimiento de derechos civiles, el movimiento afroamericano. Ellos empezaron a hablar de racismo ambiental para mostrar cómo, por ejemplo, las localizaciones de sitios de disposición final de residuos peligrosos se superponen exactamente, en cualquier mapa, con los lugares donde vive la gente de color. En Brasil, el movimiento de justicia ambiental se articula con el Movimiento Sin Tierra. Hay movidas muy fuertes para evitar que ciertos residuos peligrosos que Europa exporta a América Latina no vayan a parar a los estados que tienen menor nivel de protección. Las movilizaciones no buscan que lo peligroso pase a otro lugar y afecte a otro grupo, esta es una gran discusión en los movimientos. En Argentina la justicia ambiental se hizo muy importante a partir de los debates por la minería, pero también por el tema del Riachuelo.
En las grandes metrópolis de América Latina los sectores populares acceden a la vivienda y al suelo urbano mediante un proceso de producción social del hábitat popular. Esas tierras a las que acceden tienen menor valor económico en el mercado, precisamente, porque están degradadas ambientalmente. Entonces, el caso del Riachuelo empezó siendo una demanda de contaminación por plomo y exigiendo al Estado la recomposición ambiental de la cuenca. Lo interesante de este caso es que no sólo fue una demanda individual, sino que colectivamente exigieron la reparación del ecosistema. Había daño a la salud y había daño al ambiente porque antes se dañó al río, a la cuenca. Para mí es un caso testigo de la justicia ambiental, porque los movimientos reclaman acciones de reparación colectiva porque es una cuestión de derechos. La cuestión ambiental está muy conectada con los derechos humanos.
En una presentación te escuché citar una frase del biólogo estadounidense Barry Commoner, que dice así: “La deuda con el ambiente no se paga ni con botellas reciclables, ni con estilos de vida saludables. Se paga con la vieja moneda de la justicia social”. ¿Este pensamiento se vincula con tu último libro, titulado Toda ecología es política?
Los problemas ambientales empezaron a tener visibilidad en el siglo XX, dándose el auge en la década del 70, cuando en la Conferencia de Estocolmo tiene lugar por primera vez en la historia una gobernanza global del ambiente. La discusión ambiental es un tema muy disputado por los gobiernos en términos geopolíticos, pero también por los expertos. Hay tendencias que existen desde esa época en términos de conectar el ambiente con un asunto de especialistas, que se resuelve por la vía de la innovación tecnológica y con visiones conciliatorias. Una de ellas es el desarrollo sustentable, la idea de que se va a poder articular la economía con lo que pasa en el ambiente y que es cuestión de que las empresas internalicen comportamientos de responsabilidad social empresarial y normas de protección ambiental. Es más, no sólo que lo internalicen, sino que se concibe esto como un factor de rentabilidad económica.
Siempre pongo en discusión todo esto porque creo que existen otras miradas del ambiente, que surgen desde abajo y tienen que ver con el derecho a la vida. La ecología de cualquier comunidad es política. Para poder vivir, poder reproducirnos, necesitamos interactuar con los bienes naturales. En las luchas por la justicia ambiental, la disputa por el ambiente se conecta con los modos de vida. Una autora del movimiento afroamericano dice que el derecho al ambiente sano o la justicia ambiental tiene que ver con el lugar donde vivís, el lugar donde jugás, donde trabajás. La frase de Commoner lo que resume es que si vamos a hablar de deuda ecológica, no alcanza con formas de consumo individual o estilos de vida personal. Tenemos que ir a la raíz del problema: la distribución desigual de los recursos, de la vida, del trabajo. Volvemos a la justicia social. Un leit motiv de mi libro es que hay que conectar la agenda de la justicia social con la agenda de la justicia ambiental.
¿Y lo estamos logrando?
En los movimientos se ve mucho. En Argentina hay mucha movilización de los jóvenes. En la última marcha de los Jóvenes por el Clima había una bandera muy larga que decía “justicia ambiental es justicia social”. Lo que pasa es que, en esta crisis global del régimen de acumulación, la disputa es muy fuerte. Hasta que no se extraiga la última gota de petróleo, hasta que no se avance en la última frontera extractiva, las relaciones de poder son muy desiguales. Esto es lo que prima.
¿Cuál debe ser el rol de los científicos y científicas en este contexto?
No me gusta mucho dar recetas. Además, ¿quién soy yo para decirles a los científicos cuál es su rol? [risas]. Desde mi posición, desde mi conocimiento situado, creo que tenemos una gran responsabilidad. Primero, porque tenemos acceso a un conocimiento que por ahí otros actores no tienen. A nosotros el Estado nos forma para aprender, investigar, producir. Hay un compromiso con lo público que es central y no alcanza con hacer artículos científicos que salen en una revista que poca gente lee. Hay que participar en el debate público. Ojo, yo no creo en el modelo moderno de ciencia que es “el científico informa y el político decide”, eso nos hace retroceder unos cuantos casilleros. Pienso que tenemos que participar como un actor más en el debate público. Aportando con libros de acceso abierto, trabajos de extensión, todo lo que podemos hacer en lo que se llama ciencia abierta. En el debate más de punta sobre estudios sociales de la ciencia, cada vez se habla más de ciencia ciudadana, posnormal, de controversias socio-técnicas. Es decir, los actores de a pie en los territorios también producen conocimiento, y tiene que haber más diálogo de saberes. Las ciencias sociales, capaz, si logramos hacerlo con compromiso y con humildad, podemos hacer un aporte en el sentido de traducir, articular, generar redes que no son sólo de actores, son conexiones entre problemas. Es una problemática global muy compleja.
¿Pensás que existe cierto prejuicio respecto del conocimiento local?
Las narrativas que dominan son de extracción, saqueo, modernización. El libro más conocido de Bruno Latour [filósofo, sociólogo y antropólogo francés] se llama Nunca fuimos modernos. Él dice que el gran problema con la modernidad es haberla considerado una teleología. Cuando le decís a alguien “sé moderno”, le estás diciendo “modernizate”. Estás marcando un camino único respecto del cual esa persona se quedó afuera y al que debería incorporarse porque si no puede perder algo en su vida. En realidad, nuestras historias locales, ambientales, de crisis y revoluciones, muestran otros caminos. No es necesariamente “modernizar” lo que tenemos que hacer. Además, “modernizar” no es una receta que funcione para las mayorías, funciona para las minorías. Tenemos que poner muchas cosas en discusión respecto de qué es el desarrollo y la idea del “crecimiento sustentable”. Es un oxímoron, no es posible que la economía crezca infinitamente: lo hace a expensas de un único sistema que es la biosfera, el planeta Tierra, que no es infinito. Los científicos hablan de la sexta extinción de especies, hablan de problemas con el fósforo y el nitrógeno del suelo, de la crisis climática. Son todas funciones esenciales para la vida que se están perdiendo. ¿Qué vamos a hacer con esto? ¿Vamos a seguir avanzando y explotando recursos porque hay que ser modernos?
¿Te considerás una persona con una visión optimista o negativa del futuro?
En eso soy muy Donna Haraway. Ella dice que tenemos que aprender a vivir y a morir en un planeta dañado. El daño ya está hecho, la vida que nos toca vivir va a ser diferente, ya lo es. Entonces, más que pensar un futuro de éxitos, tenemos que aprender a convivir con lo que hay, a reparar, a no causar más daños, a impulsar éticas del cuidado. Como científica, no tengo que caer en el fatalismo de decir que el fin ya llega, porque eso es inmovilizador. Pero no me gusta el optimismo ingenuo y peligroso de las tecnologías, el quedate tranquila porque va a venir una tecnología que lo va a resolver, no hagas nada. Esa ideología es muy peligrosa. Yo estoy en un camino que no es ni el facilismo ni el fatalismo. Es la decisión compleja, dura, difícil, por momentos dolorosa, de vivir y participar académicamente, como ciudadana, políticamente y en tanto cuidadora, en un planeta dañado.