Un productor rural se encuentra sentado sobre las raíces de una de sus higueras. Sabe que dentro de su predio convive con dos individuos de esta especie. De uno de ellos nacen higos blancos grandes, del otro crecen “higos de miel”, como los llama, que también son higos blancos grandes, pero que, cuando están maduros, sueltan una gota dulce que se parece a esta sustancia viscosa exquisita. Las higueras le dan frutos, sombra, pero también curan. Dice que cuando una persona está enferma, se puede tallar el tronco del árbol para que ambas heridas sanen de forma simultánea.
El productor se encuentra en el Paisaje Protegido Quebrada de los Cuervos y Sierras del Yerbal, integra una pequeña comunidad rural formada por descendientes de poblaciones nativas, criollos y colonizadores europeos que fundamentalmente se dedican a la ganadería, el cultivo de hortalizas y frutas para autoconsumo y cría de aves y cerdos –más recientemente, también al ecoturismo–. Él, su comunidad, sus conocimientos y las alteraciones que crearon en el paisaje son parte del territorio que actualmente se encuentra bajo el Sistema Nacional de Áreas Protegidas. Es decir, todos estos elementos conforman su agrodiversidad, definida como una red dinámica de relaciones entre las personas, los organismos vivos y el ambiente que responde a necesidades y circunstancias específicas. Dentro de esta red, a las especies de plantas con valor potencial para los seres humanos se las llama recursos fitogenéticos.
Sobre la importancia de las historias transmitidas de generación a generación y la defensa de nuestros pobladores del campo ante la pérdida de agrobiodiversidad, versa la investigación Paisajes, agrobiodiversidad y conocimiento local en el área protegida Quebrada de los Cuervos y Sierras del Yerbal, Uruguay. El trabajo fue llevado adelante por María Puppo, Alejandra Calvete –ambas integran el Departamento Territorio, Ambiente y Paisaje del Centro Universitario Regional del Este (CURE)–, Camila Gianotti, Alejandra Leal y Mercedes Rivas –las tres del Departamento Sistemas Agrarios y Paisajes Culturales, del CURE– de la Universidad de la República. A su vez, Camila forma parte del Laboratorio de Arqueología del Paisaje y Patrimonio, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, y Mercedes integra el Departamento de Biología Vegetal de la Facultad de Agronomía, mostrando que la interdisciplina se hace presente. La investigación, que se desplegó durante años, es fruto de trabajos previos y busca hacernos cuestionar sobre cómo debería ser el camino a seguir en materia de conservación y acceso a la tierra tanto en áreas protegidas como fuera de estos espacios.
Defender las comunidades rurales es defender la agrobiodiversidad
“Las comunidades rurales desempeñan un papel fundamental en la generación y el mantenimiento de la agrobiodiversidad, ya que se dedican principalmente a formas no industriales de gestión de la naturaleza y poseen conocimientos tradicionales de larga data. Cada socio-cultura interactúa con su propio paisaje y biodiversidad, lo que resulta en una gama amplia y compleja de interacciones que dan lugar a parches bioculturales específicos”, describen las investigadoras. También sostienen que estos sistemas de conocimiento local “representan la reserva de memoria humana que permite a la especie adaptarse continuamente a un mundo complejo en constante cambio”. Por ello alertan que la pérdida de agrobiodiversidad está “estrechamente asociada con la pérdida de conocimiento local, que tiene múltiples causas, incluida la simplificación de los hábitats agrícolas debido a la agricultura industrial, el abandono de las variedades locales, la rápida expansión de los monocultivos extensivos, el crecimiento de la infraestructura, la industria minera, la despoblación rural, entre otros”.
En el trabajo señalan que el país está ubicado en el bioma Pampa, la región de pastizales naturales más grande de América del Sur y “una de las más grandes del mundo”. “Esta región ha experimentado cambios significativos en el uso/cobertura del suelo en los últimos 20 años, principalmente debido a las plantaciones forestales y el cultivo de soja, lo que ha resultado en un impacto significativo en la biodiversidad, la agrobiodiversidad y los servicios ecosistémicos como la polinización, conservación de suelos y abastecimiento de agua, entre otros, provocando fragmentación y pérdida de hábitats”, suman. Ante esto, subrayan que una de las estrategias nacionales para abordar los efectos fue la creación del Sistema Nacional de Áreas Protegidas. En 2008, ingresó el primer territorio al sistema y fue nada más y nada menos que la Quebrada de los Cuervos, caracterizada por su “alto grado de naturalidad en los ecosistemas”.
En el trabajo señalan que el área protegida que estudiaron “estaba habitada por más de 100 familias, pero actualmente, según información proporcionada por los entrevistados, sólo residen en el área entre 30 y 40 familias, lo que indica importantes fuerzas de emigración en juego”. Asimismo, en la investigación relevaron un total de 54 contextos domésticos, conformados por 41 taperas –casas abandonadas– y 13 viviendas. También entrevistaron a 12 personas adultas, de las cuales 67% eran mujeres y 33% hombres, con edades comprendidas entre 20 y 70 años, aunque un dato no menor es que 75% de los entrevistados tenían más de 50 años. A su vez, diez eran residentes locales –familias con varias generaciones en el área–, uno propietario no residente y otro representante de una ONG local. Tal como aclaran más adelante, “aunque el número de encuestados no es elevado, representa el 40% de los hogares de la zona de estudio”.
Algunos resultados
Los datos fueron obtenidos a partir de encuestas, entrevistas y observaciones en el sitio. En total se registraron 185 especies, 121 de ellas exóticas y 64 nativas. Las autoras definen que son “patrimonio biocultural de esta comunidad”. Destacan que, de las nativas, 51 son consideradas recursos fitogenéticos nacionales y, sin embargo, “sólo cuatro se consideran especies prioritarias para la conservación”. Al mismo tiempo, encontraron un total de 163 y 93 recursos fitogenéticos en casas y taperas. “El número de especies en casas osciló entre 9 y 91, mientras que en taperas osciló entre 0 y 25”, indican. Aquí se encuentra una de las principales conclusiones del trabajo: se observó “una mayor riqueza y un mayor número de especies con abundancia en las casas”. Por citar sólo un ejemplo, “más del 90% de los cultivos de hortalizas y el 75% de las especies aromáticas están ausentes en las taperas”. A su vez, los ambientes “más diversos son los huertos familiares y el entorno de la casa, destacando el uso de 51 especies nativas de ambientes no cultivados”.
Resaltan que, a partir del trabajo de campo, surgieron 1.199 registros de usos de plantas y se encontró “un amplio conocimiento local sobre las formas de utilización de numerosos recursos fitogenéticos nativos y exóticos”. Los más frecuentes estuvieron vinculados al “consumo humano, usos ambientales, combustible, ornamental y medicinal”. Una curiosidad vinculada a los usos –dentro de la gran cantidad de información detallada que existe en el trabajo– es que de 58 especies mencionadas para uso medicinal, 30 son nativas. Otra consiste en que de las 71 especies registradas para consumo humano, hay un elevado número de frutales, con alrededor de 33 especies.
Por otra parte, también obtuvieron 1.338 registros de prácticas de gestión de las especies; siendo las más frecuentes la “protección”, “propagación” y “mejora”, seguidas por la “poda” y “recolección”. Una de las entrevistadas contó sobre el uso de la marcela (Achyrocline saturejoides): “Solía recogerla únicamente, pero ahora aprendí a devolverla a la tierra. Utilizo tijeras para cortar las flores y luego las dejo secar sobre papel. Utilizo la flor para té y extraigo las semillas. Volví a poner las semillas en la tierra. La marcela es una planta complicada de cultivar, tenés que dejarla en paz, prefiere vivir en la naturaleza”. En el texto se relata que la persona entrevistada tira las semillas cerca de su casa para tenerla a mano y en los cerros para mantener la especie y evitar su pérdida. Dice que observó que en “algunos campos cerrados ha crecido una especie diferente y más grande de marcela”.
A partir de indicadores, el equipo académico definió un grupo de 24 especies con “altos niveles de significancia cultural”, incluyendo variedades vegetales locales, especies arbóreas nativas, frutales nativos y exóticos y algunas especies medicinales. Tal como dice Camila, una de las autoras, buscaron “ampliar la mirada sobre las categorías de especies prioritarias para la conservación” que suelen utilizarse en los planes de manejo de áreas protegidas. En este sentido, afirman que “la riqueza sustancial de conocimientos locales sobre recursos fitogenéticos nativos y exóticos es el resultado de la producción, la hibridación y la transmisión transgeneracional de conocimientos”. “Este legado es producto de un sincretismo cultural, han incorporado conocimientos de poblaciones indígenas, coloniales-misioneras y criollas que han convergido durante los últimos 300 años. A lo largo del proceso, el conocimiento relacionado con prácticas específicas fluye a través de los individuos y en relación con el ambiente. Se transmite, adquiere y descarta a base de prueba y error, dando lugar a nuevos conocimientos sobre especies introducidas y locales”, suman.
La pérdida de conocimiento local
Las autoras señalan que “con el abandono de la zona, se pierden conocimientos y semillas”; a esto se agrega la falta de recambio generacional, otro factor que pone aún más en peligro la conservación de la diversidad cultural y biológica. Indican que la diferencia en el número de especies encontradas en casas y taperas, sumado a que de 93 especies registradas en estas últimas sólo 33 se repiten en más del 10%, refleja “la rápida pérdida de especies y fragilidad de la mayoría de los recursos en los huertos y parcelas de cultivo abandonados”.
Un ejemplo de la pérdida de conocimiento local que citan las autoras está vinculado a la yerba mate (Ilex paraguariensis). Si bien la especie “no está presente en las taperas, se puede encontrar en los bosques y ha dado nombre a cuatro cursos de agua de la zona: ‘Yerbal chico’, ‘Yerbal grande’, ‘Yerbalito’ y ‘Cañada de la Yerba’. Existen historias documentadas sobre las plantaciones de yerba mate en estos cerros que abastecían a las misiones jesuíticas de Oriente y Río Grande”. Sin embargo, detallan que en su estudio “el conocimiento sobre esta especie surgió en algunas entrevistas, y aunque proporcionaron descripciones detalladas de las prácticas de cultivo y la técnica de cosecha y procesamiento de la yerba mate, se podría inferir que probablemente existía un conocimiento antiguo que prácticamente se encuentra extinto en el área”.
Acceso a la tierra, la agroecología y más herramientas
En la investigación describen que la agrodiversidad es “un componente importante de la biodiversidad y depende de la intervención humana para su generación, mantenimiento y evolución futura”. Sostienen que “ofrece valiosos servicios ecosistémicos”, pero que “a menudo se pasa por alto en los objetivos de conservación y planes de gestión de áreas protegidas”. “La integración de la agrodiversidad como punto focal en las estrategias de conservación in situ para la categoría de ‘paisaje protegido’ de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza serviría al propósito de conservar la interacción humano-ambiente que da forma a los paisajes observados”, resaltan.
Asimismo, mencionan que el papel de las comunidades locales “está reconocido internacionalmente y debe estudiarse localmente para diseñar las directrices apropiadas para la conservación”. Pero enfatizan: “Es necesario revisar la percepción de los agricultores como degradadores de los sistemas naturales y reconocerlos como custodios y creadores de la agrobiodiversidad y el paisaje, ya que juegan un papel clave en la solución. La sostenibilidad de los agroecosistemas debe considerar aspectos ambientales, sociales y económicos”. También indican que esta cuestión “no debería depender únicamente de los agricultores, ya que requiere que los formuladores de políticas generen e implementen incentivos que faciliten y promuevan la conservación in situ de los agroecosistemas y al mismo tiempo mejoren la calidad de vida de los habitantes”.
“Todos debemos apoyar a que la agrobiodiversidad se valorice. Hemos explotado poco, por ejemplo, las denominaciones de origen, que se desarrollen marcas para mejorar la calidad de vida de la gente que está allí”, dice Mercedes durante la entrevista. María continúa: “Querés proteger el paisaje y se va el ser humano, cuando se está planteando que el paisaje es la conjunción entre el humano y la naturaleza. Los planes de manejo deberían meterse de lleno en la calidad de vida de las personas que viven en el campo. Es un sacrificio vivir allí, se podría ayudar con un montón de herramientas, como generar marcas relacionadas a la tierra, al sitio geográfico, a ayudar en el transporte, el acceso a la luz, internet. A veces nos quedamos con la visión romántica de la conservación y vivir allí. Yo me iría encantada, pero, de hecho, no lo hago”.
Tanto Camila, Mercedes y María resaltan que la superficie que se encuentra bajo protección del SNAP es poca, ya que alcanza apenas 1,06% del territorio nacional. “Hay que repensar las políticas de acceso de la tierra y protección, más allá de las áreas protegidas. También está el Plan Nacional de Agroecología. También el rol de la mujer, que si bien no son las únicas que tienen este conocimiento, sí son mayoría, son las que lo hacen moverse, permanecer, seguir vivo. Me parece que el trabajo no toca sólo una política pública, sino una diversidad de actores, instituciones, desde dónde se tienen que pensar estas cuestiones”, finaliza Camila.