Al bajar del bondi quedé como presentado a la reja gigante y oxidada de un caserón abandonado. La ruina se insinuaba por debajo de un manto espeso de hiedra que sólo dejaba libre el agujero de la gran puerta de entrada y luego se iba extendiendo, en una sola superficie, por todo el jardín, trepando por palmeras muertas y árboles sumergidos y olvidados. Parecía un lugar adecuado para una linda exploración urbana: entrar al caserón y recorrer los patios interiores y las habitaciones, a lo mejor subir las escalinatas partidas. Con la cabeza entre la reja, yo afinaba la vista cuando descubrí, allá al fondo de todo, unas ropas raídas colgando de una cuerda floja y al costado una cabecita oscura que apenas se movía y me miraba a la distancia entre unas campanillas radiantes con unos ojos fijos como puntos de abandono y desconfianza.
Seguí por Agraciada y en el camino esquivé a un tipo durmiendo a lo ancho de la vereda, tapado con una frazada de la que salían por abajo unas pantorrillas descalzas y por arriba la punta sucia de un gorro de Papá Noel. Para evitar el Viaducto, crucé la avenida mientras veía otro caserón en ruinas sostenido extrañamente por un container de carga. No miré hacia atrás, hacia el Prado, adivinando de memoria el islote con cipreses con el puente curvo y los diques sobre el arroyo por donde alguna vez crucé de niño haciendo equilibrio. Entré al parque lineal mirando las fotogénicas y pobres paredes linderas sobreviviendo entre macetas y ventanucos y esos murales gigantes tomados por la imaginación de artistas-espectadores adeptos a las películas de horror, cabezas trepanadas y cosidas de muertos vivientes que hacían visible, en aquella estetización efectista e ingenua, el terror urbano.
Del otro lado, el arroyo corría cansado y marrón, y entonces recordé por qué había llegado hasta ahí: porque la noche anterior había llovido y porque venía lloviendo desde hacía semanas y porque había leído un pasaje de una novela de Anderssen Banchero que describe el Miguelete crecido y porque un amigo me había contado que la semana anterior había ido a ver el arroyo mientras el cielo se caía y el arroyo bullía como agua hirviendo y corría entre las orillas y entre rápidos y cascadas y remolinos, y yo quise ver eso. Pero todo había vuelto a su cansancio y la imagen quedó en el libro y en el recuerdo y en la imaginación, como la posibilidad de una ciudad surcada de arroyos y puentes por donde fluían barcas y personas y pensamientos estableciendo sinapsis nuevas, ines- peradas y oportunas.
De pronto el parque lineal se interrumpió por un terraplén rematado por la vía, que seguía luego por su puente agonizando en ese limbo entre el uso y el abandono. Y al llegar arriba, esperando ver el arroyo continuar hacia el oeste serpenteando en las últimas curvas antes de salir a la bahía, me quedé enfrentado a un cementerio de autos. Más bien era un depósito de autos, porque todos estaban como recién puestos, ordenados en lotes, como de colección: un mini Morris sin parabrisas, un XR3 sin pintura, varios Escort 1600 con las gomas deformes, Fuscas blancos y ciegos, Renaults encallados, un Hillman sobreviviente, un Chevette azul y vencido, un Passat al lado de un Corcel, un Pony solitario con la caja abierta y, según se perdían hacia el punto de fuga en sucesión de años y de meses, unos capós verdes y naranjas marcaban los principios y los fines de los ochenta. Estaban todos en el patio central de una antigua fábrica de paredes de ladrillo, paredes que terminaban a pique sobre el arroyo muerto, o no tanto, porque al final del alambrado que corría entre el depósito y la vía, sobre una piedra que afloraba contra la orilla, se posó el fantasma de una garza blanca y luminosa.
Yo me quedé inspeccionando el alambrado mientras las leyes de la exploración urbana repicaban en el fondo de mi cabeza como un mantra: “No romper nada, pasar por donde sólo pasa el cuerpo, no abrir puertas trancadas, doblar sólo materiales que no ofrecen resistencia”. Entonces me fui, doblé por la vía hacia el Centro hasta la estación Yatay, que recordaba prolijamente ilustrada por murales delicados, ahora arrasada por los manotazos de ahogado de la campaña electoral. Crucé el puente de Uruguayana, me metí en una feria vecinal interminable, bajé por el borde de Paso Molino que cae hacia Capurro entre casas bajas y antenas altas, pasé junto a un templo umbanda y, antes de volver a Capurro por el puente hermoso y deshecho de Juan María Gutiérrez, llegué frente al jardín de un chatarrero legendario que vende un ancla más grande que yo, un cañón y dos aviones enteros, uno de ellos clavado de punta y abriéndose al cielo como un crucifijo.