-¿En qué consiste la historia conceptual?

-Tal como yo lo veo, la historia conceptual es una manera especial, profundamente histórica, de acercarse al pasado. Una aproximación que se esfuerza en recuperar -en “traducir”- para nuestra época la gama de significados, muchas veces plurales y a menudo contradictorios entre sí, que yacen enterrados en ciertas palabras clave, sobre las cuales pivotó durante un tiempo la comprensión que las gentes tenían del mundo en el que vivían. Tal recuperación/traducción, que inevitablemente se hace desde un cierto “ahora”, se refiere siempre a un segmento del pasado que puede ser más o menos amplio. Si el fragmento de pasado -o la sucesión de pasados- sobre el que trabaja el historiador es muy largo, decimos que ha adoptado una perspectiva diacrónica, mientras que si, al contrario, centramos nuestro trabajo en un período corto, en un cierto “estado de la lengua” circunscrito a un momento preciso, nuestra perspectiva más bien se calificaría de “sincrónica”. Pero, en ambos casos, los cultivadores de la historia conceptual tratan de plantearse con seriedad el viaje de los significados sociales en el tiempo, esforzándose especialmente por combatir anacronismos e interpretaciones sesgadas del pasado, poco respetuosas con la historicidad de los marcos cambiantes de comprensión del mundo que los hombres han ido adoptando a lo largo del tiempo. Más allá de Reinhart Koselleck y Quentin Skinner, los principales cultivadores de las perspectivas diacrónica y sincrónica, respectivamente, y de la tradición específica de historia conceptual que existe en España, muchos historiadores latinoamericanos -entre los que se cuentan algunos de los mejores historiadores uruguayos, como Gerardo Caetano, Ana Frega, Ariadna Islas o Ana Ribeiro- hoy día forman parte de la amplia red académica de investigadores que venimos trabajando desde hace ya algún tiempo en nuestro proyecto Iberconceptos. Con este proyecto nos hemos propuesto avanzar en una historia conceptual comparada del mundo iberoamericano en la era de las revoluciones.

-¿Cuáles son las especificidades de un diccionario de conceptos políticos en relación con la idea que suele tenerse de un diccionario?

-En un diccionario corriente uno espera encontrar un repertorio de definiciones. Se acude a él para despejar dudas sobre el uso correcto de un término. Por el contrario, un diccionario histórico de conceptos políticos no nos ofrece ese tipo de definiciones unívocas, autorizadas, de las voces. Lo que razonablemente podemos esperar encontrar en sus páginas es más bien un relato circunstanciado de las “definiciones” alternativas –y muy frecuentemente conflictivas, incluso antagónicas– que los agentes de la sociedad y del periodo estudiados fueron dando sucesiva y polémicamente del concepto en cuestión. Ahora bien, si es cierto que, según observó Nietzsche, sólo los conceptos que no tienen historia pueden propiamente ser definidos (definir conlleva la voluntad de clausurar, de poner un punto final a la discusión sobre el significado de un término), los que sí la tienen –como los conceptos sociales y políticos- deberían más bien ser relatados, narrados. Esa es la razón de ser de un diccionario histórico de conceptos sociales y políticos. Sus autores empiezan por inventariar un puñado de nociones que se consideran fundamentales para la autocomprensión de una sociedad dada durante cierto lapso temporal. A continuación, partiendo de ese vocabulario de base, se esfuerzan por cartografiar las más sobresalientes experiencias políticas vividas por dicha sociedad, tal y como han ido dejando su huella en esas palabras clave. El resultado ideal es un mapa semántico en movimiento que remite al mismo tiempo a las palabras y a las cosas, al plano lingüístico y a las circunstancias históricas.

-¿En qué medida se relaciona la historia conceptual con lo que suele definirse como “historia de las ideas”?

-La historia conceptual, en su más amplio sentido, nació para responder a las insuficiencias de la vieja historia de las ideas, aunque bajo el término paraguas “historia de las ideas” pueden cobijarse aproximaciones bastante diferentes. Tal vez el reproche más profundo que desde la historia conceptual se ha lanzado a la historia tradicional de las ideas es que ésta asumía una escisión o polaridad radical entre dos esferas -llámense ideas y “realidades”, pensamiento y acción, incluso teorías y prácticas- que en verdad se presentan inextricablemente amalgamadas. Hoy se asume que no hay realidad sin conceptos, prácticas sin marcos de comprensión, ni textos sin contextos. Ambos niveles se implican mutuamente. El desafío para la historia conceptual consistiría por tanto en dar cuenta de las complejas relaciones “de ida y vuelta” entre ambos planos analíticos, esto es, entre el plano simbólico-conceptual y el plano empírico-factual. Se trataría de comprender, y hasta cierto punto de explicar, de qué modo interactúan las realidades lingüísticas y las extralingüísticas. Cómo, en definitiva, por una parte, las realidades sociales y políticas encuentran un reflejo, o una proyección, en el terreno conceptual, y cómo, en sentido opuesto, los marcos conceptuales e interpretativos de la vida social y política -cambiantes, contingentes y discutidos- construyen y modifican a su vez esas mismas realidades.

-¿Cuáles son los “baches” de la historia social y política que el estudio en perspectiva histórica de los conceptos puede contribuir a tapar?

-Tanto la historia social como la historia política han adolecido ciertamente de un punto de partida metodológico altamente cuestionable, como era el establecimiento de esa separación excesiva entre los planos factual y simbólico. Por una parte, cierto positivismo ingenuo, así como el énfasis excesivo de algunos historiadores en buscar “explicaciones” materiales, en términos de causa-efecto, a los procesos sociales, redujeron el mundo de las ideas a una función subordinada y proyectaron a menudo sobre los actores unas categorías totalmente ajenas a su percepción de las cosas. La historia de los conceptos en la medida en que se esfuerza por construir puentes desde el presente hacia el pasado para tratar de entender a los agentes en sus propios términos, contribuye a tapar algunos de esos “baches” que la historia sociopolítica no había resuelto de manera satisfactoria. Pero no se trata sólo de “tapar baches”. La gran virtud de la historia de los conceptos estriba en que ayuda a hacer mucho más reflexiva a la historia. Yo diría que, en la medida en que la historia conceptual es capaz de ofrecer instrumentos metodológicos que permiten abordar el estudio del pasado desde una perspectiva más fresca y más comprensiva, todos los historiadores deberían beneficiarse de esta aproximación, ya no tan nueva.

-¿Cuál es la relación entre conceptos, discursos e ideologías en el debate político?

-Las nociones de “lenguaje” y “discurso” se manejan en sentidos muy diversos según las distintas escuelas. Lo cual, por cierto, pone de manifiesto que también ellas son realidades históricas. Me limitaré a señalar que, en términos generales, un tipo de discurso -o un lenguaje político particular- consiste en una cierta manera de combinar conceptos. Pero, a su vez, los conceptos no pueden entenderse aislados, puesto que siempre se nos presentan puestos en argumento, y su significado en cada caso depende de las relaciones con otros conceptos. La interconexión entre ideologías y conceptos es asimismo muy compleja. Según Michael Freeden, uno de los más solventes estudiosos actuales del tema desde una perspectiva histórica y politológica, una ideología puede entenderse como una estructura de “pensamiento colectivo” que contiene ciertas pautas recurrentes de interpretación del mundo orientadas a la acción. Según él, dichas pautas interpretativas consistirían esencialmente en una ordenación conceptual particular, que otorga prioridad a ciertas nociones centrales (por ejemplo, la libertad, en el liberalismo, o la igualdad, en el socialismo), mientras que otros conceptos serían adyacentes a ese núcleo y otros más quedarían relegados a la periferia. Pero incluso esas “constelaciones conceptuales” cambian en el espacio y a lo largo del tiempo. Así, los liberalismos o los socialismos de nuestro tiempo no se dejan representar por la misma red de nociones que tales ideologías revistieron en el momento de su nacimiento, en la Europa de la primera mitad del siglo XIX, ni tampoco en los liberalismos o los socialismos de hace un siglo. A mi modo de ver, lo que llamamos ideologías no constituyen en realidad mundos categoriales tan separados como habitualmente se piensa, sino que a menudo todas las ideologías de una época comparten en gran medida un entramado de conceptos en disputa sobre los cuales pivotan durante cierto tiempo los discursos públicos que circulan en una sociedad. De manera que tanto las ideologías conservadoras como las progresistas se sirven de los mismos conceptos diversamente interpretados. Tales conceptos clave remiten a cuestiones políticas que se consideran especialmente relevantes y, por tanto, son indefectiblemente conflictivos. En resumen: al contrario de lo que muchos piensan, la importancia de un concepto no estribaría en el grado de consenso alcanzado entre los hablantes acerca de su “verdadero sentido”, sino más bien, paradójicamente, en el nivel del disenso en torno a su significado.

-¿Cuál es el papel de la metáfora dentro del discurso político, y cómo ésta puede adquirir la categoría de concepto?

-Contra lo que suele creerse, la metáfora -esto es, la descripción de una cosa en términos de otra- no es simplemente un adorno retórico, sino un instrumento fundamental de conocimiento. Si bien la concepción cartesiana de la lógica y del lenguaje pretendió mantener completamente alejados los dominios de la razón -de las “ideas claras y distintas”- y los de la imaginación poética, hoy resulta inaceptable mantener una separación tan estricta. Tal y como yo lo veo la metáfora juega un papel esencial e insustituible en el discurso, no sólo en el discurso político y social, sino incluso en la argumentación científica y académica. Una de las funciones más importantes de la metáfora es la generación de nuevos significados. De hecho, no pocas metáforas pueden verse como conceptos incipientes. Ciertamente, los conceptos no carecen de una dimensión proyectiva que apunta hacia el futuro, pero en la medida en que son sobre todo un precipitado lingüístico-intelectual de prácticas repetidas -“ampollas” de experiencia acumulada- en condiciones normales su carga empírica suele exceder a su dimensión futurible. Por el contrario, las metáforas apuntan preferentemente hacia lo nuevo, tratando de encapsular conceptualmente lo inasible, lo que no se puede aprehender en los términos conceptuales ordinarios. Y para ello, quien utiliza una metáfora echa mano de recursos conceptuales bien asentados, pero los traslada sorprendentemente a otro campo, a un terreno nuevo en el que somos deficitarios en conocimiento. Como señaló Kierkegaard, aunque no tenemos más remedio que vivir “hacia adelante”, la vida sólo puede ser entendida mirando hacia atrás. Y la metáfora efectúa un trasvase constante de recursos cognitivos tomados de la experiencia del pasado para iluminar las zonas oscuras del futuro. De ahí que en épocas de incertidumbre, cuando las gentes sienten que se abren ante ellas grandes expectativas e interrogantes, grandes temores y esperanzas, algunas metáforas florezcan con fuerza inusitada. De hecho, en la era de las revoluciones se produjo una extraordinaria floración de la metafórica política, heraldo del nuevo universo conceptual de la modernidad política. Muchas de las imágenes que entonces alcanzaron gran difusión -me refiero a ficciones de corte más o menos antropomórfico como “contrato social”, “voluntad general”, “representación nacional”, “opinión pública”- se convertirían con el tiempo en conceptos políticos de pleno derecho, manejados no sólo por los teóricos de la política, sino por los hombres políticos, juristas y constitucionalistas. Se observa así que, muy a menudo, lo que llamamos “concepto “es una metáfora banalizada, una metáfora que a fuerza de usarse se ha tornado tan corriente que finalmente ha dejado de ser percibida como algo sorprendente.