El 2009 fue el año oficial de un nuevo protagonista en la agenda internacional de los líderes y otros actores mundiales que era referido desde hacía varios años pero sin alcanzar la connotación actual: el cambio climático. Tuvo su mayor punto de atención en los meses de noviembre, el previo a la cumbre sobre cambio climático de Copenhague, Dinamarca, organizada por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), y de diciembre, mes en el cual ésta se desarrolló. Su objetivo básico fue generar un nuevo marco normativo sobre las reglas de uso de un recurso común de proyección vital.
Entre los resultados se destacan el compromiso de reducir aproximadamente 40% las emisiones de dióxido de carbono para el año 2020 por las grandes potencias, con la excepción de las europeas, que pusieron como límite 20%; la provisión de asistencia financiera a los países pobres con el propósito de ayudarlos en la aplicación de nuevas tecnologías menos contaminantes; y el compromiso de diseñar y continuar fomentando estrategias de transición para aquellos países emergentes inmersos en procesos de crecimiento sostenido, que han contaminado poco pero lo harán de manera creciente por efecto de su propio progreso. A nivel regional, el último de esos tres resultados se perfila con mayor probabilidad de concreción y beneficios más certeros.
Se basa en canalizar financiamiento de los países desarrollados hacia los emergentes para que éstos inviertan en programas específicos que impulsen proyectos relacionados con el cambio climático. La idea central es que, como medida colateral al progreso de los emergentes, se invierta también en forestación, energías renovables y nuevas tecnologías de producción que disminuyan o mitiguen la emisión de gases contaminantes. El Banco Mundial (BM) es uno de los organismos promotores de esta estrategia financiera, amparado en el acuerdo de Mecanismo de Desarrollo Limpio firmado en 1997 en el marco del Protocolo de Kioto. A esta innovación financiera se le denomina “bonos verdes” o “bonos de carbono”, que son los llamados CER, por Certificados de Reducción de Emisiones, es decir, la medida creada por Naciones Unidas para calcular las toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero que se reducen por los mecanismos de desarrollo limpio (producción limpia o captura de carbono). El esquema de transacción básico opera de la siguiente manera: los países emergentes llevan a cabo proyectos que de forma comprobada mitigan o reducen la emisión de dióxido de carbono, y esa reducción se mide en toneladas de carbono, que tiene un precio de mercado; cuanto más se elimine, más certificados o bonos se podrá vender a los países más contaminantes, y mayor cantidad de divisas ingresará a los primeros. Los compradores de los certificados o bonos (derechos a contaminar) serán las unidades económicas que tengan déficit o estén pasadas de sus límites de contaminación prefijados, como hoy lo establece el Protocolo de Kioto.
Pague por contaminar
En la gran mayoría de empresas que superan esos límites ello se debe al tipo de tecnología que usan o a la actividad que desempeñan. La generación de electricidad con carbón y tecnologías obsoletas es un ejemplo; la actividad agropecuaria en ciertos rubros y condiciones es otro. Cabe esperar que habrá empresas que no utilicen todo su crédito ambiental y tengan un superávit, pero aquí operará el mercado y el precio de la unidad de carbono dependerá de la puja entre oferta y demanda. El precio pagado sería una forma de castigo por contaminar o una recompensa marginal que debería incentivar al menor uso de tecnologías obsoletas y nocivas para el ambiente, o bien a la menor intensificación de actividades excesivamente contaminantes. La lógica básica del mecanismo apunta a que quien contamina pague, y que ese pago se redirija, para compensar el daño global producido, así sea marginalmente, hacia cualquier parte del mundo.
Hace aproximadamente un año el BM lanzó sus primeros “bonos verdes” destinados a generar fondos adicionales para proyectos o programas de baja emisión de carbono en países clientes. La emisión recaudó 350.000.000 de dólares por medio de inversores institucionales socialmente responsables, así como de algunos inversionistas individuales que desean apoyar los proyectos relacionados al cambio climático en los países en desarrollo. Con esta emisión el BM aseguró a sus inversionistas una rentabilidad más alta que la que pagan los títulos públicos, con una clasificación Aaa/AAA y por un período de seis años. Los fondos generados por los bonos deben ser girados a países emergentes y podrían respaldar proyectos como rehabilitación de plantas de energía e instalaciones de transmisión para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero; instalaciones de parques solares o eólicos; financiamiento de nuevas tecnologías que resulten en reducciones significativas de las emisiones de gases de efecto invernadero; mejoramiento en el uso eficiente del transporte, incluidos el abandono de algunos combustibles y el transporte masivo; tratamiento de residuos (emisión de metano); construcción de viviendas dotadas de eficiencia energética; reducción del carbono por medio de la reforestación y evitando la deforestación, entre otras posibilidades.
Juega la celeste
Cada año se intercambian aproximadamente 150.000.000 de bonos de carbono en todo el mundo, que equivalen a unos 2.250.000.000 de dólares. China, India y Brasil concentran 70% del mercado. China participa con 65.000.000, India con 23.000.000 y Brasil con 17.000.000. A nivel regional se pueden encontrar varias experiencias relacionadas con transacciones de bonos verdes: Brasil lleva ampliamente la delantera en cuanto a innovación a partir de este nuevo sistema de financiamiento de actividades proambientales, seguido por Chile y Colombia. La mayor parte de los proyectos implicados es de carácter industrial y le siguen los estrictamente energéticos, de residuos, de transporte, forestales y agrícolas. Casi todos son llevados a cabo por capitales privados, aunque existen algunos emprendimientos con participación del sector público. Algunos son microemprendimientos desarrollados por las propias comunas en algunas zonas que se ven saturadas de contaminación debido al uso de vehículos particulares. Es el caso de algunas localidades de Colombia y de Chile: la comuna, en el momento de tramitar la renovación de los permisos vehiculares, registra el cilindraje del automotor y el kilometraje recorrido en el año, y sobre esos datos realiza una estimación, calculada en unidades de carbono, de la contaminación generada por cada vehículo; luego la monetiza, multiplicándola por el precio internacional de la tonelada de carbono, y calcula un monto a pagar por el daño causado al medio ambiente, que, por ahora, no es obligatorio, ya que no forma parte de ningún tributo. Lo recaudado mediante el sistema es vertido a un fondo que se destina, por lo general, a reforestar y al financiamiento de emprendimientos de energía renovables.
En Uruguay, por su parte, se planea realizar un emprendimiento, a cargo de la Intendencia Municipal de Montevideo, para el tratamiento de residuos, concretamente de los líquidos emanados de la basura, que, a partir de determinado proceso, generará energía. Según cálculos de la comuna capitalina, ya se negoció una transacción de “bonos verdes” con el Banco Mundial del orden de los 2.000.000 de dólares. En esta línea, hace pocos días se conoció un acuerdo firmado por el Banco República (BROU) y el Sumitomo Mitsui Banking Corporation, banco japonés que intermediará con aquellos de sus clientes que necesiten comprar certificados de contaminación o “bonos verdes”, mientras que el BROU se encargará de presentar a los potenciales vendedores de dichos bonos. Este precedente puede proveer importantes beneficios al país al tiempo que obliga a valorar los recursos forestales, hídricos y atmosféricos que posee, lo que actualmente se denomina el capital ambiental. El mercado mundial de esos bonos es aún incipiente y se caracteriza por una controversial implementación, que engendra incertidumbre en cuanto al valor de estos nuevos activos y al potencial valor comercial de las inversiones en conservación del ambiente.
Pero se trata del mecanismo que actualmente puede ofrecer el mercado para deteriorar el planeta en el menor grado posible.