Montevideo no tiene aún un concepto claro acerca de la propiedad colectiva del espacio público. Esta carencia le ha costado muy caro, y promete costarle aun más a una ciudadanía que ve día a día cómo su espacio compartido es amenazado e invadido por el interés privado.
Los montevideanos han ido evolucionando muy lentamente en la percepción positiva de su ciudad. Hace 25 años, fuera por el clima colectivo opresivo que se vivía al fin de la dictadura, fuera por aquel sentimiento tan arraigado de subvalorar nuestra comarca -y sobrevalorar la ajena-, fuera por ese espíritu catalogado como “gris” de los montevideanos, éstos recién comenzaban a reconquistar el espacio público como propio, lejos aún de revalorarlo y más aun de enorgullecerse de él.
Poco se puede pretender del espíritu de defensa del colectivo si la percepción del patrimonio a defender no es buena. Recién en el segundo gobierno frenteamplista, el primero del arquitecto Mariano Arana, comenzó a revertirse aquella fase negativa. Conocida es la vocación del ex ministro en torno al tema.
Cabe recordar dos indicadores, a comienzos de los años 80, que llamaban a pensar este tema: el reciclaje de toda la cartelería, que abandonaba el neón e incorporaba nuevos materiales, y la lenta pero saludable ocupación de espacios que la gente empezaba a reclamar.
Con respecto al primero, basta mencionar las espantosas adaptaciones de materiales refractarios que formaban inmensas cortinas de colores con los logos de los comercios. Atentaron contra 18 de Julio nuevos carteles que colaboraron fuertemente con la tugurización de la identidad que tuvo la avenida en otros años, junto con un cambio progresivo e irreversible de los rubros comerciales que la ocupaban. Ya en ese momento, las grotescas armazones avanzaban hasta la calzada con el único límite de que ningún trolley se las llevara por delante. Esta invasión generó una tímida discusión acerca de las normas vigentes en la materia, pero muy poco se avanzó desde entonces para resolver el problema. Se dijo que la comuna mostraba poca voluntad de hacer cumplir la normativa porque primaba el hecho de que quien tenía marquesinas pagaba sus impuestos de acuerdo con los metros cuadrados que éstas ocupaban,por lo cual hacer cumplir el reglamento implicaba una importante caída de la recaudación. Sea por esta razón o cualquier otra, poco se ha hecho desde los gobiernos comunales al respecto, con la embarazosa constatación de que por lo general las empresas que cumplen las normas son las multinacionales, no necesariamente porque les preocupe el espacio urbano; sus propias reglas internas las hacen seguir estrictamente los criterios que dicta el gobierno local: saben que por su dimensión son presa fácil de cazadores de demandas y litigios.
En cuanto a la recuperación por la gente de espacios urbanos, hay ejemplos fáciles de recordar: plazas que fueron sede frecuente de encuentros militantes -por entonces se estilaban las mateadas-, como la Lafone; parques que se convirtieron en punto de encuentro sobre todo de jóvenes que pretendían vivir su ciudad de una manera alternativa a la que proponía la cotidianidad en dictadura. Villa Biarritz fue uno de esos puntos. El espacio enmarcado por la creciente feria sabatina era cada vez más frecuentado por la gente. Se volvió un paseo, hasta una plaza de comidas -y bebidas- informal, muy espontánea y con rasgos únicos.
El espíritu represivo del primer Ministerio del Interior colorado de la democracia, espoleado por vecinos caros y resabios autoritarios -por ejemplo, algunos feriantes veían en estas concentraciones una amenaza a la convocatoria de clientes-, apuntó a que el espacio central de la feria quedara cerrado para la circulación pública. Y lo logró. Entiéndase la entidad de algo que pareció casi “normal”. Es como si los feriantes del Parque Rodó, en sociedad con los dueños de los botes, los juegos y los “emprendimientos gastronómicos”, cercaran el parque e impidieran que los domingos la gente sacara a pasear sus perros, y determinaran que el peloteo de los abuelos con los nenes estuviese prohibido y que la gente que se acerca todas las tardes con su matecito y bizcochos la balconeara desde Gonzalo Ramírez.
Ni hablemos de la moderna […] intención de renovar el área de juegos. Ya nos empezaremos a dar cuenta cuando haya que pagar entrada al parque urbano más antiguo de la ciudad después del Prado.
Una de las principales amenazas -cada vez más importante- es el uso de los espacios públicos para realizar tareas publicitarias. Existen muchas formas de publicidad, pero significativamente las que se realizan en el espacio público son las que más atentan contra nuestra libertad de consumo de ella. Cuando vemos televisión y llega la tanda, el maravilloso control remoto nos da opciones alternativas. Cambiamos de canal, bajamos el volumen, apagamos. Incluso nos levantamos y aprovechamos esos momentitos para tareas y necesidades básicas. En la prensa elegimos no leer, en la radio no escuchar, en internet no cliquear. En la calle es imposible no escuchar el parlante de la farmacia. No podemos apagar las marquesinas, cambiar de carteles, rediseñar azoteas y edificios pintados tan ruidosamente como grita el señor de la farmacia de turno. Cuando un avión nos recuerda a una empresa fúnebre mientras tomamos sol en la playa, al menos nos queda el consuelo del humor negro, pero darle la espalda al sol porque pasa un avión con carteles que no nos interesan parece un esfuerzo excesivo para quien tiene derecho a un ocio libre de propuestas publicitarias.
Si se propone una intervención urbana que genere un nuevo espacio, ya sea trazar una nueva plaza, emplazar una obra escultórica o plantar un árbol, hay que realizar diversos trámites que de alguna manera nos protegen del buen gusto ajeno. Pero cualquiera puede, desde su escritorio, diseñar el cartel más espantoso y pagar para que lo pongan en el mejor punto de Tres Cruces.
La obscenidad manifiesta, el insulto y la incitación al delito quedan excluidos. Pero un cartel sobre cualquiera de los excelentes paradores de la rambla constituye en sí mismo un insulto al diseño y una agresión a los transeúntes que pretenden un descanso al aire libre, libre de impuestos y avisos de automotoras.
Esta práctica tiene hasta falencias técnicas en cuanto a su efectividad como inversión publicitaria. Quien analice el contenido de la cartelería reconocerá mensajes que los consumidores no pueden leer y procesar. Muchos anunciantes tiran la plata desconociendo una de las bases del concepto de la publicidad en la vía pública: el objetivo de recordación. Recordación de marca o de campaña, ésa debería ser la finalidad. Así lo indica una ortodoxia que hasta ahora no ha sido refutada.
Esta escalada no reconoce fronteras. La contaminación se extiende y la barra de tolerancia que determina el concepto de “normalidad” se desplaza cada vez más hacia el cambalache. Hasta el gusto urbano va modificándose en forma peligrosa. Cuántos montevideanos quisieran tener su propio Time Square, cuánta gente todavía añora pasear por 18 para ver “los luminosos”. Cuánto se ha mezclado el cartel de vía pública con el concepto de “modernidad”.
Cuando surgió la saludable iniciativa de reciclar los paradores de la rambla, Montevideo se reencontró con un patrimonio excelente… atiborrado de carteles.
Ahora la IMM no hace sino vender más espacios, como los de los carteles ambulantes, que no sólo distraen del tránsito -tema lateral pero álgido- sino que además circulan por debajo de los mínimos de velocidad que por seguridad ella misma impone.
Tampoco es posible recorrer cien metros de playa sin tener en nuestro horizonte más de 20 banderas de todo pelo y señal. Y la lista de los tristes ejemplos sigue.
Veinte años de administración frenteamplista de la intendencia poco han avanzado en este sentido. Digamos que han logrado retroceder, al influjo de una serie de equívocos y de la ausencia de criterios fuertes y claros en cuanto a la defensa del espacio público, como un patrimonio no sólo estético sino además éticamente desligado de intereses comerciales que se apropian de éste sin ninguna consecuencia, aparte del pago de un canon que de todas maneras resulta insuficiente frente al perjuicio que suponen.
Hasta parece que la ilusión de “modernidad” ha llegado también, tardía y erráticamente, a estas administraciones, cuando todo indica que también consideran el brillo de los carteles como un efectivo agente de realce del espacio urbano.
Tal vez cuando la fortaleza de Montevideo luzca en su tope una luminosa M de Movistar o de McDonald’s alguien se dé cuenta de que llegamos demasiado lejos.
O tal vez no; de última, son emes. El logo de la ciudad es otra eme. Y ése no es otro tema.