“Piensa en esto: cuando te regalan un reloj, te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”, escribía Julio Cortázar en Historia de cronopios y de famas a comienzos de la década de 1960.

Cincuenta años después, el caso podría extrapolarse a los teléfonos celulares.

Algo de esto trata la mexicana Rosalía Winocur -profesora e investigadora en el Departamento de Educación y Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana de México- en su libro Robinson Crusoe ya tiene celular, presentado ayer en café la diaria. El texto analiza la relación “de la gente común” con las conexiones a través del celular, chat, Skype, correo electrónico y redes sociales on line, a partir de investigaciones realizadas entre 2003 y 2007.

Winocur sostiene que “la virtualidad en las relaciones humanas no se inició con internet”. “El teléfono, la televisión, el cine y los videojuegos naturalizaron en la vida cotidiana la experiencia de estar aquí y allá al mismo tiempo, de participar de otros mundos, de otros tiempos, de otras realidades, sin moverse del sillón de la sala de estar; de simular con otras vidas y otras personalidades pegado a la consola del videojuego”. Y plantea que así como no lo hicieron esas tecnologías, las nuevas tampoco sustituyen el mundo real: “La intensa experiencia de socialización digital no sustituye al mundo ‘palpable’, sino que cabalga sobre el mismo. [Los jóvenes] no dejan de estar conectados a la red, aunque hayan interrumpido la conexión física, y no dejan de estar conectados con el mundo real, aunque estén físicamente conectados a la red”, afirma, a la vez que derriba planteos facilistas.

El libro consta de siete capítulos que pueden ser leídos individualmente, dos están dedicados a los jóvenes, otros abordan el uso intrafamiliar analizando la conexión “como dispositivo simbólico para controlar la incertidumbre”. Hay un capítulo que pone el foco en las posibilidades que ofrecen internet y el celular de crear “escenarios virtuales donde la identidad y el cuerpo pueden ser objeto de recomposición”. Otro trata sobre la conexión como “estrategia de cohesión familiar y afirmación de lo local”. En otro tramo se plantea el conflicto intergeneracional dado por el mejor dominio de las tecnologías que tienen los más jóvenes. También aborda la conexión como “recurso de inclusión social entre los pobres”.

Correa digital

En el tramo dedicado al uso del celular para comunicarse con los miembros de la familia, Winocur dice que en el cine anterior a la década del 90 era “muy habitual ver a los protagonistas con un cigarrillo en los dedos o en los labios en las situaciones de espera, de placer, de nerviosismo, de tristeza, de terror, de nostalgia, de transgresión, de furia, de incertidumbre, de tensión, de antesala o de seducción. A partir de los 90, lo que portan los personajes con mayor compulsión y adicción es un teléfono móvil”. Además de mencionar el impacto de las campañas antitabaco, la autora indica que hay una “carga simbólica” que tiene el “ansiolítico” celular al reemplazar el cigarrillo.

De esa forma introduce el concepto de “adicción”, y plantea testimonios que dan cuenta de la desesperación y el sentimiento de extravío ante la pérdida del celular, o experimentado simplemente por habérselo olvidado en su casa. Winocur afirma que hay un síndrome de “ansiedad del ring o de la vibración” que hace sentir el sonido o la vibración del celular, aun cuando está apagado o no se lleve consigo.

Indica que a nivel familiar, el celular es utilizado para combatir la incertidumbre y el miedo que tienen los padres de que a sus hijos les pase algo en la calle, e identifica allí una “correa digital”, basada en un “pacto de simulación” en el que “los padres simulan tener el control de sus hijos sin conseguirlo del todo, y los hijos simulan la independencia de los padres sin lograrlo del todo”, que les exige estar siempre “disponibles y localizables”. Da el testimonio de una chica de 26 años que cuenta que su madre dejó de hablarle por dos meses luego de que ella perdió su celular y no quiso comprarse uno nuevo: “. Cuando avisé mi salida de la iglesia ni siquiera se enojó tanto conmigo y no es que ella aprobara esa decisión, pero lo del celular fue para ella un definitivo exceso, no tenía que ver con mis ideas de joven rebelde, tenía que ver con cortar el vínculo que ya habíamos establecido sin palabras; como si el celular fuera el cordón umbilical moderno, y yo lo había cortado”, cita la autora.

“De a poco se va instaurando un régimen de control sobre la base del mapeo cotidiano de nuestras rutinas”, y en ese sentido afirma: “Podríamos pensar al celular como un dispositivo de disciplinamiento y control social que opera fuera de la órbita del Estado: de los padres hacia los hijos, de los jefes hacia sus subalternos, de la esposa hacia su marido infiel...”.