-Tu obra poética ha prefigurado una zona de producción muy representativa de la poesía nacional. ¿Cómo empezó tu labor literaria?

-Yo era profesor de Historia del Arte en el Instituto Normal, tenía 24 años, y se me ocurrió publicar un libro que se llama Tata Vizcacha, en plena Guerra Fría. Provocó tal revuelo en Tacuarembó que terminaron quemándolo en la plaza pública. Fue un grupo neofascista que se llamaba Movimiento de Acción Democrática, MAD (en inglés es muy lindo lo que significa, ¿no?). Se hizo todo un acto y no hubo nadie que reaccionara. Cuando se enteran algunos, acá en Montevideo, de que me habían quemado ese libro, lo ligan con la dictadura. “Qué horrible la dictadura”, dicen. Pero no fue ninguna dictadura, fue en el 55, en plena democracia.

-¿Cuál fue la razón?

-El supuesto sovietismo que se desprendía del libro. Si has leído Tata Vizcacha sabrás que no guarda relación con eso. Lo que intenté hacer fue una especie de réplica de Spoon River, de Edgard Lee Masters, que es uno de los primeros pueblitos donde se hace hablar a los muertos. A los de Tacuarembó no los maté, pero detrás de sus pseudónimos escondí algunas fuerzas vivas, a los defensores de esas fuerzas vivas y también escondí a sus víctimas.

-¿Consideras a la literatura como un territorio de reproducción mimética?

-No olvides que yo desde adolescente tengo heterónimos. El primero fue un contemporáneo mío que murió en el 58, Pedro Agudo. Hace poco se publicó el primer libro de él, Amaril y otros poemas, al que curiosamente le dieron el premio nacional de literatura del MEC junto a la antología de Circe Maia. Ahí empieza a dividirse lo que Heber Raviolo en Marcha llamó una “central poética”. En mí se juntaban una serie de personalidades distintas que tenían que manifestarse. Pedro Agudo es un poeta muy tímido y existencialista. Adorador de Kierkegaard y Camus. Su libro Sonetos del infierno comienza con una cita de Sartre que dice “el infierno son los otros”. También existe un alumno mío, John Filiberto, profesor de dibujo, oriundo de San Gregorio de Polanco. Además de haberse introducido en varios libros míos (es lo más metido que hay) quisiera señalar que este poeta es mi contradictor, es decir, mi “otro yo del Sr. Merengue”. Sin duda el más absurdo de todos es João Zorro, un juglar fanático de los trovadores provenzales, que por el momento sólo ha sido publicado en Brasil.

-¿Cuál es tu relación con los heterónimos?

-Alguien a quien yo estudié como autor de heterónimos  (y que no se estudiaba como tal), Antonio Machado, en una soleá  de Juan de Mairena dice “busca tu complementario, que puede ser tu figura o puede ser tu contrario”. Yo tenía heterónimos pero no sabía que eran heterónimos. Recuerdo que mandaba poemas de Pedro Agudo para publicar en la revista Asir o en otros lugares. En la antología de la universidad que hizo Bordoli aparecen poemas de Pedro Agudo atribuidos a mí. Él me decía “no embromés, Bocha, esto es un pseudónimo poético tuyo.” Y yo trataba de explicarle: pseudónimo es para Ricardo Neftalí Reyes, Pablo Neruda; para Roberto Chavero, Atahualpa Yupanqui; para Lucila Godoy, Gabriela Mistral, eso sí son pseudónimos poéticos. Pedro Agudo no es un pseudónimo mío, no tiene nada que ver conmigo, yo estaba escribiendo los antipoemas de Tata Vizcacha y él estaba escribiendo una poesía muy rigurosa. 

-Un libro tuyo que ha marcado a muchos poetas nacionales fue Hokusai [1975].

-Eduardo Milán había recibido una pequeña herencia y me planteó sacar, dentro de la editorial Banda Oriental, una colección de poesía. Yo le propuse que se llamara Acuarimantima, o sea, una jitanjáfora de Porfirio Barba Jacob. Ahí salió Hokusai, en 1975, cuando no se me podía ni nombrar en Montevideo. Por eso te planteaba el término de “central poética”. Una línea de mi poesía es casi neoclásica, la de Hokusai es mucho más vanguardista. El centro del libro es el homónimo grabador japonés del XIX.

-La música tiene una gran presencia en tu obra literaria. ¿Sigues la idea griega del poeta como aeda?

-Un libro clave mío es Las milongas [1965], que no escribí para que fuera musicalizado y todo él se transformó en canciones. Hay una, “Diferencia”, a la que le puso música Darnauchans, donde digo que fue “puente de guitarra lo que me trajo”. Mi padre, Héctor Benavides, fue un famoso guitarrista. Ayestarán le grabó más de 40 temas, era un guitarrista con una gran erudición, sobre todo en la música norteña. La música llegó a mí antes que la palabra. Eso se mantuvo y se mantiene.

-¿Encuentras en tu obra alguna marca visible sobre tu experiencia en la cárcel?

-Sí, en Finisterre [1985], apoyándome en un texto de Duran (un poeta negro norteamericano), empiezo a hablar del “tira” que me siguió día y noche. Pero también señalo cómo él en el fondo colaboró con mi obra. Hay otros textos también donde es notoria la presencia de algo que no es ni miedo ni angustia, sino la seguridad de que desde algún lugar te están escuchando, y no es Dios precisamente…

-En 1991 publicaste Lección de exorcista.

-Hubo un concurso en el municipio y yo presenté dos libros. Por desgracia ganaron primer y segundo premio. El jurado era Tata Peyrou, Courtoisie y Bécquer Puch. Sobre uno de los libros opinaron inmediatamente “éste es el Bocha”, pero del otro, Lección de exorcista, pensaron que era un poeta joven y novedoso. Posteriormente ganaría el Bartolomé Hidalgo por ese libro.

-¿Nuevamente “la central”?

-Sí. Escribo en distintas pistas. Puedo hacer textos para canciones de un trovador como Darnauchans o para un neofolclórico, como Numa Moraes. Puedo desdoblarme. A Benedetti una editorial le impuso un libro anual: eso va en desmedro de los valores. A mí nadie me impone nada, pero yo no puedo estarme quieto, yo tengo que estar escribiendo.

-Al final del año pasado estuviste en el Congreso de Escritores que organizó el MEC en la Biblioteca Nacional e integraste una mesa sobre “generaciones”. Recuerdo que cuando se habló sobre la generación del 45 acotaste que ese problema aún no estaba resuelto.

-Sí, una vez en Marcha hicieron un panel de opiniones de los escritores que en ese momento eran los que continuaban a la generación del 45, y yo señalé que había una continuidad, que no habíamos caído en el hipercriticismo ni en ciertas negaciones del 45 pero que era muy oportuno que se observara cómo tal vez lo mejor de esos escritores lo hicieron en contacto con nosotros, es decir, la generación del 60.

-¿Te sientes un escritor latinoamericano?

-Sí, por el hecho de estar inmerso en Latinoamérica. Pero también estoy ligado a los escritores finlandeses del Kalevala, o a los japoneses, a Li Po. Alguna vez dije que Pound, ese gran personaje de la poesía y del siglo XX, era un ciudadano del mundo, eso es lo que intento ser. Si te aferras solamente a la región terminarás cercado por los elementos de una supuesta autoctonía.

-¿Qué más queda?

-Mis intenciones de romper con todo molde humano. Decía un amigo mío sobre Las historias [1999], donde eliminé por completo la puntuación, que era un libro ideal para regalar a un enemigo.

-¿Por qué?

-Porque si el lector no tiene pausas para respirar es muy probable que termine ahogado.