Doble conmemoración

Con dos actos se celebrará hoy este nuevo aniversario de Laforgue. A las 12.30 se colocará una placa recordatoria en la casa que el poeta habitó en Montevideo, en Juncal 1385 (frente a la plaza Independencia), con la presencia de autoridades municipales y de la Dirección Nacional de Cultura. El segundo evento tendrá lugar a las 19.30 en la Alianza Francesa (Bulevar Artigas 1271), donde habrá una mesa redonda integrada por Yves Mahé, Emilio Irigoyen, Jacques-André Duprey, Juan Carlos Reche y Andrés Echevarría. Este último investigador es el editor de la versión bilingüe de Los lamentos que acaba de aparecer a través del sello Hum.

Jules Laforgue forma parte de esa extraña trinidad literaria de poetas franco-uruguayos junto a Lautréamont y Jules Supervielle, pero fue sin duda el menos ruidoso y montevideano de los tres. Nació en la Ciudad Vieja en 1860 y a los seis años ya estaba en Tarbes, Francia, donde vivió dificultosamente hasta mudarse a París, para luego terminar como lector en la corte de Berlín. Su casa de la calle Juncal fue demolida el mismo año en que (no) se rememoraba el centenario de su nacimiento y su corta vida fue una seguidilla de exilios y extrañamientos.

Laforgue es el poeta invisible, incómodo, que no figuró en los manuales de literatura francesa hasta después de la segunda mitad del siglo XX. De difícil clasificación, fue un solitario e hiperreflexivo que soñaba, al mejor estilo de Flaubert, con una poesía que no dijera nada. Jugó con el lenguaje para depurarlo de toda su carga referencial, parodiando estilos, poco convencido. Impregnado de muchas estéticas y movimientos, los cuestionó poéticamente a todos, logrando una obra original de la cual se nutrieron poetas que van desde Apollinaire hasta Lugones, atravesados por el modernismo inglés con figuras como Ezra Pound, TS Eliot y James Joyce.

Así como Verlaine y Rimbaud clausuran la poética del siglo XIX, Mallarmé y Laforgue inauguran la del siglo XX, y el propio Laforgue confiesa en una carta: “Luego de haber sido baudelaireano, me convierto, por la forma, en mallarmeano”. Hoy se cumplen 150 años del nacimiento en Montevideo del poeta francés Jules Laforgue.

Obra

Poesía El sollozo de la Tierra (1878-1883) – edición póstuma Los lamentos (1880-1885) Imitación de nuestra señora la Luna (1882-1885) Flores de buena voluntad (1883 -1886, edición póstuma en 1890) Concilio féerico (1886) Últimos versos Traducción Leaves of grass, de Walt Whitman Cuentos y prosa Moralidades legendarias (1887) Crónicas Berlín, la corte y la ciudad (publicado en 1922) Stéphane Vassiliew (1881, se publicó en 1943)

Decadente hasta la médula

Laforgue compartió con los simbolistas y decadentistas un tiempo histórico y existencial. Luego de 1870 y la Comuna de París, la modernidad aplastante despierta la sensibilidad decadente. Paul Bourget (uno de los pocos amigos de Laforgue) le da una formulación teórica a este decadentismo en sus Ensayos de psicología contemporánea (1982), Verlaine retrata a su vez el espíritu de la época en Los poetas malditos y Huysmans deja plasmada en su novela A contrapelo (1884) esta forma de enfrentamiento con el mundo moderno. Mediante la proliferación de clubes como Los Hidrópatas e Hirsutes, entre otros, que se reúnen en cafés y cabarets (el más conocido será El Gato Negro) se va organizando una sociedad aparte, exiliada de un mundo que resulta a la vez fascinante y ajeno.

Decadente hasta la médula -declara en sus Últimos versos “Que nadie interceda/ el último remedio/es romper todo-, siempre vestido de negro y callado, Laforgue dibujaba galeras y calaveras (estaba obsesionado con Hamlet) en los márgenes de sus cuadernos donde anotaba referencias de sus múltiples y variadas lecturas. Se mudó a Berlín para dejar de comer salteado y le leía en francés a la emperatriz Augusta mientras vivía una vida prestada que documentó en cartas y en la recopilación de crónicas Berlín, la corte y la ciudad. Hasta que se enamoró de la inglesita Leah Lee, se casó y volvió a París, donde a los pocos meses murió de tuberculosis y a su entierro acudieron nada más que diez personas. Haciéndole honor a su autoepitafio, “Llegó muy temprano, partió sin escándalos”.

Flotando en la eternulidad

Alumno mediocre y pobre (una combinación poco feliz), Laforgue no obtuvo su bachillerato pero vivía inmerso en las bibliotecas parisinas donde empezó a escribir sus primeros poemas. Gracias a la mediación de algunos amigos infuyentes como Charles Henry, Paul Bourget y Charles Ephrussi pudo publicar en 1885 Los lamentos, una de sus obras más conocidas y que ya da cuenta de la originalidad del poeta. Laforgue retoma las canciones populares que se cantaban en las calles de París, inspiradas en su mayoría en crónicas policiales, y las transforma en poemas (o canciones de protesta) contra la vida burguesa, la ciudad moderna, el hastío de la vida (el hastío, spleen de Baudelaire, será un tema que obsesiona a Laforgue), y el lento pasar de las horas, la nada, eso que pudo explicar con el neologismo “eternulidad”.

Todo esto ya aparece en los “Preludios autobiograficos”, especie de prólogo que introduce Los lamentos. “En este París, obtuso y chic, con sus burgueses de Jordán soñadores/ sus viejos domingos en los barrios curtidos donde las ramas/ por encima del muro de los colegios, y sus cielos/ punzantes hasta que el Ángelus dice: ¡basta! […] Martirios, cruz del arte, fórmulas, dulces fugas, babeles de oro donde el viento el césped cuida;/ mundos que viven vagamente con nombres de libros, bajo la celeste Eternulidad:/ vanidad, vanidad, os dije, Y yo, yo, existo…” La noche, el domingo y el otoño serán para Laforgue su momento, día y estación eternas, todo lo que encarna el tiempo, eso contra lo que lucha su existencia “ennuiverselle” (otro neologismo laforgueano, mezcla de “hastío” y “universal”).

La melancolía, especie de náusea existencial, lo acompañará toda su vida y es por eso que ve en el personaje de Hamlet su doble perfecto. Tan así que decide reescribir su propia versión de la tragedia de Shakespeare en su “Hamlet o de las consecuencias de la piedad filial”, uno de los cuentos que aparecen en Moralidades legendarias (1887), donde explora una narrativa poética. La acción de Hamlet ocurre en Dinamarca en el siglo XVII pero su narrador es contemporáneo a Laforgue y comparte sus lecturas, que aparecen explicitadas a lo largo de toda la narración. El Hamlet de Laforgue es un personaje-narrador-lector-escritor que comparte la sensibilidad decadente. Así afirma una reseña de la época: “Son todos Hamlet los hombres de letras, soñadores en el balcón del mundo moderno, apoyados en la balaustrada tétrica del hastío y de la inutilidad de vivir”.

Laforgue se refugió en la figura del Hamlet y en la del Pierrot (personaje extraído de la Commedia dell’Arte, pero que el poeta resignificará), dos hombres cargados de lecturas, que, como él, se escriben a sí mismos, condenados por el exceso de reflexión, aplastados por un tiempo (por el tiempo) que no entienden y del que quieren escapar.

Poesía en clave de Luna

Según documentan las reseñas periodísticas de la época, la poesía de Laforgue no fue bien recibida, ni por muchos de sus colegas, ni por los lectores que se quejaban de no entender nada; pero las críticas eran de un orden distinto a las de Mallarmé (a quien tampoco comprendían).

Laforgue tenía una obsesión por una escritura poco clara, nocturna y lunar, lugar extraterrestre donde el poeta decide exiliarse. La escritura laforgueana quiere colocarse fuera de la Tierra, romper con todos los referentes conocidos (es uno de los precursores del verso libre en Francia), inventar un lenguaje que no radique en ningún lugar. Este divorcio deliberado del referente, la no-representación (que inaugura Mallarmé y que es una de las mayores rupturas de la poética del siglo XX) ya aparece en su “Marcha fúnebre por la muerte de la Tierra”. O como le dice en una carta a Charles Ephrussi: “La tierra nació, la tierra morirá […] sólo habrá sido un relámpago en la noche”. Defensor del artificio en detrimiento de la naturaleza, Laforgue escribe jugando, carga de repeticiones sus escritos, reescribe y parodia, inventa por medio de la cita, del humor y la ironía, lo que lo sitúa, desde una perspectiva anacrónica, como uno de los primeros escritores posmodernos; por eso no sorprende que fascinara tanto a los modernistas ingleses.

Toda la poética laforgueana está mediatizada, se funde en un juego de máscaras. Él es él, pero es el Pierrot lunar y es Hamlet. Sus escritos multiplican las voces, desafían la linealidad de la lectura, que se dispara en todos los sentidos. Laforgue abusa de los paréntesis y repeticiones, como si quisiera suspender el tiempo de la escritura y llevarla a ese nivel de absoluto que sólo logra el discurso autoconsciente, como si todo fuera un gran monólogo interior. Esta escritura “lunar”, fuera del tiempo y del espacio, fue la causante de la marginación del poeta en su momento y del lugar cada vez más fundamental que fue adoptando a lo largo del siglo XX.

Él lo sabía, había llegado demasiado temprano, como muchos otros poetas que decidieron irse a los 27.