Más que el alma de las ciudades, pienso que las ciudades son lo que han podido ser, lo que han querido interpretar de sus alucinaciones. Lo pienso mientras bajo la escalinata del Hospital Español, después de estar en ese patio central ni muy grande ni muy chico ni muy alto ni muy bajo, la claraboya colorida y sostenida de gigantes sarmientos forjados y de salir a la calle por el portón de hierro sin poder describirlo porque es indescriptible.

En la maltrecha plaza de la iglesia del Reducto, con montañas de pedregullo para una obra inconclusa, me siento cerca de una mujer que come galletas de arroz y se le queja a un viejo de pelo largo y canoso que fuma en silencio y miro alrededor unos pozos en el pasto repetidos cada tanto y pienso que pueden ser de perros o de chupacabras. La iglesia está cerrada, y no me extraña en la ciudad de las iglesias cerradas, mientras sigo caminando al lado de unos contenedores oxidados en el mismo centro de la plaza, quizá guardando un monumento a colocar o una cabeza nuclear que trata de pasar inadvertida.

Los plátanos de Garibaldi son esqueletos negros en la bruma iluminada por el sol blanco, pero no me resulta macabro sino frágil, mientras atrás aparecen otros esqueletos de antiguas fábricas y más atrás se recorta una chimenea de ladrillo hacia donde voy, por San Martín, hasta enfrentarme al portón colosal y abierto de par en par para ver la base octogonal de la chimenea que sería muy parecida a una nave espacial si no estuviera cascada por el choque de los autos.

Una cuadra arriba, por Ramón Márquez, encuentro un túnel que va de un lado a otro de la manzana y entro por debajo de claraboyas repetidas y escaleritas a primeros pisos, las baldosas calcáreas con dibujos, y al salir a San Martín encuentro, al lado, otra puerta igual pero cerrada con una reja, entonces me hago incorpóreo y la atravieso y avanzo por un túnel igual al otro y salgo de nuevo a Ramón Márquez y llego de nuevo a San Martín, pero un siglo tarde, porque me enfrento a un edificio monumental y abandonado que abarca toda la cuadra, rematado en el tercer piso por la leyenda “El águila” y un poco más arriba, tocando el cielo con orgullo, “Saint”.

Pienso en esa mole vacía y a la vez en todos esos edificios pedorros del sur de la ciudad con fachadas curvas y balcones de cristal celeste que se construyen para cerrar el círculo de vaciamiento del norte y partiendo a la ciudad en espacios y tiempos irreconciliables o que acaso conviven desde su invisibilidad los unos para los otros.

Avanzo una cuadra no sé bien por dónde ni por cuál de esos tiempos hasta Bartolomé Hidalgo, de una cuadra y media, la cuadra de vereditas angostas y la media un callejón que se interna en la manzana entre hibiscos y gomeros y una glorieta con una santa rita y unas sillas de hormigón con una mesa. Un perro marrón y blanco sin raza y sin maldad se acerca para oler de atrás al tipo de campera y gorro con una guía eureka y una libreta en la mano que va y se sienta en un banco de plaza en ese corazón de manzana y abre las páginas y anota verticalmente como en una lista de feria.

“Iglesia cerrada/ plaza deshecha/ mujer come galleta de arroz/ container oxidado para cabeza nuclear/ chimenea a Saturno/ carpinterías/ ¿Reducto o Jacinto Vera?/ túnel del tiempo a fábrica de chocolate/ viviendas obreras principios de siglo/ salón Pampanito/ 526/ muerte y transfiguración de Garibaldi/ trash-decó/ molduras con angelitos/ casas de puertas abiertas/ varas de San Jorge/ carnicería con mural con paisaje azul y vaca/ liceales cumbia celular/ Marsella y Pando paralelas/ palmera alta y seca/ ciclovía al pedo en Bulevar Artigas”.

Llego a la parada del bondi y me siento al lado de la protagonista gigante de Mujeres de lujo y pasa un tipo joven que quiere al barrio y quiere vivir en una ciudad limpia, pero no puede, porque trata de meter a prepo una botella de plástico en esas papeleritas decorativas y siempre repletas de las paradas de ómnibus, y subo al bondi y me siento contra la ventanilla pensando de nuevo en lo que la ciudad ha podido ser y en lo que ha querido interpretar de sus alucinaciones y vuelvo a pasar por Villa Muñoz, por todos esos negocios mayoristas, y en el momento en que paso junto al cartel gigante de La Pulga Coqueta la radio del chofer va pasando “Eye of the Tiger”.