Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), además de escribir ficción y de haber creado más de una novela fundamental de la literatura latinoamericana, es un gran ensayista. Un gran ensayista es aquel que combina erudición, una escritura seductora y conocimiento de causa. Los ensayos literarios de Vargas Llosa, así como varias de sus novelas, son verdaderas obras maestras. El escritor peruano ha construido a lo largo de su carrera una copiosa obra teórica y, en particular, una teoría de la novela desde la cocina misma de la escritura. Gran estudioso, se ha preocupado de la labor literaria de sus antecesores así como de algunos de sus coetáneos; escribió de los mejores estudios hasta la fecha sobre Madame Bovary, de Flaubert, y fue el primero en analizar seriamente la obra de García Márquez. Su gran preocupación han sido siempre los distintos mecanismos de la ficción y las relaciones que ésta tiene con la realidad. La mentada angustia del referente en Vargas Llosa no es angustia sino certeza. Para el escritor una novela siempre miente, y ésa es su condición absoluta. La novela miente porque es una construcción verbal encerrada en sí misma. La novela siempre miente porque construye mundos. El escritor peruano en todo momento se consideró a sí mismo un escritor realista, es decir, un escritor que escribe como si imitara la realidad (el “como si” es muy importante), pero que sabe que esa realidad es maleable como un metal incandescente. Y la mentira tiene una función fundamental, expresar una verdad que sólo puede “expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es”, según expresa en el prólogo de su libro La verdad de las mentiras (2002). En parte, por todo esto, Vargas Llosa ha negado siempre escribir novelas históricas, esa moda literaria bastante facilista que seduce a tantos escritores. Pero todas estas afirmaciones y negaciones resultan, luego de la publicación de su última novela, El sueño del celta, cúmulos de palabras sin ningún sentido.

La verdad de las verdades

Hace algunos años que el flamante Nobel se dedica a viajar. Pero no son viajes de placer sino de investigación. Parte del rigor que caracteriza a Vargas Llosa consiste en ir hasta las fuentes recabando información, recorrer archivos y bibliotecas, ir hasta a los lugares de los hechos. Para escribir esta última novela, que convenientemente salió poco después de obtener su merecido galardón, el autor peruano dedicó tres años a estudios y viajes. El sueño del celta no trata sobre, sino que es la historia, o la biografía (¿es una biografía?) del cónsul británico de origen irlandés Roger Casament. Roger David Casament nació cerca de Dublín en 1864 y murió ahorcado en Inglaterra en 1916. Se transformó en uno de los personajes más interesantes del siglo pasado. Primero aventurero, apasionado desde joven por África y el mundo nuevo y salvaje, se internó en el continente negro bajo las órdenes de Henry Walter Stanley con la esperanza auténtica de civilizar a un pueblo que se estaba pudriendo por dentro. Casament estuvo durante casi 15 años en África, pero fue recién en 1903 cuando se aventuró, bajo las órdenes del imperio británico, a ir al Congo, colonia cedida por Europa a Bélgica y administrada por el siniestro Leopoldo II. El cónsul tenía una misión: hacer un informe sobre la colonia belga. Casament vivió desde adentro el horror colonialista y las atrocidades propinadas por los europeos. Esto aparece descrito en la novela con una infinidad de detalles que hacen que el lector se pierda innumerables veces entre enfermedades, nombres, fechas y personajes históricos. La novela de Conrad, Heart of Darkness, correlato obligado de esta parte de la primera parte de la novela (de hecho Conrad fue casi amigo de Casament), aparece nombrada varias veces, lo que hace que el lector caiga en las comparaciones odiosas. Vargas Llosa, en esta novela, no es Conrad. Contrariamente al escritor polaco-inglés, el peruano cae en los lugares más comunes, es tal el afán por describir el horror que pone en palabras, muchas, algo que está en el terreno de lo inefable y que Conrad transmitió magistralmente mediante la alegoría.

Pero Casament sobrevivió al Congo y su informe lo lanzó a la fama entre los detractores del colonialismo británico. De esos años surgió la anagnórisis: el colonialismo es un sistema perverso en todas sus manifestaciones y, por lo tanto, el imperio británico también era el enemigo. Irlandés de nacimiento, Casament comenzó a reivindicar (primero interiormente, luego de manera militante) sus raíces celtas. A la par de su labor diplomática, se inició en su cultura de nacimiento y se comprometió con la causa independentista de Irlanda. Sobre este período, el último de su vida y causa de su condena a muerte, versa la tercera parte de la novela. La segunda, no menos extensa, trata de su residencia en la Amazonia en calidad de cónsul y del redescubrimiento y confirmación de las atrocidades de las que son capaces los europeos. Éste es un libro sobre la apasionante vida de Casament, quien, en efecto, es un personaje fascinante, y tiene un rigor de libro de historia. Pero no es un libro de historia.

Esto no es una novela

Autor que se preocupó muchísimo por la arquitectura de la novela (Conversación en la catedral es una prueba de ello), Vargas Llosa construyó aquí un edificio de tres pisos con un hall de entrada. Los capítulos comienzan relatando los últimos días de Casament antes de ser condenado a muerte por los ingleses por traición al imperio británico y estas partes del relato son, quizás, las más interesantes. Lejos de mostrar obsesión historicista y descriptiva, es éste el momento en el que el personaje de Casament toma más espesor. Los diálogos y revisión de la vida del irlandés acercan al lector de la escritura que antaño caracterizó a Vargas Llosa. El resto del libro, el que se encarga de relatarnos el recorrido de Casament, se presenta como una obra prolijamente estructurada en tres partes que tiene muy poco de novelesco, o por lo menos de la novela que reividica(ba) el escritor peruano. La escritura no tiene mayores artificios y por varios momentos se vuelve tediosa y repetitiva. Los hechos y escenarios son descritos a la perfección pero no logran sumergir al lector en ninguna atmósfera. Se nota que Vargas Llosa fue a todos estos lugares y que leyó mucho sobre el tema, pero hay veces en que esto no es suficiente. El humor y la lucidez de las primeras novelas de Vargas Llosa (o quizás lo que hizo hasta La fiesta del Chivo) desaparecen entre lugares comunes y constataciones débiles. Ésta es una novela de personaje pero sin personaje. El lector conoce al dedillo la vida de Casament pero no logra conocerlo, espera todo el tiempo que pase algo, pero no pasa. O quizás pasan demasiadas cosas, o todas juntas, y eso se traduce en la nada. Lo que resulta de todo esto, y quizás es ésta la virtud de El sueño del celta, es la revisión de la historia colonial del siglo XIX y la confluencia de tres partes del mundo oprimidas por un mismo tiempo histórico. Y nada más.