¿Quién osa nombrar al objeto de deseo del protagonista de su última novela del mismo modo que la narradora de Las mil y una noches? Probablemente un escritor muy joven y ambicioso o un autor que ya pasó el crepúsculo de su obra. La historia de la lectura de La viuda embarazada puede transitar, inversamente a lo esperable en un autor que ha pasado los 60 años, de la serenidad de la segunda imagen a la potencia de la primera.

La historia se ambienta, durante tres cuartas partes de su extensión, en el verano que un grupo de amigos ingleses pasan en un castillo de Italia. Estamos en el año 1970 y en plena revolución sexual. Las chicas se comportan como chicos, repiten los muchachos, confundidos, alentados, testigos de los cambios que ocurren con el sexo opuesto. Son la generación de los hijos de la Segunda Guerra Mundial, y si bien Amis no utiliza el contexto histórico de manera obvia (tiene la gracia del veterano que puede dejar que las conclusiones las saque el lector sin preocuparse de poner indicios y pistas por todas partes), el epígrafe de la primera página -cita a Alexander Herzen- explica el título de la novela y el tono en el que habrá de leerse esta suerte de farsa: “La muerte de las formas contemporáneas del orden social debería alegrar más que conturbar el espíritu. Lo pavoroso, sin embargo, es que el mundo que fenece no deja tras de sí un heredero sino una viuda embarazada. Entre la muerte de uno y el nacimiento del otro habrá de fluir mucha agua, habrá de discurrir una larga noche de desolación y caos”.

Es ese intervalo el verdadero escenario y protagonista del relato que narra Amis, si bien la novela centra su mira concreta en Keith Nearing (de 20 años: más o menos la edad del autor en 1970). Keith se mueve en un océano de espejos (el segundo epígrafe de la novela es la definición enciclopédica del término “narcisismo”), lidiando por un lado con su novia Lily, mujer a la que quiere con cierto desdén, y pensando por el otro la manera de lograr acostarse con Scheherezade, la chica más hermosa que haya visto jamás. Un grupo de amigos italianos completa el panorama de esta suerte de comedia nostálgica y filosamente incisiva.

Keith escribe poesía e intenta abrirse un camino mediante el mundo de la reseña literaria. Sus referencias están siempre en la literatura. El narrador de la novela (una voz que sólo hacia el final revela su identidad) nos cuenta qué lee Keith, e incluso muchas veces nos deja ver algo de lo que escribe. Cada libro que el protagonista cita parece influir de alguna manera en lo que ocurre a su alrededor (esto no es una cuestión sobrenatural; sólo el lector que conoce la prosa citada entiende esta relación).

Llama la atención que, en una novela tan interesada por la caída de un paradigma sexual y el desamparo que provoca esa nueva libertad huérfana, se evite la descripción de cualquier escena pornográfica o erótica. Se interesa tanto por lo que precede a ese momento como por las consecuencias, pero está claro que para este Amis el acto sexual escapa al poder de las palabras y que toda descripción es en sí una reducción. Porque además, se trata de un sexo sin tradición: el narrador deja que sus personajes lo exploren y descubran y que lo asimilen de la manera que puedan. Las chicas van a la pileta del castillo semidesnudas y hay otras que revelan habilidades que Keith jamás creyó posibles (y menos todavía, deseables por una mujer). En cierto modo, la mirada empática pero distante remite a la del director italiano Michelangelo Antonioni en Zabriskie Point, película casualmente -o no tanto- estrenada en 1970. Aquellas orgías en el Valle de la Muerte de Estados Unidos eran el corolario de la liberación sexual, pero también llevaban en sí mismas el germen de un vacío completamente novedoso. Quizá la diferencia esencial es que Amis mira con cierta nostalgia aquella época errática de la que muchos después llamarían “la generación perdida”. Y si la revolución sexual recién está en su tercer trimestre, ¿qué se hace en una revolución? “Esto. Te apenas por lo que se va, reconoces lo que permanece, saludas a lo que llega”, responde el narrador.

Durante la mayor parte del relato, y mientras nos aventuramos en los pormenores de la tensión sexual que regula la vida cotidiana de aquel verano, el autor de Dinero y Campos de Londres no se priva de comentar cuestiones como el enfrentamiento entre la religión y Eros (hay un muy divertido pasaje en el que Keith finalmente parece a punto de conquistar al menos por una noche a Scheherezade y se dice a sí mismo que lo único que debe hacer es no hacer nada, no decir nada. Sabe que todo ya está dado. Sin embargo, en una discusión sobre religión no puede evitar exponer impulsivamente sus fieros argumentos poco antes de enterarse de que su presa es una católica bastante devota).

Como en todo libro de Martin Amis, la palabra sigue afilada. Es un lugar común a esta altura elogiarla especulando sobre lo tan buena debe ser para soportar casi ilesa el poder destructivo de los traductores españoles. Quizás ahora con menos pretensiones de “metáforas que se felicitan a sí mismas”, como se dijera alguna vez, hay infinidad de frases esperando convertirse en citas. Vale a modo de ejemplo su disección sobre el giro de fines del siglo XX: “La apariencia empezará a tender a reemplazar a la esencia. Cuando la persona se vuelve posmoderna, lo que las cosas parecen se vuelve como mínimo igual de importante que lo que las cosas son”.

Ésta es la novela que el último Cormac McCarthy (el de No es país para viejos y La carretera) hubiera querido escribir si fuese capaz de añadir a su prosa fantásticamente seca y nostálgica un aparato reproductor y un sentido del humor británico. Como suele suceder con Amis, cuesta entrar en el relato por las mismas razones que luego lo hacen imprescindible: una vez que el lector se acomoda en el castillo italiano y se sienta a ver qué sucede alrededor, la narración extiende sus florituras posmodernas, inventa su propio universo semántico y conjura narradores siempre originales y misteriosos. Luciendo la capacidad narrativa del mejor Ian McEwan más la inventiva de Julian Barnes (por hablar de dos compatriotas y contemporáneos al autor) e incorporando lo mejor de la tradición de la novela estadounidense del siglo XX, Martin Amis sigue siendo, a casi 40 años de su incursión en el mundo literario, una de las voces más interesantes y lúcidas de la Inglaterra actual. La viuda embarazada no sólo da crédito a esa apreciación: está destinada a convertirse en uno de esos pocos libros que pasarán a la historia con la siempre discutible etiqueta de obra maestra.