Un afectuoso ambiente se vivía ayer en la sala rodeada de estanterías con libros y con piso de moquete. Allí se congregaron integrantes de la organización, vecinos y allegados que auguraban lo mejor para la etapa que se inicia.
Ibirapitá surgió en 1998 y se instaló en Punta de Rieles, donde estuvo hasta 2002, cuando la crisis económica determinó que no pudiera continuar arrendando un galpón y debiera mudarse a su actual ubicación, una ex panadería abandonada. Carlos Montiel, fundador del grupo de trabajo, contó a la diaria que Ibirapitá abarca una zona muy grande que comprende Punta de Rieles, Bella Italia, Chacarita de los Padres y Jardines del Hipódromo. Surgió con la intención de "hacer algo hacia el barrio, para los jóvenes, los niños, los desocupados". "Teníamos la intención de generar nuestros propios recursos, no establecer lazos de dependencia económica con el Estado o con otras entidades", rememoró Montiel, y detalló que para generar recursos empezaron "a hacer un trabajo parecido a lo que hacen los carritos en la zona". Primero con un carro tirado por una yegua, luego con "un camioncito" y ahora con una camioneta salen a recolectar muebles u otros artículos a los que puedan darle utilidad. Así fue que generaron los talleres de carpintería y herrería y formaron una chacra en la que criaban cerdos. En los talleres reparan muebles o arman algo a partir de maderas de desecho; esos espacios están destinados fundamentalmente a los adolescentes. Montiel explicó que son muy importantes porque "los gurises salen de la escuela y sufren una crisis espantosa, si la familia no está organizada terminan en la calle y aparece la problemática social".
En 2003 comenzaron a producir biodiesel de forma artesanal a partir de aceite comestible usado que recolectaban, destinaban a la camioneta y lo vendían a grupos cooperativos. Luego fabricaron protectores de madera a partir de una glicerina surgida de un subproducto del biodiesel. Al momento del incendio estaban funcionando estos dos emprendimientos de biodiesel, los talleres de carpintería y herrería, la biblioteca, un salón de apoyo escolar (que fue donde se originaron las llamas), la biblioteca y el merendero. Este último comenzó en 1998 con 17 niños, en 2002 llegó a alimentar a 330 y actualmente concurren 100 (en esa tarea cuentan con la colaboración de la Intendencia de Montevideo, que dona leche en polvo).
La lectura como excusa
La biblioteca fue el primer emprendimiento de Ibirapitá y fue también lo primero que reconstruyeron luego del incendio. “La biblioteca ha sido algo muy emblemático, pensábamos que íbamos a tener que acuñarla con una propaganda, que la gente no iba a ser receptiva y, en cambio, fue una de las tareas que tuvieron más arraigo. Es un vehículo para canalizar otras actividades”. En torno a ella se hacen talleres de expresión, se exhiben videos, y es un punto de reunión.
En el colectivo ha jugado un papel muy importante el trabajo que se hace desde la comisión de Extensión de la Universidad de la República (Udelar), donde la Facultad de Psicología, entre otras cosas, conformó un espacio literario y de encuentro para usuarios de servicios de salud mental de la zona. El equipo de psicología comenzó a clasificar la gran cantidad de libros, a la que se sumaron voluntariamente estudiantes de la Escuela de Bibliotecología de la Udelar. la diaria dialogó ayer con dos de ellas, Lucía Martínez y Ana Laura Gilmet, quienes reafirmaron la idea expresada por Montiel: “La biblioteca no significa sólo ir a buscar un libro o sólo ir a leer, es un centro de reunión, se trata de estar ahí y pasar un rato, no tiene por qué haber un libro”.
Para la reapertura de la sala fue fundamental la colaboración recibida por la Biblioteca Nacional que aunque desconocía el proyecto, al enterarse del incendio resolvió donar 150.000 pesos para su reconstrucción, con lo que se compraron estanterías y equipos informáticos y se levantaron paredes. Acompañando la inauguración estuvo ayer Carlos Liscano, director de la Biblioteca Nacional.
La tarea de clasificación que realizaban los estudiantes fue la que salvó de las llamas una gran cantidad de ejemplares: en la sala sólo había 7.500 que eran los que los estudiantes venían clasificando, y guardados aparte permanecían otros 26.000.
Los entrevistados coincidieron al señalar que con el incendio se perdió y se ganó; fueron siete meses para remover escombros y volver a armar, y quedan los otros proyectos para reflotar. Sirvió para robustecer la fuerza del colectivo con estudiantes universitarios y la comisión de Cultura del PIT-CNT. También para pensar: “Fue un gran golpe y a la vez fue algo que permitió planificar, cosa que no podíamos hacer trabajando siempre por el día a día. Nos permitió pensar sobre lo que hicimos y lo que vamos a hacer”.