La apertura de la nueva obra de Ramiro Sanchiz es sorprendentemente mundana: Federico Stahl, hasta ahora protagonista de todas sus novelas, recuerda una discusión que tuvo alguna vez con su padre. Por un momento, los mundos paralelos, la fascinación por las posible grandes ramificaciones de la historia, la maquinaria distópica y los alucinógenos que permiten trascender el entramado de la realidad cotidiana, quedan postergados por la simpleza de una frase. Por supuesto, nada es tan simple y pronto nos enteramos de que Federico está viajando a Corrientes porque su padre se ha suicidado enigmáticamente.

Híbrido de policial (¿realmente fue suicidio? Y si no, ¿quién podría querer matar al padre de Stahl? ¿Tiene algo que ver con el asesinato en serie de dirigentes charrúas que se está produciendo actualmente?) y ucronía, desde esas primeras páginas la novela continúa abriendo el abanico de preguntas y brinda de modo oblicuo algunas respuestas: el territorio nacional comprende, entre otras antiguas provincias de la Liga Federal, la de de Corrientes; Artigas se convirtió en una suerte de dictador senil del “Gran Uruguay” y se mantuvo en el poder hasta su muerte en 1858. Al mismo tiempo, hay una suerte de enigma del orden de la ficción histórica que hace de puente entre ambos géneros, el policial y la ucronía.

Y si de algo está llena esta novela es de puentes, físicos y metafóricos. Federico sufrió cierto abandono por parte de su padre en la adolescencia y nunca pudo perdonarlo en vida. Pero al volver a Corrientes, la ciudad más atrasada de Uruguay y lugar de concentración de los descendientes de indígenas, donde el hombre vivía con su nueva esposa e hija, encuentra un legado misterioso que incluye una serie de sospechas sobre la versión histórica que se suele enseñar sobre Artigas, precisamente acuñadas por su padre, que mientras vivía fue un académico empeñado en la defensa del prócer.

Artigas está en el centro de la novela, pero a la sombra. Sobre su condición alternativa a la que todos conocemos giran los ejes de la escenografía ucrónica y las intrigas policiales. También hay lugar para apariciones estelares de Mario Levrero y el Conde de Lautremont, disfrazados de detective y de asesino serial, respectivamente, y una serie de hechos y personajes de trascendencia pretérita (los caudillos Rosas y Ramírez, entre otros) que son retrabajados en función de este otro universo.

Otros indicios llevan a pensar que los crímenes actuales contra la etnia charrúa, ascendente políticamente (otra guiñada a nuestra realidad), tienen algo que ver con una especie de orden secreta que se ha encargado, entre otras cosas, de escribir o reescribir la historia. Uno de los grandes aciertos de la novela es la representación de esos grupos que intentan apropiarse del pasado histórico; en sus versiones extremas, podemos pensar en los neonazis que rescatan la figura de Hitler o en el revival que en Rusia disfruta la figura de Stalin. Pero hay versiones más sutiles; como escribió Orwell, “quien domina el presente domina el pasado, y quien domina el pasado domina el futuro”. En esta “República Anfiuruguaya” la tensión se da alrededor de la figura de Artigas: hay una corriente minoritaria que la denuesta (Federico, entre estos) y acólitos que están dispuestos a defenderla a cualquier precio.

Algo que sabe el protagonista, sin embargo, es que las derivaciones de la historia se dan a cada paso y las posibilidades son infinitas: “De ahí podía surgir un mundo en el que Napoleón lideraba una revuelta de Neanderthals esclavizados, una historia no sólo diferente sino armada con piezas irreconocibles, una historia incomprensible -porque seguía otra lógica, otro ensamblaje causal- que estaba puesta allí para señalar que, en el fondo, todas lo son, especialmente la que pactamos en llamar 'real'”.

Quizás lo que más distingue a La vista desde el puente de toda la obra previa de Sanchiz es el acento puesto en las relaciones humanas, en la psicología de un hijo que jamás conoció bien a su padre y, más allá de recuerdos de infancia, no puede terminar de encastrar las piezas en un todo que finalmente le devuelva la imagen del hombre. La vista desde el puente es imposible, en lo concerniente a su padre, porque un puente siempre implica movimiento: el traslado de un punto A a un punto B, y desde el movimiento la imagen es siempre borrosa. A la vez, Sanchiz parece decir que no es posible reconstruir una figura definitiva de nadie: ni del padre muerto ni del Padre de la Patria. Por eso existe, y existirá siempre, la confrontación de percepciones e interpretaciones sobre los hombres y los sucesos, y también por eso quizás hay un énfasis en la fotografía y la pintura como medio de investigación, como pista que insinúa pero nunca logra completar una concepción. Una imagen es apenas un corte en el espacio y el tiempo, estática. Muerta.

Si hubiera que buscar paralelos a La vista desde el puente a modo de referencia, quizás el Eco de El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault serían pertinentes en cuanto al tono (investigación más digresiones históricas más epifanías), y seguramente quien haya disfrutado de esas novelas estará en territorio familiar con el libro de Sanchiz. Pero también están siempre esos rasgos de formación que remiten a una concepción borgeana del universo que no deja de lado la imaginería del mejor Levrero y que logra emparentarse con las ucronías de Michael Chabon o Philip Roth, para no caer en los referentes más obvios del género. En suma, se trata de una novela profunda y a la vez entretenida, de una complejidad creciente bien administrada en dosis consecutivas, que atrapa con la fuerza de una orquesta a pleno y termina con un sutil solo de oboe sonando a lo lejos, dejando que cada oyente/lector cierre el libro y vuelva a casa con sus propias conclusiones.